Gladius romano de tipo Magnucia del siglo I d. C.

El otro asalto al Capitolio

Hace año y medio un grupo de exaltados tomó el Congreso de Estados Unidos, pero 2.000 años antes, en Roma, ya se había producido un enfrentamiento de la misma naturaleza

En enero de 2021 un grupo de manifestantes irrumpió en la sede del Congreso de Estados Unidos, el llamado Capitolio, en un suceso que escandalizó y alarmó al mundo entero. Menos recordado es el asalto que sufrió siglos atrás otro capitolio, el de la ciudad de Roma. Este otro suceso ocurrió en diciembre de 69 d. C. El Imperio romano llevaba por entonces casi un año de continuas guerras civiles desde que un golpe de Estado forzara al emperador Nerón al suicidio –muchos debieron pensar que mejor mal conocido que bueno por conocer–. Durante casi un siglo, el Imperio había estado en manos de una misma familia, la Julio-Claudia o, lo que es lo mismo, la de Augusto y sus herederos, y Nerón era su último representante.

Ahora bien, este último había muerto sin haber nombrado a su heredero, lo que significaba que cualquiera que quisiera ocupar su lugar carecería de la legitimidad que daba el apellido, el pertenecer a la familia que «desde siempre» había ocupado el trono imperial. No faltaron los candidatos. Bastaba con contar con el apoyo de una legión o de la guardia palatina –los célebres pretorianos– para reclamar la corona, pero ninguno contaba con el prestigio suficiente como para imponerse ante los demás.

De este modo, hasta cuatro personas pugnaron en muy poco tiempo por el mismo honor: Galba, Otón, Vitelio y Vespasiano, cada uno con bases de poder distintas. Como era de esperar, la lucha entre ellos fue encarnizada y condujo al Imperio a uno de los momentos más negros de su historia, reviviendo el espectro de las espantosas guerras civiles que a punto estuvieron de aniquilar la República un siglo antes.

Gladius romano de tipo Magnucia del siglo I d. C.
Gladius romano de tipo Magnucia del siglo I d. C.Matthias Kabel

Tras un año de luchas, un reguero de sangre y varias batallas crudelísimas –como las de Bedriaco o Cremona– ya solo restaban con vida dos candidatos al trono: Vitelio y Vespasiano. El primero dominaba la ciudad de Roma, pero en su interior se alzaron los partidarios del segundo, encabezados por Flavio Vespasiano, sobrino del candidato al trono. En los enfrentamientos armados que se produjeron en varios puntos de la ciudad los partidarios de Vespasiano llevaron la peor parte, de modo que no tuvieron más alternativa que refugiarse en la colina del Capitolio, una suerte de ciudadela amurallada que rodeaba una de las colinas primigenias en torno a la que se había erigido la urbe.

El Capitolio era, además, un espacio sagrado, pues sobre él se erigía el templo de Júpiter, máxima divinidad del panteón romano, así como otros templos menores, y desde antaño se consideraba el corazón y último baluarte de la ciudad. De hecho, cuatro siglos atrás, a principios del siglo IV a.C. –cuando Roma acababa de abandonar el modelo político monárquico para estrenar el republicano–, un ejército de galos cisalpinos entró a sangre y fuego en la ciudad, a salvedad de la colina del Capitolio, que no pudieron tomar. Ahora, en el año 69 d.C., Flavio Valente debió de pensar que la historia volvería a repetirse y que él y los suyos podrían hacerse fuertes sobre la colina y esperar a que su candidato al trono venciera y los pudiera liberar.

Los partidarios del emperador Vitelio se lanzaron de inmediato al asalto de la colina, pero descubrieron que sus puertas se hallaban selladas. Y es que los defensores habían derribado las estatuas que, desde antiguo, se erguían sobre la cima del Capitolio y las habían empleado para levantar barricadas en los accesos a la cima. Frustrados, los atacantes decidieron acometer la colina desde otros puntos distintos donde la pendiente era más pronunciada, pero las defensas menos sólidas. Así, algunos lograron abrirse paso y penetrar en el recinto amurallado. Además, en tiempos de paz ciudadanos particulares habían levantado viviendas de varios pisos de altura en las faldas de la colina, cuyos tejados igualaban en altura a la cima. Algunos atacantes, con gran riesgo de sus vidas, treparon por sus tejados y, desde ahí, saltaron al interior del recinto amurallado.

Pronto se desató una lucha sin cuartel a la sombra de los templos y estatuas que poblaban el Capitolio. En la confusión, alguien lanzó una tea ardiendo y el sagrado templo de Júpiter Capitolino, imponente en tamaño y emblema sagrado de Roma, ardió sin remedio para gran vergüenza de unos y otros. De este modo, lo que galos, cartagineses y otros enemigos de Roma no pudieron jamás conseguir fue hecho por mano romana. A salvedad de algunos que lograron escabullirse, los defensores fueron todos pasados a cuchillo. Paradójicamente, fue en vano, pues al día siguiente los ejércitos de Vespasiano llegaron y liberaron la ciudad. Pero así son las guerras civiles, más absurdas si cabe que las ordinarias.

El otro asalto al Capitolio
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