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¿Por qué Alfonso X fue El Sabio?

Su penoso final provocó que varios historiadores calificaran su largo reinado de «fracaso político», pero eso sería ignorar gran parte de un legado que llega hasta hoy

Estatua de Alfonso X el Sabio en la Biblioteca Nacional, Madrid
Estatua de Alfonso X el Sabio en la Biblioteca Nacional, MadridHéctor Gómez HerreroCreative Commons

En vísperas de las múltiples celebraciones que se preparan en Murcia, Toledo y Sevilla –con las que tuvo especial vinculación– para conmemorar el octavo centenario del nacimiento de Alfonso X el Sabio, llega a nuestras librerías una nueva biografía del monarca: «Alfonso X, el primer gran rey» (La Esfera de los Libros), obra del historiador Adolfo de Mingo Lorente. Se trata de un título dividido en tres partes: las dos iniciales abordan la biografía del monarca y su actividad política y sus iniciativas artísticas, históricas, literarias y jurídicas. En la tercera, más novedosa, se recopila la muy abundante iconografía de Alfonso X, la fuente de inspiración que su vida, obra y entorno han brindado a la novela histórica de las últimas décadas y su «escasa fortuna» en los medios audiovisuales, que no han abordado su fantástica peripecia vital.

Adolfo de Mingo se sorprende ante «la ausencia de Alfonso X el Sabio, que tan solo por sus relaciones familiares habría merecido el más sabroso de los guiones (...) ¿Por qué episodios como la obsesión por el trono imperial, el ajusticiamiento de su hermano Fadrique o la maldición hacia su propio hijo y heredero han pasado desapercibidos a los guionistas?».

El autor no tiene respuesta para este y otros interrogantes similares al respecto, pero la clave quizá se halle en su cita de H. Salvador Martínez, reconocido estudioso del monarca, según el cual para conocer a Alfonso X deben tenerse presentes «no solo la abundante documentación de archivo y su riquísima correspondencia, casi totalmente ignorada, sino que, como en el caso de Dante, habría que rastrear su vida en su entera obra». Es decir: Alfonso X, tan nombrado, tan ensalzado y tan sabio, es difícil de aprehender y, quizá, nadie se ha atrevido a simplificarlo en un guion.

Se le atribuye al Rey Sabio una frase, seguramente apócrifa, que retrataría su personalidad: «Si hubiera estado junto a Dios en el momento de la Creación, el Mundo hubiera sido mejor»... Hoy diríamos que Alfonso X estaba encantado de haberse conocido, y motivos no le faltaban. Nació en Toledo el 23 de noviembre de 1221, hijo primogénito de Fernando III el Santo y de Beatriz de Suabia, nieto de la reina Berenguela y bisnieto de monarcas y emperadores de media Europa. Pasó su niñez en las tierras de sus ayos en Burgos y Galicia, donde aprendería el galaico-portugués en que están escritas las «Cantigas de Santa María». De su adolescencia nada conocemos: residió algunos años en Toledo, donde se formaría con lo más granado de la intelectualidad del reino y entre los que, probablemente, estuvo el obispo guerrero y políglota Rodrigo Jiménez de Rada, y acaso participó en la expedición castellana de Pérez de Castro contra los musulmanes de Jerez en 1231.

Ya mayor de edad, y como delegado de su padre, Alfonso participó en los acuerdos con el reino de Murcia que desembocaría en 1245 en su incorporación a Castilla. De esa época son, también, dos iniciativas desaconsejadas por su padre: una fue la intervención en la guerra civil portuguesa, perdida por su patrocinado, Sancho II, que se exiló en Toledo con decenas de incondicionales; tampoco le fue bien en el auxilio que envió a Balduino II de Constantinopla. Y en 1246, quizá, participó en el asedio y capitulación de Jaén. Por entonces, Alfonso gobernaba el reino de León, recién unificado con Castilla.

¡Una ciudad intacta!

Y con las tropas de León, a las que se unieron los portugueses exiliados y la flota reunida en el Norte con los barcos de Cantabria, reforzados por vascos y gallegos, el príncipe Alfonso apoyó a su padre en el asedio de Sevilla, que capituló el 23 de noviembre de 1248. Parece que Alfonso se ocupó de los detalles de la entrega de la ciudad y que la exigió intacta, amenazando con pasarla a cuchillo si se destruían mezquitas, palacios o fortalezas. Así ha llegado hasta nosotros el patrimonio musulmán sevillano. Alfonso se casó en 1249 con la infanta Violante de Aragón, hija de Jaime I, que tardó en tener descendencia y a punto estuvo de ser repudiada, aunque a partir de 1255 tuvo nada menos que diez. Cuando se casó ya tenía dos hijas y un hijo de tres de sus amantes, la más conocida fue doña Mayor Guillén de Guzmán, de la que debió estar muy enamorado porque, aunque era 16 años mayor que él, mantuvo su relación con ella hasta su muerte; de su unión nació Beatriz de Castilla, reina de Portugal.

