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Pensar con los clásicos

Filosofía en tiempos de la inteligencia artificial

El siglo XXI nos arrasa. No da tiempo a frenar. Todo se le consulta a la máquina. Pero, ¿por qué no reflexionar a la antigua y dar más espacio a la razón?

«El Pensador», de Rodin larazon

No hay tiempo para pensar. Entre los muchos reclamos que nos atosigan en nuestro día a día, si queremos información y opinión sobre cualquier tema, se lo preguntamos a Google o a la IA para que nos haga un rápido resumen y nos aconseje sobre variados asuntos. Pero, ¿por qué no pensar más a la antigua? No está de más dedicar un tiempo exclusivo a la razón exenta de toda otra cosa, sin máquinas ni pantallas, sin aplicaciones que nos escuchen la voz y nos adivinen el pensamiento o las intenciones (casi siempre con espuria finalidad, normalmente la de vendernos algo). Estamos a veces lejos del pensamiento, del centro y de la meditación que nos aconsejaban los clásicos, desde Platón a Plotino. A ellos, y a oír sus voces para el presente, me gustaría dedicar esta columna como un espacio para la razón, para el pensar, el discurrir y el razonar. Qué necesario es dedicarle un tiempo del día a estar con nosotros mismos. Acaso, también, a hablar con nosotros mismos, en vez de con la máquina. «Quien habla solo espera hablar a Dios un día», dijo Machado, pero antes del clásico hispánico está el grecorromano, como Marco Aurelio, que nos guio por esa senda del soliloquio y la reflexión meditativa hacia el centro, llámese principio rector, como en el estoicismo, o parte superior del alma, como en el platonismo.

¡Qué importante fue la revolución del pensar en la antigüedad! El nacimiento de la filosofía es uno de los acontecimientos estelares de la segunda gran revolución humana, la que se da en la era axial, que procura la salida de los estrechos márgenes del yo, de las necesidades básicas y de las convenciones sociales para alzar el vuelo hacia un pensamiento que tiende a lo ilimitado. Así comienza la filosofía, en Grecia y, en parte, en la India, dos polos opuestos y complementarios a la par. No así en otros lares, porque no podemos hablar de una filosofía en China, Egipto o Mesopotamia. Sus regímenes monárquicos se construyen de arriba abajo, desde un gobernante sagrado, un rey-sacerdote o faraón, que representa el orden divino en el mundo y ordena nuestra cosmovisión.

En cambio, hay razones muy diversas –también geográficas, que tienen que ver con una configuración mediterránea lejana a los grandes imperios fluviales, que fomenta la dispersión y la autonomía– que hacen nacer nuestra filosofía en Grecia. «Todos los hombres por naturaleza desean saber».

Para Aristóteles, en la Metafísica, el origen de la filosofía reside en la curiosidad o el asombro («thauma») y en la necesidad de entender la realidad, a partir de la experiencia sensible en busca de las primeras causas. Luego cuenta que, cuando las necesidades básicas están cubiertas por las ciencias orientadas a lo necesario, entonces podemos dedicarnos a la especulación científica y filosófica: afirma que así surgieron las matemáticas en Egipto, gracias al ocio de la casta sacerdotal, que le permitió dedicarse al estudio y la vida contemplativa («bios theoretikos»). Sobre el origen de la palabra «filosofía» hay varias historias: me gusta recordar la que hace a Pitágoras su inventor (otros prefieren atribuirla a Heráclito).

«El espacio para la razón que se abre ante nosotros es cada vez más urgente»

David Hernández de la Fuente

Para Pitágoras, acaso el primero en llamarse a sí mismo «filósofo», ningún hombre es sabio en el sentido absoluto, sino que tan solo va en pos de la sabiduría. Cicerón transmite una historia según la cual, preguntado por un soberano por el sentido de tal término, Pitágoras comparó la vida con unos juegos deportivos: los atletas compiten por la gloria, los comerciantes por el dinero, pero los filósofos son espectadores puros que se dedican a la observación desinteresada de la realidad.

También se definió la filosofía como medicina de la mente (el alma, como dirían los antiguos), como decía Epicuro, que nos procura libertad y serenidad. La ilustre nómina de pensadores del mundo antiguo nos recomienda siempre ese solaz interior, a modo de baluarte íntimo, que se ha ponderado como el mejor bálsamo para conseguir la felicidad. El ser humano, en tal recinto sagrado, puede discurrir con calma acerca de lo mejor para el individuo y para la sociedad, desde la ética y la política hasta la metafísica y la ontología, la estética o la teoría del conocimiento. No hay resquicios que escapen a la todopoderosa razón, encumbrada por los griegos y luego reivindicada por los ilustrados en un hilo que no cesa a través de la historia de las ideas.

Antes del logos, por supuesto, fue el mito, que todavía no nos ha abandonado (Aristóteles lo amaba también). Es falsa la oposición mito-logos como maneras irreconciliables de conocer la realidad que popularizó la escuela (a partir de un libro de Nestlé). Goethe recordaba que había heredado de su padre y de su madre, respectivamente, ambos modos, el pensamiento racional y científico y el de la fabulación.

Pero no hay que elegir entre uno y otro, entre padre y madre: ambos son hemisferios de nuestra mente perfectamente complementarios, partes de nuestro proceso intelectual, como ya sabemos hoy. En fin, realmente, antes de los griegos, no hay filosofía en el sentido moderno y por eso nos debemos a ellos para la noble tarea del pensar, para alzar el vuelo de las ideas y darnos cuenta poco a poco de los engranajes que rigen el cosmos. No nos damos cuenta, pero cada vez nos confiamos más a manos de máquinas para la noble tarea del pensar. El espacio para la razón que se abre ante nosotros es cada vez más urgente. Por eso en estas columnas me propongo ofrecerles una serie de reflexiones de los antiguos filósofos que todavía son muy vigentes para nuestro mundo actual. Deberíamos escuchar la voz de esos viejos mentores y reputados maestros que supieron hacer grande la filosofía en la antigüedad, pues todavía es muy resonante a día de hoy.