El laberinto de la Historia

Nostradamus, de carne y hueso

Casi todo el mundo ha oído hablar de él, del profeta más célebre de todos los tiempos, pero son pocos los que conocen a fondo su vida y, muchos menos, su obra

Nostradamus
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Para muchos es el profeta más célebre de todos los tiempos. Aludimos a Michel de Nôtre-Dame (1503-1566), paisano del abate Eugène de la Tour de Noé, el cual fue bendecido por el Papa León XIII en 1893, y más conocido por el sobrenombre latino que él mismo se concedió: Nostradamus. Compuso las llamadas «Centuries» (Centurias), proféticas recogidas en veintidós volúmenes. Casi todo el mundo ha oído hablar de él, pero son pocos los que conocen a fondo su vida y, muchos menos, su obra. Paradoja sencilla de entender, si se repara en que Nostradamus emplea un lenguaje alegórico que a veces recuerda al de la misma Biblia repleto de neologismos creados por él mismo a partir de raíces latinas, griegas, españolas, celtas o provenzales, además del uso de apócopes, metátesis y anagramas. Un verdadero laberinto de acertijos, a veces incomprensibles.

Explicaba él, en una carta al rey de Francia Enrique II, de quien predijo por cierto su trágica muerte, la verdadera razón de sus textos tan crípticos y misteriosos: «Para proteger el secreto de estos acontecimientos, conviene emplear frases y palabras enigmáticas, aunque cada una tenga un significado concreto», advertía.

De pequeño, Michel aprendió astrología y matemáticas de sus abuelos, y su temprano conocimiento de estas ciencias le llevó a manifestar por escrito, años después: «Todo está regido y gobernado por el inestimable poder de Dios, que se manifiesta no en medio de furores báquicos, sino en las relaciones astrológicas».

El hecho probable de su ascendencia judía, de la tribu de Isacar en concreto, explicaría su dominio de la cábala. Noveno hijo de Jacob y quinto de Lea, Isacar se convirtió en el progenitor de su tribu, que ocupó un territorio en el norte de Palestina, al sudoeste del Mar de Galilea.

Al igual que Tola, uno de los denominados «jueces menores», o que Baasa, el rey de Israel sucesor de Nadab, el profeta Nostradamus descendería de la misma tribu de Isacar, solo que su familia acabó convirtiéndose al cristianismo, lo cual no fue óbice para que él creara horóscopos, almanaques y hasta confituras y coloretes para las damas; o incluso para que llegase a prestar dinero con usura a soñadores como Adam de Craponne, el ingeniero del primer canal de la Crau, en la región francesa de Provenza-Alpes-Costa Azul.

De joven se interesó por la medicina y obtuvo el título de doctor en Montpellier. Pero, antes de eso, con veintidós años, curó a numerosos enfermos de peste bubónica a raíz de la epidemia declarada en las regiones de Narbona, Toulouse y Burdeos. En cambio, fue incapaz de sanar a su propia mujer y a sus dos hijos, lo cual le sumió durante algún tiempo en una profunda depresión.

Instalado finalmente en Marsella, contrajo segundas nupcias y emprendió la redacción de «Las Centuries», cuya primera edición se publicó en 1555 en Lyon, compuesta por trescientas cincuenta y tres cuartetas o poemas de cuatro versos cada una. Tras sucesivas reimpresiones, la última edición de la obra se publicó en vida del autor, ampliada a novecientas cuarenta y dos cuartetas agrupadas en diez centurias.

Muerte violenta

Pocos saben que Nostradamus predijo la muerte violenta de Enrique IV, rey de Francia y de Navarra, quien presentaba ya algunos rasgos físicos que caracterizarían a sus descendientes: prognatismo inferior y la que se dio en llamar «nariz borbónica», apéndice de notable prominencia. Mientras los astrólogos hacían cábalas sobre el final del monarca, Francisco Ravaillac tomó la delantera y atravesó el pecho de éste con un cuchillo de doble filo el miércoles 14 de mayo de 1610.

Algunos astrólogos de la época ya habían vaticinado que la vida del monarca corría peligro de muerte. Cierto que uno de los más renombrados, La Brosse, no supo anticipar la fecha exacta del crimen, pero tampoco lo es menos que era «vox populi» ya entonces que 1610 constituía el año climatérico del reinado.

En Alemania, desde 1607, se predecía en un libro la muerte trágica del rey con 59 años cumplidos; libro, por cierto, que una vez introducido en Francia fue secuestrado y reducido a cenizas por orden del Parlamento de París. En España, sin ir más lejos, el teólogo Oliva había establecido la defunción de Enrique IV para 1609.

A esas alturas, muchos repararon demasiado tarde en una cuarteta de Nostradamus, que decía así: «Cinco décadas y siete no frenarán la carrera/del gran león céltico, cuando un joven león/con su leona, recurriendo a la Osa/furtivo, de su rival cortará el huso». Nostradamus había profetizado así aquella muerte violenta.

EPITAFIO AL PROFETA

Nostradamus, el astrónomo cuya sonora celebridad le granjeó el favor de Enrique II de Francia, quien le introdujo en su corte, o el del también rey Carlos IX, de quien fue consejero y médico personal, había fallecido 44 años antes del brutal regicidio, el 2 de julio de 1566, a la edad de 62 años. Sobre su sepulcro se esculpió un epitafio en latín, que traducido al castellano dice así: «Aquí descansan los restos mortales del ilustrísimo Michel Nostradamus, el único hombre digno, a juicio de todos los mortales, de escribir con pluma casi divina, bajo la influencia de los astros, el futuro del mundo». Antes de su muerte, había vaticinado también, en un prólogo a sus «Centuries», una «renovación de siglo» en 1792, justo el año en que se derrumbó la Monarquía en Francia y se proclamó la República, tras la Revolución Francesa.