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Alcalá de Henares, una «colonia soviética» en la Guerra Civil

La ciudad era una tradicional plaza castrense y un importante centro de comunicaciones de la capital con la periferia
El presidente de la República, Manuel Azaña, con el presidente del Consejo de Ministros, Juan Negrín, recorren el frente en la provincia de Guadalajara
El presidente de la República, Manuel Azaña, con el presidente del Consejo de Ministros, Juan Negrín, recorren el frente en la provincia de GuadalajaralarazonEFE/Aguayo

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Alcalá de Henares, donde había fracasado la sublevación militar en julio de 1936, era una tradicional plaza castrense y un importante centro de comunicaciones de la capital con la periferia. La Primera Brigada Mixta al mando de Enrique Líster estableció allí su sede.
Con el inicio de la Batalla de Madrid, en noviembre de 1936, la ciudad acogió a las tropas de reserva de las Fuerzas que defendían la capital a las órdenes del general José Miaja. Ese contingente de reserva se componía del medio millar de milicianos que Valentín González, apodado «El Campesino», había llevado consigo hasta Alcalá desde el frente de Somosierra, al que se agregaron alrededor de dos mil soldados procedentes de la Agrupación de Madrid y del Regimiento de Carros de Combate, principalmente. Parte de esos efectivos asentados en Alcalá de Henares iría entrando en combate para defender Madrid.
Al mismo tiempo, Alcalá era la sede del Cuartel General del Ejército del Centro dirigido por el general Sebastián Pozas, asesorado por su homólogo soviético Grigorij Kulit, alias «Kupper». Ya a mediados de agosto de 1936, había llegado al aeródromo alcalaíno un grupo de pilotos soviéticos recibido con todos los honores por el agregado militar de la Embajada rusa, Boris Svieshnikov.
Aquel mismo mes se creó la Escuela de Vuelo y Combate en el aeródromo, cuya jefatura ejercían en la práctica asesores soviéticos, especialmente tras la recepción, en octubre, de los primeros aviones procedentes de la Unión Soviética.
La presencia de Paulov como instructor de la Brigada de Tanques era otra importante muestra de la gran influencia rusa en una localidad a la que Hugh Thomas consideraba con toda razón como una auténtica «colonia soviética». No era extraño así que el general soviético Alexander Orlov hubiese elegido Alcalá de Henares para hacer desaparecer a Andreu Nin, el líder del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM).
El casco histórico de la ciudad había evocado al poeta Miguel Hernández, miliciano del batallón de «El Campesino», a su pueblo natal de Alicante, según confesaba a su novia por carta el 19 de noviembre de 1936: «Sigo en Alcalá de Henares, que se parece mucho a Orihuela. Hay columnas y conventos por todas partes y aquéllas me hacen recordar la columna del cuartel oriolano que no se borrará nunca de nuestro pensamiento. Si fuera de permiso, te llevaría una cajita de almendras en dulce –que aquí llaman garrapiñadas–, que son de muy buen paladar».
Alcalá albergaba un rosario de conventos: San Bernardo, Catalina de Siena, Nuestra Señora de la Esperanza, los Caracciolos, Corpus Cristi, Santa Úrsula, San Basilio Magno, Las Agustinas, y San Juan de la Penitencia. Todos instalados desde hacía siglos en el cuadrante monumental de la ciudad, formando una de las mayores concentraciones de oración del mundo.
La antigua Compluto de los romanos, situada a 587 metros de altura sobre el nivel del mar, que tomó su nombre por la confluencia de las aguas («compluere»), había sido ya escenario del primer derramamiento de sangre bajo Daciano, a principios del siglo IV, en las personas de dos inocentes niños de sólo siete y nueve años llamados Justo y Pastor, cuyo martirio ya había cantado Prudencio.
Siglos después, en la misma ciudad que vio nacer a Manuel Azaña y que éste visitó en noviembre de 1937 acompañado del jefe de Gobierno republicano, el socialista y médico Juan Negrín, y del ministro de Defensa, el también socialista Indalecio Prieto, otros muchos infelices eran también martirizados como Andreu Nin.
Invitado a pasar revista a las tropas y a presidir el desfile en la Plaza de Cervantes, Azaña recogería luego en sus «Memorias» la impresión que le causó entonces la villa alcalaína: «Entramos en Alcalá –recordaba él–. Las puertas de San Justo, de par en par, dejan ver, vacío, el sitio que ocupaba el sepulcro de Cisneros. Era una obra muy buena. La aviación de los rebeldes la ha destruido y gran parte de la iglesia. Por la calle mayor, llegamos a la plaza, atestada de tropas. El pueblecito me parece más triste, más pobre, abandonado como nunca lo estuvo (...) En el otro extremo de la plaza me detengo unos segundos, para darme cuenta del destrozo de Santa María. Los bombardeos han convertido en solar la antigua capilla ‘del oidor’, que estaba en un ángulo de la iglesia, un poco fuera de la planta general (...) Después de la revista, desfile, que presenciamos desde un balcón de la calle de los Libreros...”.
Alcalá de Henares estaba así cargada de historia, buena y mala.