Ciudades sumergidas: ¿Acabará Nueva York en el fondo del mar como La Atlántida?
La Gran Manzana se hunde cada año dos milímetros: en la memoria están los mitos de Venecia, Alejandría o La Atlántida y maldiciones a la desmesura de los hombres como Babilonia
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Nueva York se hunde. La noticia emergió de los periódicos estos días como si hubiera sido sacada de un libro sagrado de la antigüedad. Y es que a veces, en estos tiempos postpandémicos y casi apocalípticos, las noticias de los medios –política, sociedad, ciencia….– muchas veces se entienden y se explican mejor desde la base de la mitología y del pensamiento arcaico que desde los parámetros lógicos de nuestra sedicente modernidad racional. ¡Cuán de actualidad está el mito para entender nuestro presente! La historia y los clásicos nos ayudan, y la leyenda de la Atlántida o el halo legendario de Troya o Alejandría están en nuestra retina cultural cuando leemos estas últimas noticias del pasado de la humanidad en las novedades acerca de Nueva York. En la historia mítica, en efecto, existe un modelo de ciudad primordial que queda indefectiblemente sumergida en las aguas de la historia y de la leyenda. Tal es el caso de la ciudad de los orígenes, que se contrapone a veces con la ciudad del cielo. Muchas veces es el peso de su maldad el que hace que esta ciudad terrenal quede convertida en subterránea o submarina. En el caso de la noticia reciente, parece que el peso de sus 764 mil millones de kilos están hundiendo la Gran Manzana en el estuario del Hudson irremisiblemente y que la opresión sobre la vieja isla de los indios Manhattoes no puede aguantar más el peso de los cimientos, del metro, de los rascacielos y túneles que la surcan por doquier. Muy otra es la ciudad de los cielos, el paraíso prometido, la Jerusalén celestial, que es como una Shambala o una Calípolis, una especie de urbe perfecta y utópica, que se sitúa en un más allá dorado y bienaventurado, el no-lugar áureo donde seremos siempre felices, en una República platónica y mejorada. Son estos arquetipos de la historia del pensamiento los que vienen a la memoria en estos momentos, ante la rompedora información publicada el pasado mayo por las informaciones de los geofísicos norteamericanos publicadas en “Earth’s future” y de las que han hecho eco los medios.
La memoria colectiva ha guardado los recuerdos de ciudades fundidas en el pasado, sumergidas por las arenas, submarinas, subterráneas o del desierto. Así, en el panorama nuestro del continuo apocalipsis climático, pandémico o astronómico que nos agobia, las noticias sobre la crecida de las aguas que sumergirá varias ciudades imponentes nos llegan cíclicamente. Muchas otras son las ciudades que amenazan ruina en la inminencia de los años o quizá siglos venideros. No podemos dejar de pensar en este modelo legendario. Así sucede con Venecia, siempre melancólica y displicente, una ciudad de ensueño surcada por canales irreales y de la que siempre se dice que está a punto del colapso. Sus pilares antiguos y protobizantinos se van también sumergiendo lentamente en las arenas del fondo de su estuario, como ciudad en eterna decadencia. Y la afluencia de turistas no puede ocultar un declive trágicamente viscontiniano, el que sufren sus habitantes que tienen que marchar al exilio. Acaso la woodyallenesca Manhattan puede sufrir un destino similar que recuerda también a la vieja Alejandría, casi enteramente sumergida a los pies de la nueva. Cuánto recuerda Alejandría, la antigua metrópoli cosmopolita de los Ptolomeos, a Nueva York. Ambas fueron fundadas con los colonos holandeses que, de manera muy ladina, compraron por muy bajo precio a los nativos americanos locales la isla de la que sería su Nueva Amsterdam, entre presagios de su religión puritana que auguraban una meca del comercio y de la ética protestante del trabajo que desembocaría en Wall Street. Cuenta Plutarco que cuando Alejandro trazó con harina las murallas de su más ilustre Alejandría, las aves vinieron a comérsela: ante la desazón del monarca, los adivinos profetizaron que era una buena señal, la de que la ciudad atraería bandadas innúmeras de humanos de todas las razas que harían de su ciudad el centro de la riqueza y la cultura en lo venidero. Y sin embargo se hundió. La arqueología submarina pugna por rescatar de las aguas los hitos de la ciudad misteriosa de la Biblioteca y el Museo, del sepulcro de Alejandro y el Faro, y la corniche actual se levanta sobre la vieja ciudad sumergida.
