Cultura

Impuestos

Así provocaron los milmillonarios y la avaricia de las élites la caída del imperio romano

El historiador José Soto Chica publica “El águila y los cuervos”, un revelador estudio donde explica cómo la avaricia de las élites, su resistencia a pagar impuestos y apoyar a la sociedad, acabó con el sueño de una Roma eterna

El disco de Teodosio, del siglo IV, una de las joyas del periodo. Se conserva partido por la mitad, como si fuera una metáfora de Roma
El disco de Teodosio, del siglo IV, una de las joyas del periodo. Se conserva partido por la mitad, como si fuera una metáfora de RomaLa Razónfreemarker.core.DefaultToExpression$EmptyStringAndSequenceAndHash@40deb465

La causa del hundimiento del Imperio romano de Occidente fue la avaricia de las élites, las luchas intestinas que entablaron entre sí para alcanzar el poder y su creciente desapego del Estado, afirmado en la creencia equivocada de que podían prescindir de él y de las garantías que brindaba debido al respaldo que les proporcionaban sus propias fortunas. «En el 425 d. C., las rentas de la vieja aristocracia romana eran altísimas. Una sola familia obtenía 4.000 libras de oro al año, la mitad del presupuesto militar romano. Una suma que conseguían de sus tierras, propiedades y múltiples relaciones comerciales, más otro tercio que percibían en especie. Estamos hablando de un dinero bestial. Y esto sucede cuando el imperio se encuentra en un momento agónico, con las invasiones bárbaras, la pérdida de un cuarto de su territorio y una merma aguda de su población. En quince años ha perdido el 60 por ciento de sus ingresos», explica José Soto Chica. El historiador ha publicado El águila y los cuervos (Desperta Ferro), un revolucionario ensayo sobre el declive y la desaparición del Imperio romano que aporta una renovada mirada y una profunda reflexión sobre las verdaderas causas que condujeron a su final.

La historiografía ha aducido múltiples motivos en el pasado para explicar su derrumbamiento, desde la crisis económica, la caída demográfica, la difusión del cristianismo, la derrota de Adrianópolis o la irrupción de los pueblos germánicos. Pero nadie había reparado con anterioridad en la conducta ética y el comportamiento avaricioso que mostraron la clase senatorial romana y los nobles patricios. «Si me hubieras preguntado hace un decenio, ni siquiera yo te hubiera nombrado los motivos en los que reparo ahora», reconoce José Soto Chica, que se ha ganado el merecido marchamo de ser uno de los grandes especialistas españoles de este periodo con obras como «Imperios y bárbaros» o «Los visigodos. Hijos de un dios furioso».

El examen cuidadoso de la documentación le empujó a reparar en datos que antes habían pasado desapercibidos o a los que no se les concedió la relevancia que poseían. La detenida lectura alentó una intuición que después acabó fraguando en una tesis contundente que ahora expone en este libro de rigurosos contornos y márgenes.

«El Estado pide un esfuerzo a los milmillonarios, pero esta aristocracia no está dispuesta a contribuir y promueve golpes de Estado, apoya a usurpadores o concede su respaldo a los bárbaros, porque, piensan que es más barato pagarles a estos extranjeros y no al Estado para protegerse. Es en este preciso momento cuando se quiebra el Estado. Con anterioridad, estas mismas clases se habían involucrado con Roma y no dudaban en poner a su disposición los recursos que poseían para salvaguardar el Estado, como sucedió durante las guerras contra Aníbal. Esto no sucede en el Imperio romano de Oriente y es una de las razones que explican que sobreviviera mil años más», añade el historiador.

José Soto Chica no es amigo de presentismos, pero tampoco evita las lecciones que nos ofrece el pasado y que deberían enseñarnos a actuar mejor hoy en día. En este momento, en medio de grandes convulsiones sociales, económicas, políticas y bélicas, con una minoría que acapara gran parte de los recursos y el dinero mundial, los paralelismos con lo que sucedió durante la última época de la Urbe Eterna son claros: «Esta aristocracia de millonarios entiende que no es necesario el Estado. Su influencia y poder, están convencidos, garantizan su bienestar. ¿Para qué pagar impuestos a fin de respaldar a la corte imperial y el ejército si puedo pagar a un bárbaro local para que me mantenga en la cúspide social?, reflexionan».