En 1252 sucedió a su padre en el trono de Castilla, pero, para entonces, se habían terminado sus buenos tiempos militares. En los 30 años siguientes tuvo guerras y conflictos con más reveses que éxitos: contra el reino de Granada y contra las invasiones benimerines o abortando rebeliones nobiliarias y conjuras, como la de su hermano don Fadrique, al que ordenó ejecutar, y peleas con sus propios hijos por cuestiones hereditarias u otras diferencias. Pero todo ello no impidió que pusiera en marcha un gran proyecto político por el que ha sido considerado «un adelantado a su tiempo».

En el campo económico, su innovación fue la Mesta, quizá el gremio más importante de la Europa de su tiempo, que activó las producción textil y las exportaciones de lana, constituyendo una gran fuente recaudatoria y un impulso al comercio, activado, también, por la creación de ferias y la disminución de impuestos, bien compensados por los aranceles importadores y exportadores. Esfuerzo fundamental fue la unificación de fueros y leyes de cada región por un código aplicable a todo el reino, debiendo recordarse que la Reconquista lo ampliaba continuamente (Murcia, Jaén, Sevilla...). Así se elaboraron «El Espéculo de las Leyes», el «Fuero Real» y «Las Siete Partidas», que vieron la luz entre 1256 y 1265, debatiéndose entre los historiadores del Derecho cuál primaba y si, realmente, son de la misma época. La unificación le malquistó con la nobleza, que vio recortadas muchas prerrogativas

Otra fuente de sinsabores fue su acariciada pretensión al título de emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico por descender de Beatriz de Suabia, de la casa de Hohenstaufen, tras la muerte del último emperador, Guillermo de Holanda. Desde 1256 a 1275 gastó energías, amistades, dinero y tropas en esa ilusión, provocando hondo malestar en Castilla por los dispendios y el abandono de otros quehaceres y le creó problemas con monarcas europeos y hasta con el papa. Si aquel estéril y costoso pleito le dejó maltrecho, peor fue la confrontación con su hijo Sancho el Bravo, que disputaba la herencia del trono a sus sobrinos, hijos del fallecido heredero Fernando de la Cerda, apoyado aquél por el derecho consuetudinario castellano y estos por «Las Siete Partidas». La contienda familiar se agravó con la ruptura de su matrimonio con Violante de Aragón, alma de la gobernación del reino durante 33 años, mientras que él se separaba de la tierra contemplando el cielo y observando los astros, según decía el Padre Mariana refiriéndose a los trabajos de astronomía que impulsó.

Abandonado por su familia

Abandonado por gran parte de su familia y de la nobleza, se afincó en Sevilla, donde aún tenía apoyos, pero estaba minado por la edad, los desengaños y la soledad. En el ocaso de su vida es reseñable su testamento, en el que maldecía y desheredaba a su hijo: «Siendo así que el referido Sancho nos causó impíamente las graves injurias indicadas (...) sin temor alguno y olvidando de todo punto la reverencia paterna, lo maldecimos como digno de la maldición paterna, como reprobado por Dios y como digno de ser vituperado por todos los hombres (...) y lo desheredamos a él mismo como rebelde..., contumaz, ingrato y degenerado». Falleció en Sevilla el 4 de abril de 1284, y, pese a su disposición testamentaria y a sus maldiciones, Sancho el Bravo alcanzó el trono. El penoso final ha llevado a algunos historiadores a calificar su largo reinado de fracaso político pero, como escribe Carlos de Ayala, «eso sería ignorar que su proyecto político sería retomado por alguno de sus más brillantes sucesores, como Alfonso XI».

UNA OBRA CULTURAL IMPRESIONANTE

Alfonso el Sabio creía que el rey había sido designado por Dios para comunicar a sus súbditos la sabiduría, uno de los atributos del creador. Y en esa misión, que le ocupó toda su vida y requirió muchos colaboradores y caudales, existen cuatro campos básicos: la obra poética, la jurídica, la histórica y la científica. En la poética, aparte de sus aportaciones personales caracterizadas por su buen humor y, también, por la procacidad popular que utiliza, destacan sobre todo «Las Cantigas de Santa María», 427 poemas para ser cantados que narran prodigios debidos a la Virgen o los santos, ilustrados por la más rica colección de miniaturas góticas que existe y acompañados por sus partituras musicales, magnífica muestran de la música de la Península en el siglo XIII.
La jurídica ya se ha mencionado. La Histórica se contiene en dos grandes obras: «La Historia de España», primera redactada en romance, narra desde sus legendarios orígenes extraídos del Génesis, hasta el reinado de su padre. «La Grande e General Estoria» relata la historia humana desde la Creación hasta su dinastía, pero esta parte, la sexta, que iría desde el nacimiento de Cristo hasta el propio Alfonso X, ha desaparecido o nunca se redactó.
La científica versa sobre astrología, astronomía, magia, medicina y propiedades de plantas y minerales: el «Lapidario» (piedras y medicina), el «Picatrix» (magia) el «Libro del Saber de Astrología» que, aparte de los saberes y creencias de la época contiene un catálogo de instrumentos de observación y medición astronómicos. Pero lo más famoso, con difusión universal en la época, fueron las «Tablas Alfonsíes» (posición del sol y la luna en Toledo a partir de su entronización y de cálculo de la posición de los astros de acuerdo con el universo de Tolomeo).