Otras muchas ciudades primordiales de la historia y el mito quedaron anegadas por las aguas o sepultadas por un mar de fuego. Recuerda a Solón un anciano sacerdote egipcio –¡Oh Solón, Solón, los griegos sois unos niños!– en el Timeo de Platón, justo antes de contar el mito de la Atlántida, que aunque creamos que hubo solo un diluvio o una gran conflagración apocalíptica que destruyó nuestra ciudad del pasado en realidad fueron muchas y son cíclicas. Olas del fuego, como las que destruyeron por sus muchos pecados las bíblicas ciudades de Sodoma y Gomorra, se han repetido, sugiere el egipcio, alternando con cataclismos acuáticos. También fueron sus faltas y la soberbia de sus gobernantes lo que hizo queda Atlántida platónica quedará enterrada en el limo o fango submarino de un lugar irreal, que acaso conocía la mente del Platón, y que se ha querido localizar alternativamente en el mar de los Sargazos, el estrecho de Gibraltar, las marismas de Doñana, o en la parte sumergida de la isla de Thera, entre otras localizaciones todavía más fantasiosas. No sabemos si es el peso del pecado primordial, de la ruptura de un viejo tabú o acaso del colapso del tardocapitalismo de Wall Street, lo que va a hundir definitivamente la ciudad de los sueños neoyorquinos.
Pero la gran isla de los Manhattoes, aquella que fue adquirida a cambio casi de baratijas por los pioneros holandeses –también comparable a la geoestrategia visionaria del fundador de Constantinopla, el gran Constantino, como rompeolas y gran metrópoli de la tardoantigüedad–, tiene todas las trazas de acabar como aquella gran ciudad imperial. En la narrativa mítica, la caída de la ciudad orgullosa y desmesurada erigida por mano humana, tras asediada, vilipendiada o hundida por plagas tremendas, sucede a menudo tras haber pretendido ser el centro del mundo. Que acaba convirtiéndose en una de sus reliquias. Y es que estos son los problemas, en la narrativa arcaica, de querer convertir una ciudad artificial en el “axis mundi” o eje del mundo frente al poderoso pensamiento mítico y sagrado. Que estará destinada a perecer sin remedio. Frente a otros ejes del mundo, otras concepciones de lugares sacros y centrales en la geografía mítica de la historia antigua –como el Monte Sagrado, por ejemplo, el monte sagrado, desde Sión al Kailas, como el Árbol Sagrado, como el Ygrasil de los nórdicos– la ciudad erigida por manos humanas está siempre maldita y se hundirá sin remisión. La ciudad te persigue, como quería Cavafis. Porque también el intento humano de alcanzar las alturas ontológicas, desde Babilonia, los Zigurat o la Torre de Babel bíblica, está destinada al fracaso. Pensamos en las arquitecturas oníricas de las ciudades perdidas, sumergidas y arruinadas de los grandes antiguos en la obra delirante de H.P. Lovecraft, siempre amenazantes. El afán de construir unas arquitecturas desafiantes que pretende ascender al Olimpo o a los cielos indefectiblemente termina mal. No sigamos adelante. Este es el trasunto mítico-histórico de la noticia del hundimiento de la Gran Manzana. Quizás solo sobreviva Queens, Brooklyn, Hoboken y esos barrios o boroughs que se arraciman en derredor de la gran isla. Altamente simbólico es leer la noticia de la Nueva York sumergida a la luz del relato de la Atlántida en el Timeo o el Critias de Platón: quizás en un futuro, desde la atalaya privilegiada de sus alrededores, se pueda observar el vacío dejado en su lugar tras ser sepultada para siempre por el consabido cataclismo cósmico, y observar el brazo simbólico de la Estatua de la Libertad, como en la mítica versión de 1968 de “El planeta de los simios”. En fin, como siempre, nada más moderno que lo arcaico. Como decía Péguy, Homero es joven cada mañana y no hay nada más viejo que el periódico de hoy.