Sección patrocinada por sección patrocinada

Historia

Fernando VII, el "Nerón" de los Borbones

Era feo, con nariz gruesa y saliente barbilla: su propia madre le educó para que fuera sombrío, rebelde y tirano

Fernando VII con manto real
Fernando VII con manto realMuseo del Prado

Años después de su nacimiento, pudo constatarse que aquel niño convertido en adolescente era hijo legítimo de Carlos IV y de María Luisa, pese a que esta, enfurecida en cierta ocasión con su hijo, el futuro Fernando VII, declarase que aquel engendro era regalo de un fraile de El Escorial. De ello tampoco tenía duda el ex ministro Eugenio García Ruiz, para quien «la historia nos enseña que difícilmente se dan Nerones como no haya Agripinas que los creen». Fue precisamente la reina María Luisa quien inspiró a su hijo Fernando para que fuera disimulado, sombrío, suspicaz, rebelde y tirano.

Algunos autores han comparado a Fernando VII con otros personajes no menos «ilustres» de la Historia universal, como lo fueron los emperadores romanos Tiberio, Nerón, Calígula y Domiciano, el mariscal francés Giles de Retz y otros célebres ejemplos de locura sádica. Describamos físicamente a este «ejemplar» monarca: era feo de solemnidad, con una nariz gruesa sobre una boca hundida y una saliente barbilla. Además de su rostro, la deformidad era bien patente en sus órganos genitales, de un tamaño descomunal. Todo quedaba en familia.

Pese a su fealdad, el futuro Fernando VII se preocupaba mucho por su salud y aspecto físico. En enero de 1790, cuando ni siquiera contaba seis años, en su cuenta de gastos aparecía un apunte repetido con frecuencia, que decía: «Al que corta las uñas a S. A., 320 reales». En agosto de 1798, a punto de cumplir catorce, pagaba ya al callista Francisco Pérez otros 320 reales por arreglarle los pies. Este don Francisco Pérez continuó trabajando para él hasta 1804, con un sueldo de 1.100 reales anuales. El 11 de marzo de 1801, en Aranjuez, el dentista Juan Gariot presentó una cuenta «por haber limpiado los dientes de S. A.» durante los años 1799 y 1800, de 2.620 reales, a 160 cada una de las dieciséis sesiones que requirió además de «dos limetas de elixir para las encías de su Alteza», que costaron 60 reales. El mismo odontólogo le limpió la dentadura cinco veces en 1802 y cuatro en 1803, cobrando por ello 2.880.

El discípulo ideal

El primer preceptor del príncipe de Asturias fue el padre Felipe Scio de San Miguel. El 2 de septiembre de 1795 se nombró para este cargo a Francisco Xavier Cabrera, obispo de Orihuela y más tarde de Ávila, que apenas estuvo seis meses, tras los cuales el futuro Fernando VII fue puesto al cuidado del canónigo Juan de Escoiquiz, a quien había elegido para tan delicada misión el propio amante de la reina, Manuel Godoy. Escoiquiz le daba clases de matemáticas y de literatura, y pronto fue elevado por Carlos IV a la condición de preceptor del príncipe de Asturias. El canónigo se creyó así escogido por el destino para convertirse, el día en que su discípulo ciñera la Corona, en un nuevo Cisneros o en una especie de Richelieu español.

Trató de ganarse la voluntad del heredero al trono, como un auténtico Maquiavelo, haciéndole desconfiar de todo el mundo y enseñándole a enfrentar a un hombre contra otro para beneficiarse de esa división. El maestro no hizo sino estimular la mala conciencia del regio alumno, que ya desde niño, como advertía Villa Urrutia, se mostraba reservado y frío, insensible a todo afecto, incluso al de sus padres, y con un instinto cruel y despiadado. Era siempre parco en palabras, casi nunca sonreía, y se comportaba de modo falso y taimado. El discípulo ideal para tan pérfido maestro.

Algunas de sus diversiones predilectas, como consignaba su biógrafo Diego San José, consistían en poner mazas a los perros, escaldar a los gatos, apalear a cuantos animales estuvieran a su alcance, y sacar los ojos a los pájaros, porque decía que estando ciegos cantaban mejor. De hecho, maltrataba a sus propios compañeros de juegos. En cierta ocasión, uno de aquellos chicos, al ser empujado por el príncipe, se tomó la libertad de responderle con un sonoro bofetón. Aquel chaval resultó ser al final [[LINK:EXTERNO||||||Simón Bolívar]], un año mayor que Fernando. Bolívar había llegado a Madrid acompañado de su tutor, Simón Rodríguez, matriculándose en la Academia de San Fernando para mejorar sus matemáticas mientras tomaba lecciones de esgrima, danza y equitación.

Villa Urrutia no escatimaba terribles calificativos a Fernando VII: «Déspota de suyo, jurado y solapado enemigo del régimen parlamentario, felino y felón, cazurro y taimado, falso y embustero, para quien el arte de reinar tan sólo consistía en no fiarse de nadie y en engañar a todos cuantos con él tuvieron algún trato».

El complot de El Escorial

Fernando VII esgrimió dos de sus peores defectos: la cobardía y la vileza. La ocasión ideal para mostrarlos se presentó con los sucesos de El Escorial. El 28 de octubre de 1807, Carlos IV recibió un anónimo donde se le advertía que su hijo Fernando tramaba una conspiración para destronarle, mientras su esposa era envenenada. Algunos autores intuyeron la siniestra mano de Godoy en aquel complot. Aterrado, Carlos IV mandó finalmente arrestar a su hijo y dirigió un llamamiento a la nación deshonrándole ante ella. Escribió también una carta a Napoleón, el 29 de octubre de 1807, culpando a Fernando de intentar destronarlo y pretender asesinar a su madre. El ridículo de Carlos IV ante España y también ante el mundo entero fue espantoso, porque perdonó a su hijo solamente ocho días después de su arresto gracias a la intercesión de Godoy, ante quien se había humillado el príncipe de Asturias.

La fecha: 1790

El marqués de Villa Urrutia advertía que el futuro Fernando VII se mostraba reservado y frío, insensible a todo afecto y con un instinto cruel y despiadado.

Lugar: Madrid

Entre sus diversiones predilectas, según su biógrafo Diego San José, figuraban poner mazas a los perros, escaldar a los gatos o sacar los ojos a los pájaros.

La anécdota

Maltrataba a sus propios compañeros de juegos, uno de los cuales se tomó la libertad de responderle con un sonoro bofetón, que resultó ser Simón Bolívar.