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El borbón que pudo ser Papa

El infante Luis Antonio Jaime llegaría a ser cardenal arzobispo de Toledo, primado de España y arzobispo de Sevilla
FotoLa Razón

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Desposado en segundas nupcias con la reina Isabel de Farnesio, Felipe V recurrió a la intercesión de una sagrada reliquia, muy venerada siempre, tratando de impetrar del Cielo partos felices. Fue así como la Santa Cinta de la Virgen de Tortosa, traída a Palacio numerosas veces desde 1629, protegió sin duda a la reina en sus cinco últimos alumbramientos. Entre ellos, el del infante Luis Antonio Jaime, nacido el 25 de julio de 1727 en el Real Alcázar de Madrid, que llegaría a ser cardenal arzobispo de Toledo y primado de España nada menos, además de arzobispo de Sevilla. El Papa Clemente XII le nombró administrador de la Diócesis de Toledo en noviembre de 1735, concediéndole el capelo cardenalicio al mes siguiente como cardenal-diácono de la Iglesia Santa María de la Scala, en Roma.
Luego, el infante Luis tomaría otros derroteros, renunciando a todas sus dignidades eclesiásticas para adquirir el condado de Chinchón antes de desposarse morganáticamente, es decir, apartado del círculo de la realeza, con María Teresa de Vallabriga y Rozas. El infante Luis era hermanastro de los reyes Luis I y Fernando VI, hijos del primer matrimonio de Felipe V con María Luisa Gabriela de Saboya, fallecida el 14 de febrero de 1714 a causa de una tuberculosis pulmonar, así como hermano del también rey Carlos III.
La herencia de su regia familia le pesó durante toda la vida, en especial la gran influencia de su madre, Isabel de Farnesio, quien le animó desde el principio a ejercer con rectitud su carrera eclesiástica. Su papel mediador resultó decisivo para restablecer las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, inexistentes desde la Guerra de Sucesión a la Corona de España a raíz del apoyo incondicional del Vaticano al archiduque Carlos. Su tarea diplomática alcanzó gran relieve en su calidad de heredero al trono, sobre todo tras la muerte de Fernando VI y justo antes de que se produjese la designación y coronación de su otro hermano con el nombre de Carlos III.

Honradez acrisolada

Siempre fue de una honradez acrisolada, desde que tomó la primera gran decisión de su vida al renunciar en 1754 a los Arzobispados de Toledo y Sevilla, así como al capelo cardenalicio, alegando que carecía de auténtica vocación religiosa. Clemente XII aceptó finalmente su renuncia el 18 de diciembre del mismo año, concediéndole como compensación una pensión anual de 946.107 reales sobre las rentas del arzobispado de Toledo. Pero el apartamiento de sus dignidades eclesiásticas no significó que el infante Luis fuese un mal cristiano, sino todo lo contario, aferrado a las hondas creencias inculcadas por su madre desde la misma cuna. Desde entonces, se convirtió en un personaje más de la Corte madrileña sin ninguna responsabilidad en especial, sometido a la sobreprotección que siempre ejerció sobre él la reina Isabel de Farnesio.
Entre tanto, él había cumplido ya veintinueve años y seguía aún soltero. Por fin, al cabo de dos años de su renuncia, el 24 de abril de 1756, obtuvo el permiso del rey Carlos III para desposarse de modo morganático con otra persona que no fuese de estirpe regia. Pero el matrimonio con María Teresa de Vallabriga y Rozas, sobrina carnal del teniente general marqués de San Leonardo, hermano del duque de Berwick y de Veragua, no se celebró hasta veinte años después, el 27 de junio de 1776, en la localidad toledana de Olías.
El infante Luis estaba a punto de cumplir entonces nada menos que cincuenta años, mientras que su esposa contaba apenas diecisiete. La enorme diferencia de edad entre ambos –más de treinta años– resultó crucial para que la pareja no se entendiese desde el principio. Aun así, ella alumbró a cuatro hijos: Luis María, Antonio María, María Teresa y María Luisa. El mayor fue arzobispo de Toledo y Sevilla, como su padre, mientras que María Teresa, titulada condesa de Chinchón, se desposó con Manuel Godoy, Príncipe de la Paz.
Al contraer matrimonio, el infante Luis se vio obligado a residir fuera de la Corte, hasta recalar finalmente en la localidad abulense de Arenas de San Pedro, donde levantó un hermoso palacio en la zona de la Mosquera. En aquel recóndito palacete constituyó su propia Corte artística y cultural, convertido en gran mecenas. Por allí desfilaron músicos de la talla de Boccherini, los Font o Landini, y pintores como Goya. Fue así como el infante Borbón que fue cardenal y pudo haber sido Papa, vivió sus últimos años rodeado de cuadros y libros, dueño de una pinacoteca y biblioteca excepcionales.
La muerte de Fernando VI
Tras renunciar a todas sus dignidades eclesiásticas, el infante Luis de Borbón y Farnesio se vio obligado a acompañar a su hermanastro Fernando VI en la penosa enfermedad que precedió a su muerte. Los últimos días del monarca fueron aterradores. La agonía duró casi un año. Empezó el 7 de septiembre de 1758 con ataques de pánico. El propio Fernán Núnez, en su «Vida de Carlos III», confirmaba también los repentinos ataques de cólera que llevaban al enfermo a morder los vasos de plata, reemplazados por los de cristal. Un día decidió acostarse y no levantarse más, haciéndose todas sus necesidades en la cama. El 6 de agosto de 1759, un ataque de epilepsia dejó al monarca sin habla. Tres días después volvió a sufrir otros dos, a consecuencia de los cuales perdió los sentidos y quedó paralizado. Poco después, el día 10, expiró el tercer Borbón de España.