Sucesos sin explicación: de la hecatombe de San Andrés al milagro de Hiroshima
Algunos acontecimientos ocurridos a lo largo de la Historia no tienen una explicación clara como los dos que relatamos aquí
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La historia de la Humanidad está ligada también al dolor y el sufrimiento en grado sumo, como sucedió durante la hecatombe registrada el 24 de noviembre de 1248, víspera de la festividad de Santa Catalina, en la desaparecida ciudad de San Andrés, situada a sólo siete kilómetros de Chambéry, en el condado de Saboya. Un auténtico horror constatado de modo fehaciente en los anales de Saboya, pero que muy pocos recuerdan ya hoy en día. Sucedió entonces que Jacques Bonivard, consejero del conde de Saboya, logró mediante la mentira y todo tipo de argucias y engaños que su señor y el papa Inocencio IV le concedieran el priorato de San Andrés. Para celebrarlo, este hombre perverso, esta especie de Anticristo organizó un suculento festín para sus amigos, seguido de orgías y otros banquetes para festejar también la despiadada expulsión de una comunidad entera de monjes que eran los legítimos dueños del monasterio.
Aquella tarde del 24 de noviembre el tiempo era agradable, el aire en calma, las estrellas parpadeaban en el cielo. Jacques Bonivard había reunido a muchos y alegres invitados. La comida era suntuosa y el vino y los licores, mezclados con blasfemias y risas sardónicas, fluían a mares... ¿Qué sucedió a continuación? En medio de la noche, como en el bíblico «Día del Señor», se desprendió de repente un peñasco de unos ochocientos metros de extensión proveniente del monte Granier. Antes de que los comensales pudiesen levantarse de sus confortables sillas y tuviesen tiempo de gritar de angustia, quedaron sepultados vivos. La ciudad de San Andrés, cinco aldeas, toda una región habitada por seis mil habitantes fueron engullidas por el abismo. Solo los monjes del priorato, expulsados violentamente por Jacques Bonivard, vivieron para contarlo, refugiados en la capilla de Notre Dame de Myans. Lo registrado al pie de la colina de San Andrés constituye uno de los escenarios más tétricos de nuestra historia, más dantesco incluso que el conmovedor relato del diluvio universal. No en vano, en tiempos de Noé algunos hombres tuvieron tiempo de percatarse del cataclismo y pudieron arrepentirse antes de perecer.
El «Día de Yahvéh» o «Juicio de las naciones», como se denomina a la segunda venida de Cristo a la tierra en las Sagradas Escrituras, recordará también más que el diluvio en tiempos de Noé al devastador hecho registrado en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki durante la Segunda Guerra Mundial. La Iglesia evoca desde entonces un episodio documentado por historiadores y médicos, conocido desde entonces como «el milagro de Hiroshima». Sucedió el 6 de agosto de 1945, hace ahora setenta y siete años, durante la fiesta de la Transfiguración de Jesús, cuando cuatro sacerdotes jesuitas alemanes sobrevivieron de milagro al demoledor impacto de la bomba «Little Boy», lanzada sobre Hiroshima.
En la casa parroquial
Los jesuitas Hugo Lassalle, superior de la orden en Japón, Hubert Schiffer, Wilhelm Kleinsorge y Hubert Cieslik se encontraban en el momento de la explosión en el interior de la casa parroquial de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, cuya construcción se mantuvo en pie. Uno de los sacerdotes celebraba la Eucaristía en aquel preciso instante. El padre Hubert Cieslik anotó en su «Diario» que sólo sufrieron heridas leves como consecuencia de la rotura de algunos cristales, pero ninguno de ellos por causa de la energía atómica liberada por la bomba.
Los médicos que los atendieron poco después les advirtieron, como es natural, de que la exposición a la radiación les causaría lesiones graves de por vida, e incluso la muerte prematura. Pero el pronóstico jamás se cumplió. Ninguno de los cuatro jesuitas desarrolló trastorno alguno. De hecho, más de treinta años después de la escabechina en la que perdieron la vida aquel día alrededor de setenta mil personas en Hiroshima, además de las miles de víctimas afectadas luego por la radiación, cifradas en unas doscientas mil hasta 1950, el padre Schiffer acudió al Congreso Eucarístico de Filadelfia, en Estados Unidos, y confirmó que los cuatro jesuitas estaban aún vivos y sin ninguna dolencia.
Examinados por decenas de médicos distintos en más de doscientas ocasiones a lo largo de los años, no se halló en sus organismos rastro alguno de la radiación. Los cuatro religiosos nunca dudaron de que habían gozado de la protección divina y de la intercesión de la Virgen: «Vivíamos el mensaje de Fátima y rezábamos juntos el Rosario todos los días», explicaron. Y es que los milagros, por el mero hecho de serlo, jamás pueden contemplarse a la exclusiva luz de la ciencia.