La orden 227, el decreto con el que Stalin ordenó matar a sus propios soldados
Stalin decía: “en el Ejército soviético hace falta más valor para retirarse que para avanzar”.
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“Se ordena a los soviets militares del ejército y a los comandantes formar de tres a cinco unidades de guardias bien armados, desplegarlas en la retaguardia de las divisiones poco fiables, y darles orden de ejecutar a derrotistas y cobardes en caso de retirada desordenada”, así se expresaba la Orden 227 con la que Stalin ordenó disparar a sus propios hombres.
Hitler avanza
El pacto de no agresión Ribentrop-Molotov quedaba ya muy atrás. Dos de los genocidas más prolíficos del siglo XX se las veían en el campo de batalla. Desde el occidente Hitler y la Wehrmarch; y por el oriente, Stalin y el Ejército Rojo. Y en el medio, millones de jóvenes ineludiblemente reclutados para luchar por causas a las que no se podían oponer.
El Tercer Reich, con sus más de 3 millones de soldados y con sus miles de Panzer, avanzaba por la estepa rusa sin que nadie pudiera ponerles freno. Cada vez se hacían con más territorio; ya habían tomado Kiev, Smolensk y Viazma... no le quedaba mucho para hacerse con los campos petrolíferos del Caucaso.... y eso no se podía permitir.
El objetivo de Hitler era avanzar hasta la Línea Arcángel-Astracán. Una línea imaginaria delimitada por el curso del Volga; iba desde la ciudad portuaria de Arcángel, en el norte de Rusia; hasta la ciudad de Astracán, en la desembocadura en el mar Caspio.
Al oeste de esta línea se producía la gran mayoría de los suministros que Stalin necesitaba para aprovisionar a sus tropas y a su población. Sin ellos, la Unión Soviética no podría plantarles cara.
Lo único que pudo detener la “Operación Barbarroja” del Führer fue el gélido invierno ruso. Ningún armamento alemán estaba preparado para soportar temperaturas de 40º bajo cero. Los soldados debían orinar sobre las ametralladoras para calentarlas, los Panzer tenían unas orugas muy estrechas para maniobrar en la nieve, las tropas no tenían abrigo suficiente, (...). Aquello era un desastre. En diciembre de 1941, a los alemanes no les quedaba más remedio que detener su avance.
Stalin se creyó responsable de las desgracias alemanas y envió a un ejercito de soldados hambrientos y mal equipados a cargar contra los alemanes que se habían parapetado para resguardarse del frío. Después de algunas victorias y muchas bajas en sus filas, a Stalin la fortuna le dejaba de sonreír.
¡Ni un paso atrás!
De la misma forma que el invierno le había quitado la soberbia a Hitler, ahora era el verano iba a quitársela a Stalin. Las tropas alemanas del sur continuaron su avance en dirección al Caucaso, con su riqueza en forma de oro negro; y en dirección al mismísimo corazón del tirano, a la ciudad que a la que había bautizado con su nombre: Stalingrado.
Los rojos no eran capaces de soportar los embates de la Wehrmarch. Estaban sobrepasados y la moral de la tropa soviética ya no podía contener a los ánimos alemanes. Cuando uno gritaba retirada, eran muchos los que salían despavoridos por el horror que se les venía encima.
“Algunos recientemente, se consuelan con la idea de que podemos seguir retirándonos hacia el este, pues disponemos de amplios territorios, extensas porciones de tierra, población numerosa y trigo en abundancia. Con estos argumentos tratan de justificar su vergonzante conducta y su retirada. […].
El territorio de la U.R.S.S. ocupado por los fascistas y los territorios que estos planean capturar son el pan y los recursos de nuestro ejército y nuestros civiles, el petróleo y el acero de nuestro industria, las fábricas que suministran armas y munición a nuestras tropas, nuestros ferrocarriles… […] Cada porción de territorio que entregamos a los fascistas los fortalece a ellos y debilita nuestras defensas y nuestra patria” (Orden Número 227)
El Comisario de la Defensa del Pueblo, Iósif Stalin, tenía la solución. El 28 de julio de 1942 decretó la Orden número 227. Con ella regulaba el trato que merecía todo aquel que huyese del frente:
“Se ordena a los soviets militares del ejército y a los comandantes formar de tres a cinco unidades de guardias bien armados, desplegarlas en la retaguardia de las divisiones poco fiables y darles orden de ejecutar a derrotistas y cobardes en caso de retirada desordenada, para que así nuestros fieles tengan la oportunidad de cumplir con su deber ante la patria”.
De esta forma, los soldados que huían fruto del pánico se encontraban con el desdén comunista por la vida humana. Sus propios camaradas, armados con ametralladoras, abrían fuego sobre todos ellos. Los soldados soviéticos morían entre las balas de los nazis y las de los bolcheviques. “¡Ni un paso atrás!”, esa era la orden que había dado Stalin.
Su negativa a permitir las retiradas, en especial del sitio de Kiev, conllevó la pérdida de cientos de miles de hombres y dejó la ya resentida moral de las tropas soviéticas a la altura del betún. Era tanta la crueldad de aquella medida, que hubo oficiales que se atrevieron a desobedecer las orden del mismísimo líder de la Unión Soviética... a pesar del precio que eso suponía.
Carne de cañón
Con la Orden 227 también se establecía la creación de “batallones penales”, unas unidades formadas por hombres considerados traidores a la patria por huir del campo de batalla.
Estas tropas tenían que ir en la primera línea y allá donde más peligroso era el fuego. Entre 1942 y 1945, 427.910 militares fueron asignados a estos batallones penales, según las cifras arrojadas en el ensayo Las bajas y las muertes soviéticas en el siglo XX, de Grigori F. Krivosheev.
Sobrevivir era la única forma de “redimir con sangre los crímenes cometidos contra la patria”.