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Comer y callar en Nueva York

larazon

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Retiro espiritual, paréntesis en una ciudad tan ruidosa como Nueva York, curso acelerado de mímica o manera de explorar la relación entre el hombre y el alimento. El restaurante "Eat", en Brooklyn, ha triunfado con su propuesta dominical, una cena silente bajo el lema del "come y calla".
No hay música, casi ni luz. El cocinero, Nicholas Nauman, y sus dos pinches se deslizan silenciosamente por una pequeña cocina y van sacando platos realizados con productos orgánicos locales. Bienvenidos a noventa minutos de silencio aderezados con un menú fijo de tres platos y postre sobre los que el comensal no podrá decir "ni mú".
¿Un lujo en la estrepitosa rutina neoyorquina u otra marcianada en una ciudad obsesionada con la pose de estar a la última en excentricidades? Después de la sobredosis de familia e incontinencia verbal de las Navidades, desde luego, el plan resulta atractivo.
La propuesta se le ocurrió a Nauman, de 28 años, después de un retiro en un monasterio budista y la puso en práctica por primera vez el pasado septiembre. "Ha sido muy sorprendente que la gente respondiera de la manera que lo ha hecho, se hizo muy popular", explica a Efe Nauman.
El local de este restaurante, con nombre directo "Eat"(Come) y ubicado en el barrio polaco de Nueva York, Greenpoint, es pequeño y estrecho. Había sido antes una tienda de discos en la que se servían cafés y, entre semana, es un restaurante con amplio menú vegano y ambiente distendido. Para estas cenas de los domingos, casi una misa gastronómica, se aceptan hasta treinta comensales mudos.
Para su artífice, la experiencia es filosófica. "Tiene que ver con la relación de nosotros mismos con lo otro. Metemos algo externo en el interior de nuestro cuerpo. Eso es siempre un compromiso profundo. Sí pensamos en ese intercambio en términos de sexo, psicología o lenguaje. Pensamos en ese intercambio, pero nunca en una actividad tan mundana como la comida", asegura.
Por eso apuesta por productos ecológicos, de granjas cercanas a Brooklyn. "Si no sabemos de dónde viene la comida, cómo se produce, cómo le ha afectado lo que tenía su tierra a sus cualidades nutritivas, cuando llega a nosotros estamos teniendo una relación alienante con ella".
Sobre la mesa, cada comensal actúa con libertad y ese es el objetivo de Nauman, consciente de que su propuesta tiene algo de performance viva, de arte en movimiento.
A uno de los presentes sus tres amigas le han llevado por sorpresa y todavía está procesando con cierta estupefacción el plan. Durante toda la cena, los cuatro parecen tener una amplia conversación sin pronunciar ningún sonido.
"Me he sentido aliviada porque normalmente hablo mucho, pero también fue un gran descanso saber que puedo estar callada en presencia de otra gente", dice una de ellas, aunque confiesa que cuando fue al baño habló ante el espejo. Trampas creativas para un grupo relacionado con el arte.
"Al principio estaba muy nerviosa. Cuando llegamos aquí hacer cualquier ruido era terrible. La sopa estaba caliente y estaba soplando, pero no quería hacer ruido cuando lo hacía... pero, en cualquier caso, luego me relajé", dice la otra, que sufrió un ataque de risa frente a la tercera en discordia, que no terminó ninguno de los platos pero hasta el final no pudo aclarar si no le gustaban o, simplemente, no tenía hambre.
La comida se abrió, efectivamente, con una sopa de zanahoria con especias y un pan de trigo con mantequilla. La timidez por mover los cubiertos contra esa vajilla también artesana (realizada por el dueño del local, Jordan Colón) se ve superada cuando, en segundo lugar, llega una ensalada de col lombarda cruda que, al ser crujiente, hace al comensal darse cuenta de que, pese a la ausencia de palabras, el ruido es inevitable.
Como plato principal, para los veganos hay un puchero de judías negras con patata, colinabo y boniato, para el resto abadejo con tomate picante y acompañado de col silvestre y ajo. Y de postre, un helado con sal marina y quinoto.
Más concentrados en el menú y en la experiencia interna estaban otros dos comensales, un inglés y un chipriota de unos 40 años que apreciaron, por encima de todo, la comida. "Mis expectativas culinarias han sido totalmente satisfechas. La comida era increíble", decía el inglés, después de haber estado con los ojos cerrados en modo de meditación la mayor parte de la cena.
"El silencio me permitió volver a experiencias en retiros espirituales que había hecho", aseguraba este hombre dedicado a negocios de estética.
Mientras, su compañero chipriota disfrutó sobre todo de la tranquilidad. "Es un descanso de esta vida frenética que llevamos. Simplemente relajarse y disfrutar la comida es algo maravilloso", concluyó.
Todos ellos pagaron sin rechistar los 45 dólares (unos 33 euros) más propina que cuesta este menú fijo y silencioso.

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