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Historia

El Gran escádalo de la reina Cristina de Suecia

«Mi temperamento ardiente no me ha inclinado menos al amor que a la ambición»

Cristina de Suecia a caballo (1653) de Sébastien Bourdon, óleo que se encuentra en El Prado
Cristina de Suecia a caballo (1653) de Sébastien Bourdon, óleo que se encuentra en El PradoMuseo del Prado

Ya nada volvió a ser igual desde el 3 de noviembre de 1655 en la biografía de la reina escandinava más conocida de su dinastía: Cristina de Suecia. Aquel día, la soberana abjuró solemnemente de su fe luterana para abrazar el catolicismo sin condiciones y hasta su misma muerte, lo cual constituyó un formidable escándalo. La ceremonia de abjuración tuvo lugar en Innsbruck, en la Iglesia de la Hofburg, ante el legado apostólico Holstenius. La relación epistolar de la reina con el jesuita italiano Paolo Casati constituye una prueba insoslayable de ello. Si algo admiraba ella de la doctrina católica era el celibato y por eso se opuso a contraer matrimonio, pese a contrariar al pueblo sueco que reclamaba un legítimo sucesor para la Corona.

Ella misma, en sus «Memorias» dedicadas a Dios, admitía que le desagradaba la institución matrimonial en su caso. Fue así como el 6 de junio de 1654, anunció su decisión irrevocable de mantenerse soltera y de entregar el cetro como sucesor a su primo Carlos Gustavo, futuro Carlos Gustavo X de Suecia.

Cristina se reservó la soberanía de las islas Gotland, Oeland y Oesel, así como las ciudades de Norrkoeping, Wollgast y Wismar, con una renta total de doscientos mil riksdalers, la moneda sueca acuñada por primera vez en 1604, llevándose además los muebles y obras de arte del Palacio Real. Poco después, abandonó Suecia para trasladarse a los Estados de Felipe IV, en Flandes.

Su abjuración del luteranismo, la religión oficial del reino, así como su postrera decisión de no contraer matrimonio contraviniendo las más sagradas leyes dinásticas, convirtieron a Cristina en la reina más impopular en su país. Nada mejor para conocerla que acudir directamente a ella: «Mi temperamento impetuoso y ardiente –reconoce la reina– no me ha inclinado menos al amor que a la ambición. ¡Con qué desgracia no me habría precipitado en tan terrible inclinación si Vuestra Gracia no hubiera empleado mis mismos defectos para corregirme! Pero mi ambición, mi altivez, incapaz de someterse a nadie, mi orgullo que todo lo despreciaba, me han servido de maravillosos preservativos [...] Confieso que si no hubiese nacido mujer, la inclinación de mi temperamento me hubiera conducido a terribles desórdenes [...] Me habría casado sin duda, si hubiera reconocido en mí la menor debilidad… pero he seguido la aversión natural que tengo por el matrimonio».

Simples habladurías

Si nos atenemos a lo que ella misma confiesa ante Dios en sus «Memorias», el libertinaje con que se ha pretendido adornar a Cristina de Suecia obedecería a simples habladurías sin fundamento. El erudito francés Pierre Daniel Huet, que tuvo ocasión de observar de cerca a la reina a la edad de veintiséis años, rendía homenaje a su pureza de intenciones con su propio testimonio: «Si se dice ante ella alguna cosa atrevida, la veis enrojecer», aseguraba.

De hecho, no era la primera vez que el prestigio de la soberana se había intentado quebrantar sin el menor escrúpulo. Aludamos, si no, a dos personajes italianos de su séquito que sustituyeron al mayordomo español Antonio de la Cueva: Francesco Maria Santinelli, conde de Metola y marqués de San Sebastiano, y el marqués de Monaldeschi.

El segundo era miembro de una de las más antiguas familias de Italia que tan numerosos dignatarios ha dado a la Iglesia, así como diplomáticos y militares en la época de los Güelfos y Gibelinos, como se denominaba a las dos facciones que desde el siglo XII apoyaron en el Sacro Imperio Romano Germánico a la Casa de Baviera (los Güelfos) y a la Casa de los Hohenstaufen de Suabia, señores del Castillo de Waiblingen, respectivamente, de donde proviene el término «gibelino».

El marqués de Monaldeschi había sido enviado a Francia en noviembre de 1656, precediendo al conde de Santinelli, que llegó un mes después. Ambos compartían la confianza de Cristina de Suecia: el primero de ellos, en calidad de caballerizo y el segundo como mayordomo.

El conde de Santinelli robaba sin ningún reparo a su soberana, saqueando la plata, haciendo cambalaches con fuentes, platos y candelabros, o quemando los bordados para extraer sus metales preciosos. El caballerizo, puesto al corriente de semejantes dilapidaciones, guardó silencio al principio en espera de que el ladrón cometiese mayores fechorías, o quién sabe si esperanzado en obtener parte del suculento botín. Pero Monaldeschi cantó finalmente, confesando a la soberana que su chambelán le robaba y lo que era aún peor: que la traicionaba revelando a los españoles los planes de la ex reina de Suecia.