Ochenta años de Pearl Harbor, «el día que quedará en la infamia»
A pocos días de su aniversario, el ataque sorpresa de Pearl Harbor, que cambiaría el sino de la Segunda Guerra Mundial, sigue generando controversias
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El 7 de diciembre de 1941 prometía ser un domingo cualquiera en la gran base aeronaval estadounidense de Pearl Harbor y en la aledaña ciudad de Honolulú donde, ignorantes de los graves acontecimientos diplomáticos que se habían estado desarrollando en Washington y Tokio hasta aquel momento, civiles y militares se preparaban para disfrutar de un día de descanso, recuperarse de la juerga de la noche anterior, disfrutar de las múltiples actividades lúdicas que proponía la isla de Oahu o asistir a las diferentes ceremonias de izado de banderas y servicios religiosos a punto de celebrarse tanto en tierra como a bordo de los grandes navíos de Battleship Row.
Su pequeño paraíso estaba a punto de entrar en guerra. Poco después del amanecer, los seis portaviones japoneses –Akagi y Kaga, Soryu e Hiryu y Shokaku y Zuikaku– que formaban el núcleo de la Kido Butai, la Fuerza Móvil de la Flota Combinada, habían puesto en el aire los 183 aviones de combate que conformaban la primera de las dos oleadas que iban a atacar la isla. Entre ellos había aparatos de bombardeo horizontal, en picado, torpederos y cazas, todas las tácticas existentes estaban presentes, y la sorpresa iba a ser total. Tanto, que los testigos de los primeros ataques, en torno a las 8:00 horas de aquel domingo, en el aeródromo de Wheeler, en el centro de la isla, o sobre la isla de Ford, en el puerto, recordarían que al principio habían pensado que se trataba de algún tipo de ejercicio que se les había ido de las manos.
No se trataba de un simulacro, tal y como emitió, en claro, el capitán de corbeta Logan Ramsey desde la base aérea de la Marina en la isla de Ford. Mientras los cazas Mitsubishi A6M Zero hacían pasadas rasantes ametrallando los aviones de la fuerza aérea estadounidense, perfectamente alineados y a la vista en el centro de las pistas por miedo al sabotaje, los bombarderos en picado Aichi D3A Val soltaban sus bombas de 250 kilos sobre Hickam y Wheeler, los aeródromos más importantes de la isla, y los torpederos Nakajima B5N Kate se alineaban para atacar los grandes buques de la escuadra desplegados a ambos lados de la isla de Ford.
Pronto, el Oklahoma, en llamas, volcó sobre sí mismo, el West Virginia, también devorado por los incendios, se posó sobre el fondo del puerto y el Nevada había encajado un torpedo en la zona de proa. El colofón de aquella primera oleada fue el ataque en horizontal que ejecutaron otros 49 Kate, esta vez armados con bombas de 800 kilos. Dos de ellas iban a caer sobre el Arizona, provocando una terrorífica explosión que acabaría con la vida de más de un millar de oficiales y marineros, casi la mitad de los más de 2.400 hombres que iban a morir durante el ataque sorpresa, al que todavía le faltaba la destrucción provocada por la segunda oleada.
Dos palabras clave han definido desde entonces este ataque: infamia y sorpresa. La primera la pronunció el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt al día siguiente, 8 de diciembre, en su discurso ante el congreso: «El día que quedará en la infamia», insuflando vida al sentimiento de ultraje y traición que ya se extendía como la pólvora por la sociedad norteamericana.
La segunda lleva siendo el centro del debate desde entonces porque los avisos de que algo iba a suceder fueron muchos. Diplomáticos y agentes habían informado del interés de los nipones en Pearl Harbor y el FBI tenía perfectamente vigilado al espía Yoshikawa Takeo, que informaba sobre la flota basada en el puerto. También era conocido el despliegue de las fuerzas japonesas que se dirigían hacia el Pacífico sur e incluso es posible que se detectaran las emisiones radiofónicas de baja frecuencia que emitieron los buques que iban camino de Hawái.
Finalmente, lo que es seguro es que a primera hora del 7 de diciembre el destructor Ward atacó un submarino japonés que se dirigía a la entrada del puerto y que la primera oleada de aviones fue detectada por los novatos operadores del radar móvil de Opama, situado en la costa norte; aunque el sopor dominical de aquella jornada y los malentendidos impidieron que estos acontecimientos alertaran de la inminencia del ataque. Todo ello sin mencionar el documento de ruptura de las negociaciones que el embajador japonés Nomura debía entregar al secretario de Estado Cordell Hull a las 13:00 horas de Washington (7:30 en Oahu) de aquel 7 de diciembre, prueba clara de que algo debía de suceder inmediatamente después de esa hora.
Sorpresa e infamia definieron pues el ataque japonés, que no éxito. A cambio de unos pocos acorazados, un tipo de buque obsoleto frente al portaviones, los nipones acababan de despertar al enemigo que iba a derrotarlos por completo.
- «Pearl Harbor» (Desperta Ferro Contemporánea n.º 48), 68 páginas, 7 euros.