Historia

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«He pasado un año entero herido por los dardos del amor»

La pasión de Enrique VIII por Ana Bolena dejó un total de 17 cartas de amor que ahora se publican en la editorial Confluencias. Unos documentos excepcionales que demuestran sus deseos de besarla y ofrecerle su corazón. Este romance empujó al monarca a mantener una dura querella con El Vaticano, y que le llevó finalmente a romper con Roma, aunque la relación acabara poco después, de manera abrupta, con la decapitación de ella.

«He pasado un año entero herido por los dardos del amor»
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La pasión de Enrique VIII por Ana Bolena dejó un total de 17 cartas de amor que ahora se publican en la editorial Confluencias

Enrique VIII no es sólo el rey más conocido de Inglaterra, por sus esposas, su silueta y su carácter sanguinario, «es uno de nuestros soberanos más importantes», repiten los historiadores, acaso porque creó una iglesia nacional, una política insular y xenófóba que determinó el desarrollo de Inglaterra durante los siguientes 500 años. Ha pasado a la historia como el rey que rompió con la Iglesia de Roma para fundar la Iglesia anglicana, como aquel que durante su reinado Inglaterra se unió con Gales y, sobre todo, como «el de las seis mujeres». El primero de sus matrimonios fue con Catalina de Aragón, hija menor de los Reyes Católicos y madre de María, la futura reina «Bloody» Mary (María la Sanguinaria). El segundo con Ana Bolena –la de los mil días–. Después, vendrían Juana Seymour –que se convertiría en su esposa apenas once días después de la decapitación de Ana y moriría al dar a luz al futuro Eduardo VI, Ana de Cléveris –matrimonio político, con la intención de fortalecer lazos con un país protestante como mo-do de hacer frente al Imperio español–. Incapaz de consumar el matrimonio, éste fue anulado apenas seis meses después de celebrarse, lo que no supuso ningún problema para el monarca, que ya tenía sustituta en otra de las damas de compañía de la efímera reina. Ana Bolena se quedó en Inglaterra con todos los miramientos y en condición de «hermana del rey». Llegaría Catalina Howard, que también sería ejecutada. Era todo lo fogosa que Enrique deseaba, pero quizá demasiado... pues no tardaron en conocerse sus amoríos anteriores –y posteriores– al matrimonio regio. Si los primeros hubieran podido ser perdonados por el avejentado, obeso y enamorado rey, su romance con uno de sus cortesanos favoritos, Tomás Culpeper, no. Una desgraciada carta de amor que le escribió a su amado selló su muerte. Encerrada en la torre de Londres fue decapitada en 13 de febrero de 1542. Desencantado, para su siguiente esposa, eligió a una mujer reposada y con conocimiento del mundo, una doble viuda de 31 años: Catalina Parr. Tras sus nupcias el 12 de julio de 1543, estuvieron casados cuatro años tranquilos, durante los cuales la nueva reina le ayudó a mejorar las relaciones con sus hijas. Fue un agradable matrimonio de conveniencia, al menos desde el punto de vista de ella, porque apenas unos meses después de que Enrique muriera (el 28 de enero de 1547), ella contrajo matrimonio con un antiguo amante, Thomas Seymour. Pese a haber contado con el permiso del nuevo rey para desposarse, su comportamiento supuso un escándalo, en especial cuando no tardó en quedarse embarazada, a los 35 años, ¡cosa que no le había sucedido en sus tres matrimonios anteriores! Ni madre ni hija sobrevivieron demasiado. La segunda murió con apenas dos años, mientras que la primera lo hizo seis días después de dar a luz. Con ella fallecía la última de las seis esposas que llegó a tener Enrique VIII.

Víctimas favoritas

Ellas, en su mayoría, cayeron víctimas de ese terror paranoico que, en realidad, tenía una lógica, que no era otra que la de fortalecer a la dinastía de Enrique, los Tydder. Una familia galesa que en el tumulto de las guerras bajomedievales en Inglaterra supo maniobrar hábilmente, liquidando a Ricardo III, último rey de la Casa de York –y víctima favorita de ese «thinking tank» al servicio del poder político en la Inglaterra isabelina conocido como «William Shakespeare»– para instituirse, con el nombre de «Tudor» como dinastía reinante en Inglaterra, en buena parte de Irlanda, por supuesto en su Gales natal, y en un pedazo de Francia. De ahí, de la necesidad de fortalecer esa brevísima dinastía, vino mucho de la violencia desatada por el rey. Necesitaba un heredero. Fue así, con esas descarnadas luchas de poder, como Enrique VIII se ha convertido en el imaginario colectivo en una figura negativa. Incluso entre los anglosajones, que conceden que fue uno de los ejes fundadores de la actual Inglaterra, que no han escatimado páginas y metros de película a la hora de contar las sombras de su vida.

