Eugenio D'Ors, admirador y amigo
Querida mía:
Regresé anteayer con la fatiga encima de tres mil kilómetros, dos conferencias dadas, infinitos discursitos y brindis y ultrainfinitas gaitas templadas, a través de ocho días, en que me ha faltado tu palabra del todo –y lo más grave, es lo mucho que te he echado de menos–: tu palabra que, en cambio, me esperaba aquí, en tres sucesivas versiones, la última tan fiel como cruel.
La suspensión de vuestra presencia aquí ha sido para mí un golpe. Contaba contigo; mejor dicho, te necesitaba. ¿Cómo librar ahora el trop plein de ideas, emociones, y hasta pasiones que tu riqueza intelectual me procura? Entre las pasiones que me tengo que tragar figura una, mala por las dos caras, la que presentaría tu alegación de enfermedad, temperatura, etcétera como un poco de pretexto; y la otra que, haciendo en mí desbordar una peligrosa ternura, me empujaría a la locura, inclusive de irte yo a ver aún sin ninguna invitación. Dime pronto, pronto, que hay de autenticidad –detallada– en la situación que dices. Y, sobre todo, que la suspensión de tu llegada es circunstancial, que c'est rémise et non omise que vais a venir luego. Te confesaré que mi primera tentación había sido la desconfianza. Luego, tus líneas, recibidas hoy, con el texto del ensayo como de confirmación, que me apena y sacude.
¡Habla! ¡Del ensayo, tenemos también que hablar tanto! La impresión de tu riqueza intelectual, de tus posibilidades, se acrece, a la vez que la de las ligaduras –no digo sociales sino literarias– que dificultan todavía tu vuelo. ¡Hay que romper todo esto! ¡Hay que nacer! Tu poco apreciado Goethe, al llegar por primera vez a Roma, exclamó –dos palabras históricas–: «¡Al fin he nacido!».
Haz tú, llena de fuerza y de gracia como eres, al impulso del golpe que, quizá esté escrito en las estrellas, desea darte tu
Eugenio.
(26-VIII-1949)