El error que cometen es sustancial y Soto Chica lo subraya: «No se daban cuenta de que las estructuras de un Estado son más complejas que eso. Fue un acto de soberbia por parte de ellos, porque en última instancia el dinero no te protege; quien tiene la fuerza es quien decide. El senador poseía los caudales, pero la espada la esgrimía el bárbaro». El historiador resalta en este punto una de las consecuencias de esa actitud quizá con la intención de ilustrar mucho mejor que las decisiones tienen consecuencias y que el egoísmo también lo pagan quienes lo practican: «El resultado es que los hijos y los nietos de estas clases terminaron acudiendo a la guerra, pero peleando por los bárbaros. No recapacitaron en un punto clave, que el Estado es vital, que la ley es importante y que Roma ofrecía un marco de prosperidad y de intercambio. Roma se perdió por la avaricia y la poca altura de miras de una clase dirigente que abogó por sus intereses particulares». Como colofón, con una mirada sobre los tiempos en que nos desenvolvemos, Soto Chica aduce: «Tenemos que aprender a desconfiar de las élites y a exigir responsabilidades, porque el sentido de la responsabilidad de todos nosotros ha perecido en la actualidad».

El autor, que recupera en este ensayo figuras principales, en ocasiones, rodeadas de cierto halo legendario, como Gala Placidia, Aecio, Valentiniano III o Alarico, precisa su discurso y comenta que «la Historia es la última trinchera de la libertad porque permite ver cosas de otra manera. La Historia es un banco de pruebas de la humanidad y te revela que las cosas se pudieron hacer de otra manera. Durante los siglos IV y V se construyeron las villas más alucinantes de todo el Imperio romano. Eran más grandes, más espléndidas que las de la época de César. En cambio, en el siglo VI ya no se levantan ni anfiteatros».

La cuestión que queda suspendida es el motivo y el historiador mismo responde a la pregunta: «La gente que tiene el dinero no lo pone en el ámbito público para contribuir al progreso de la ciudadanía. Antes el poder dependía de la estima que te tuviera la ciudad, pero ahora lo que prevalecen son los contactos imperiales. Por eso desplegaron ese lujo en las villas, porque es ahí donde recibes a esos contactos. Al mismo tiempo que vemos un mundo en crisis, con una clase media que se hunde, los pobres en crecimiento, vemos a una aristocracia desenvolviéndose en medio de esta riqueza. Esto sucede ahora. Las clases medias –subraya– se empobrecen en Europa y Estados Unidos, pero como el poder ya no se juega tanto en las elecciones, las élites económicas y políticas llegan a acuerdos».

Y Soto Chica introduce aquí una advertencia importante: «Por muy eterno que nos parezca un imperio, se puede venir abajo en poco tiempo. Creemos que no, pero también nuestro mundo puede retroceder».

Otro de los aprendizajes que nos deja esta lectura es sobre el buen y el mal gobierno. «La economía y el ejército son cruciales, la estabilidad social, igual, pero en última instancia las decisiones resultan fundamentales. Gala Placidia era genial, una política de primera, mujer de Ataúlfo, madre de emperador, pero comete el error de anteponer la ambición familiar por encima del Estado. Entre el año 425 y el 435 es cuando se pierde África, que es de donde provenía el sesenta por ciento de los ingresos de Roma. Ella escoge perder ese territorio antes que ceder su poder. Deja que Bonifacio, Félix y Aecio se enfrenten entre sí y liquiden los recursos que le quedan al imperio. Prefirieron que todo fuera mal con tal de mantener el control. Y claro que eran conscientes de lo que sucedería. El padre de Gala Placidia –indica– conocía bien la importancia de África, pero, a pesar de eso, ella promueve este enfrentamiento».

Para el historiador, este «es el punto de no retorno, porque Genserico cruza el estrecho de Gibraltar y se apodera de África. En 439 tomará Cartago y, desde ese momento, Roma es un imperio zombi. No tiene oro para mantener el ejército y sin soldados no puedes defender las provincias, y cuantas menos provincias tienes, menos impuestos y menos dinero... el Imperio romano no cae, se disuelve. Odoacro envía las insignias imperiales a Oriente porque lo que queda ya está allí».

Finalmente, Soto Chica deja una última reflexión: «La ambición no es mala, pero cuando no se adapta a los intereses generales es perjudicial. Las élites de ahora son conscientes de esto, aunque creen que el sistema lo aguanta todo. Eso es lo que pensaba la aristocracia senatorial, que aguantaría su avaricia y su falta de escrúpulos. Y no aguantó. Estamos en este momento. Hay esperanza, pero si no tomamos una decisión colectiva, nuestros nietos lo lamentarán y nos juzgarán por lo que hemos hecho».