Por eso sorprende descubrir que un personaje tan sombrío, dejara tras él un testimonio que atestiguaba que sabía lo que era el amor. Lo descubrimos en esta joya de orfebrería editorial –de Confluencias– titulado: «Cartas de amor de Enrique VIII a Ana Bolena», y que son los documentos de esta clase más notables que existen. Los originales están en los Archivos Vaticanos y, desgraciadamente, no contamos con las réplicas de la cortesana a su señor. De las diecisiete misivas que quedan, ocho están escritas en francés y nueve en inglés.

Una partida dolorosa

Fueron redactadas después de la salida de Ana Bolena de la corte a consecuencia de los rumores que habían empezado a circular debido al escándalo de la evidente atracción de Enrique VIII por la dama de la corte. Su marcha fue tan dolorosa para ella que prometió no volver. Fue durante este retiro en Herver, en Kent, a donde su real amante dirigió estas cartas. El rey pronto se arrepintió de su dureza e intentó persuadirla para que regresara. Pero pasaría bastante tiempo antes de que pudiera convencerla de que lo hiciera. Este episodio se produjo en mayo de 1528. En una carta, el rey se excusa de la necesidad de partir de donde se encuentra ella. En otra, se queja de su empecinamiento por no volver a la corte. En la última, hace mención a la enfermedad del enviado papal como causa de la tardanza del asunto del divorcio, y muestra que esta correspondencia terminó en mayo de 1529

Vaya por delante que no van a encontrar mucha materia morbosa. Tan sólo a un hombre bastante tosco para expresar sus sentimientos, que suenan estereotipados y loco de amor por una joven a la que le llevaba unos cuantos años, (Él tenía 34 y ella, una década menos). La manera en la que el rey expresa ese amor por ella es chocante para nuestra idea de ese asunto. La cosa se complica cuando resulta que los amantes intercambian en las cartas mensajes en clave como el que se puede ver en la firma de la carta II (textual: «6.n. A I de A. o. na. v.e.z.»). O bien cuando, como ocurre en la carta III, el rey transmite un mensaje que hoy parecería sanguinario cuando le dice que le envía un cervatillo «muerto la noche pasada de mi propia mano», esperando que, cuando se lo coma, piense en quién lo mató. Enrique reitera sus deseos de estar con Ana, de besarla, de ofrecerle su corazón para servirla, preocupándose por su salud, cuando llegan noticias, en junio de 1528, de una epidemia de fiebres que postran a esa mujer que se niega a ofrecerse al rey –a diferencia de su hermana– hasta que se separe legalmente de su mujer y la haga esposa y reina consorte de Inglaterra

Gusto por la moda

Ana Bolena nació en 1504 –unos dicen que tres años antes, otros que tres años después– en Rochford Hall, otros dicen que en Kent. Miembro de la poderosa familia de los Howard, su padre, Tomás Bolena, fue un respetado diplomático, y debido a ello Ana pasó parte de su infancia en Francia, en la Corte de Francisco I y Claudia de Francia, de la que fue dama de honor. Allí, recibiría una esmerada educación. A su regreso a Inglaterra, ocupó el lugar que correspondía a su condición como dama de honor de la reina Catalina de Aragón. Era de complexión delgada y su piel se consideraba muy oscura. Su atractivo físico probablemente se debía a sus ojos negros y a un largo cabello que dejaba suelto. Causaba buena impresión por su gusto por la moda, aunque su encanto residía en su viva personalidad, su elegancia, un agudo ingenio y otras habilidades como el canto y el baile. Además, era alegre y emotiva, valiente y decidida. Sus enemigos decían que podía ser neurótica, rencorosa y malhumorada.

La obsesión de Enrique por Ana, así como su deseo de engendrarle un heredero varón, le llevaron a pedir al papa Clemente VII la anulación de su matrimonio con Catalina. El 5 de enero de 1531, el papa escribió al rey, prohibiéndole volverse a casar y amenazándole con la excomunión. Una simple petición de anulación de un matrimonio se convirtió en «El Gran Asunto del rey», con el resultado de la caída del cardenal Wolsey, la ruptura de Inglaterra con Roma, su declaración de que «era el único protector y cabeza de la Iglesia de Inglaterra y de sus clérigos» y la ejecución de Tomás Moro, John Fisher y los monjes cartujos que se negaron a prestar el juramento de la supremacía. Y hubo boda... Enrique VIII se casó con Ana Bolena en una ceremonia secreta el 25 de enero de 1533 y el matrimonio fue declarado válido el 28 de mayo de 1533, unos días antes de su coronación como reina de Inglaterra.

