Figuras de la Hispania Romana (IV)

Los mejores emperadores eran hispanos: Trajano y Adriano

La Bética fue una provincia hondamente romanizada que, en el sur de la Hispania romana brillo con luz propia en las letras y en las artes y no menos en la política.

Estatua de Trajano
Estatua de TrajanoZeno ColantoniZeno Colantoni

La cultivada Bética no llegó a ser la provincia por excelencia del mundo romano pero por derecho propio se ganó un lugar preeminente en la historia política del Imperio Romano. Provincia hondamente romanizada y anteriormente sede de una prestigiosa cultura que había acogido a diversos pueblos muy avanzados y desarrollados merced a contactos económicos y culturales desde hacía un milenio al menos, el sur de la Hispania romana brillo con luz propia en las letras y en las artes y no menos en la política. La familia que dio a Roma los «mejores emperadores» («optimi principes»), Trajano y Adriano, que gobernaron entre los siglos I y II de nuestra era, fueron precisamente oriundos de esta región.

Hay que recordar en primer lugar al emperador Trajano, seguramente vástago de una estirpe híbrida, turdetana e itálica, que será para muchos el mejor emperador de Roma por su sabia combinación de vida cívica y militar. El príncipe que expandió la paz de Roma y veló por la prosperidad de un imperio de boyante economía y eficaz administración, Trajano (53-117), nacido en Itálica, representó lo mejor de Roma y así ha sido reivindicado por muchos historiadores. Pero merece especial mención Publio Elio Adriano, nacido probablemente en Itálica en el año 76 de nuestra era, refinado producto de esa sociedad tan sofisticada que hizo del latín el vehículo de su expresión cultural y del legado griego su base retórica y filosófica. Adriano procedía de una familia itálica establecida en la Bética desde el siglo III a.C., es decir, desde la época republicana de la primera incorporación de la península ibérica al orbe romano. Sobrino segundo de Trabajo, que le trató siempre con predilección, ascendió al trono a su muerte gracias al favor de Plotina, la esposa de su predecesor. Se le recuerda por su obra evergética y su munificencia en diversos lugares del imperio, que recorrió como un peregrino de la belleza clásica.

De su época es el comienzo del revival de la cultura griega clásica, sobre todo de la estatuaria y la filosofía, e incluso de la barba «more philosophico» entre los romanos. Cultivó la retórica y también la filosofía, siendo versado en las principales escuelas: familiarizado con el estoico Epicteto –de quien llegó a ser alumno antes de ser emperador– y el escéptico Favorino, además de con la escuela epicúrea, fomentó continuamente el desarrollo de la filosofía romana. Adriano siempre se empeñó en restaurar las glorias de la vieja Atenas, que favoreció y embelleció, y de la cultura helenística visitando el oriente del imperio con especial fruición.

Mitómano empedernido del mundo homérico y de la era de Alejandro Magno, recorrió con su amado Antínoo aquellos parajes que se los evocaban y compuso versos memorables. En efecto, sabemos que tuvo inclinaciones literarias, por lo que cabe acaso incluirle en la nómina de los hispanorromanos que engrandecieron las letras latinas. También supo escribir poesía en griego, alguna de cuyas muestras han sobrevivido en la Antología Palatina, y se le atribuye incluso una autobiografía, que escribió para aclarar su obra de gobierno. El texto no lo tenemos, pero seguramente sea la fuente del autor del capítulo que dedica a su vida la compilación llamada «Historia Augusta». Gran emperador en la política y sofisticado hombre de cultura, con él Roma alcanzará la simbiosis perfecta con Grecia. Los famosos versos que comienzan «animula, vagula, blandula / hospes comesque corporis...», seguramente dictados en su lecho de muerte, un 10 de julio de 138, son el legado último de una personalidad inolvidable.

Los recordaremos en un conmovedor párrafo final de las «Memorias de Adriano», por la escritora francesa Marguerite Yourcenar (1951), la popular autobiografía ficticia del emperador más culto de Roma, en traducción de Julio Cortázar: «Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…». Junto a su predecesor Trajano, no puede faltar su figura reverenciada, y modernamente evocada de forma magistral por la citada novela, en cualquier repaso por los hispanorromanos más destacados. Aquí hemos querido destacar algunos de los aspectos más singulares de su personalidad, sin duda los que se refieren al mundo de la alta cultura en su tiempo.