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Danza

Furia y flamenco: el Saura más racial

El director se acercó siempre que pudo al flamenco, bien a través del cine, la fotografía o el teatro

"Flamenco, flamenco", de Carlos Saura
"Flamenco, flamenco", de Carlos SauraTRTR

Fue un esteta. En cualquier género. Un cineasta que creó magníficos artefactos formales, por encima del asunto que tratase. Todas sus películas, incluso las que ahondaron en el mundo marginal, callejero, lumpen, son esteticistas, pues jamás renunció a buscar la belleza formal en cuantos largometrajes rodó. Pero donde mejor se aprecia ese gusto por la estética es en sus películas sobre el mundo del baile y el cante, algunas de ellas obras inmortales.

Había comenzado a trabajar como fotógrafo en los festivales de música de Granada y Santander, y se especializó en la música relacionada con la danza y, sobre todo, con el flamenco, arte por el que sentía fascinación. Se hizo buen amigo de algunos bailarines y tuvo la suerte de poder acceder a los ensayos dentro de los festivales, algo dificilísimo, y mientras charlaba con ellos durante horas, les robaba fotografías de una gran fuerza. Ese bagaje lo ayudó después, cuando dirigió la trilogía protagonizada por el bailarín Antonio Gades, ‘Bodas de sangre’ (1981), ‘Carmen’ (1983) y ‘El amor brujo’ (1986), tres clásicos del género.

En los noventa llegaron ‘Sevillanas’, ‘Flamenco’, ‘Tango’, y ya en los 2000, ‘Salomé’, ‘Iberia’, ‘Fados’ y ‘Flamenco, flamenco’ (continuación de ‘Flamenco’). En todas ellas, Saura encontró un vehículo para investigar, como me confesó en una larga charla que mantuvimos: “En las películas musicales hay muchas más posibilidades de experimentar y de hacer cosas diferentes que en el cine de ficción: cambios de iluminación, cambios de espacio, de jugar con los tiempos de otra manera… Son cosas que en el cine de ficción están casi prohibidas. Lo que es una maravilla en el cine musical es la integración del movimiento del baile con la música, la luz y la cámara. Si la cámara fuera pasiva estaría bien, ¿verdad? Pero a mí lo que me interesa es lo contrario: destruir un poco el ballet, porque al acercarte con la cámara a un personaje destruyes la figura que compone y que ha trabajado durante mucho tiempo frente al espejo; automáticamente, te metes en un terreno que no es el teatral, y entonces surge otra realidad, que es la cinematográfica. La que a mí me interesa”.

En muchos de sus trabajos, ficción y realidad se entremezclan y adquieren la forma propia del documental. Aunque él siempre se mostró contrario a esa denominación: “El documento es mentira, puesto que siempre hay un subjetivismo”. No le gustaba hablar de géneros, pero afirmaba que sus películas musicales no eran documentales, sino “otra cosa. Lo que no sé es qué es. A mí me parece que el cine de ficción debe ser cada vez más de ficción, y el documental cada vez más documental, y el documento puro creo que es para la televisión, y que sería el reportaje”.

Durante años, Saura personificó como nadie el llamado cine de autor en España, una etiqueta de la que no renegó ni siquiera en una época en la que estuvo muy desprestigiada por parte de algunos de sus colegas y de la crítica exquisita. “Autor no significa nada”, me explicó, “salvo que eres responsable de lo que haces. Otra cosa es el autor soberano calderoniano. Pero autor es alguien que dice: yo escribo esto, hago una película, la firmo, estoy de acuerdo con ella, es mía. Para mí, eso es ser autor, como escribir una novela o pintar un cuadro. Parece que es un término que está revestido de cierta intelectualidad, pero porque se le ha dado un añadido que no le corresponde”.

Y él lo fue, autor, en grado sumo. Y de los buenos. Uno de los mejores.