De este matrimonio nació Isabel, bautizada con ese nombre en recuerdo de la madre del rey, Isabel de York. Ana fue incapaz, como Catalina, de darle a Enrique un hijo varón. Sería acusada de adulterio con varios hombres, e incluso de incesto con su hermano (Jorge Bolena) y traición. Su hija Isabel (última monarca de la dinastía Tudor) sería declarada bastarda, pero 12 años después de la muerte de Enrique, sería coronada con 25 años reina de Inglaterra, tras los mandatos de sus hermanastros María I y Eduardo VI

Todas las promesas de su amor se evaporaron como lágrimas en la lluvia. Por desgracia, para ella, este amor eterno que Enrique VIII le jura, no fue sino efímero. Ningún historiador se cree las acusaciones de adulterio, incesto y conjuración para acabar con la vida del monarca que sirvieron de excusa a Enrique VIII. Sólo habían transcurridos tres años de matrimonio y, pese a haber tenido una hija, Enrique había sido incapaz de engendrar en ella un hijo varón (tuvo varios abortos). Resulta sospechoso que las acusaciones y el ajusticiamiento tuvieran lugar sólo cinco meses después de la muerte de Catalina de Aragón. No cabe duda de que el rey quería hacer borrón y cuenta nueva y tener las manos libres para actuar a su placer con la que ya era su amante, Juana Seymur.

El día de su ejecución, Ana llevaba puesta una enagua roja debajo de un vestido gris oscuro de damasco adornado con pieles. Su pelo iba recogido. Hizo un breve discurso ante la multitud congregada. Fue decapitada el 19 de mayo de 1536. Le cortaron la cabeza con una espada de doble filo, pues se consideró que el hacha no estaba a la altura de su dignidad. Se puso de rodillas y quedó erguida. Le vendaron los ojos. Ella siguió rezando y encomendando su alma a Dios. Sus damas le quitaron el tocado. De acuerdo con la leyenda, el verdugo sintió piedad de Ana, y parece que dijo algo así como «traed-me la espada» mientras ésta ya volaba hacia su cuello, y así ella no supiera que ya estaba en camino. Llevaron su cuerpo a St. Peter ad Vincula, donde la enterraron en una tumba anónima.

Carta I

(....) Suplicándoos con ansiedad que me dejéis conocer vuestro pensamiento al completo sobre el amor que existe entre nosotros. Es vital para mí obtener esta respuesta, he pasado un año entero herido por los dardos del amor y sin saber si voy a encontrar un lugar en vuestro corazón y afecto, lo que, en último término, me ha prevenido hasta ahora de llamaros mi amante; si solamente me amáis con un amor corriente, ese nombre no es adecuado para vos, porque eso no denota un amor singular como el mío, que está muy lejos de ser común

Carta IV

Mi amante y amiga, mi corazón y yo, rendidos, nos ponemos en vuestras manos, suplicándoos que nos encomendéis a vuestra gentileza y que por culpa de la ausencia vuestro afecto por nos no se vea disminuido, pues sería una gran pena incrementar nuestro dolor, del cual la ausencia produce suficiente y más del que nunca pensara pudiera sentirse, recordándonos un punto que en astronomía es este: cuanto más largos los días son, el sol está más lejano y, sin embargo, abrasa más. Así ocurre con nuestro amor, pues la distancia que mantenemos aún aumenta su fervor, al menos por mi parte. Espero que ocurra lo mismo por la vuestra, asegurándoos que el dolor de vuestra ausencia es ya tan demasiado grande para mí, que cuando pienso en que se incremente, se volverá intolerable, aunque tengo la firme esperanza de mantener vuestro afecto imperecedero por mí. (...)

Carta VI

(...) Desde mi partida de vuestro lado, me han contado que vuestra actitud hacia mí ha cambia- do totalmente y que no volveréis a la corte ni con vuestra madre ni de cualquier otra manera. Lo que, si es cierto, no puede verdaderamente dejar de sorprenderme, porque estoy seguro de no haber hecho nada para ofenderos y parece un pago muy pobre para el gran amor que os tengo mantenerme a distancia tanto del habla como de la persona de la mujer que más estimo en el mundo. Y si vos me amáis con el mismo amor que espero que tengáis, estoy seguro que la distancia entre los dos será un poco irritante para vos, aunque no suponga lo mismo para la amante que para el sirviente