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Historia
Convencer o morir: retórica y política de la China clásica para nuestro tiempo
El latinista Juan Luis Conde instruye en su obra sobre la retórica de la antigua China, un capítulo de la historia ignorado pero necesario

“Hacia 1916 resolví entregarme al estudio de las literaturas orientales. Al recorrer con entusiasmo y credulidad la versión inglesa de cierto filósofo chino, di con este memorable pasaje: “A un condenado a muerte no le importa bordear un precipicio, porque ha renunciado a la vida.” En ese punto el traductor colocó un asterisco y me advirtió que su interpretación era preferible a la de otro sinólogo rival que traducía de esta manera: “Los sirvientes destruyen las obras de arte, para no tener que juzgar sus bellezas y sus defectos.” Entonces, como Paolo y Francesca, dejé de leer. Un misterioso escepticismo se había deslizado en mi alma.”
¿Cómo traducir desde lenguas y culturas lejanas gestos o palabras que constituyen la idiosincrasia de aquellas? En nuestra proverbial y culposa incuria general con respecto a la cultura china, deberíamos estar mucho más atentos a sus clásicos, tal y como desde China cada vez nos conocen mejor por haber estudiado a los nuestros: seguro que ahí ya leen bien a Aristóteles y entienden su ethos, logos y pathos o controlan a los romanos con su res publica y captatio benevolentiae. Pero nosotros, ¿cómo manejamos dào, yin o shuì? ¿Sabemos de qué hablamos cuando hablamos de retórica china? ¿Somos conscientes de qué ventajas decisivas nos puede dar a la hora de hablar y escribir? Sus escuelas de pensamiento y retórica son fundamentales: se podría decir que la historia de Oriente pasa períodos moralistas y legalistas, tal y como alguien habló de períodos platónicos y aristotélicos en la de Occidente. Todo ello conforma un conocimiento global al que no debemos ser ajenos por más tiempo. Contrapuesto al clasicismo grecolatino, que ha conformado la manera de ser y de actuar en Occidente, la retórica china marca un camino alternativo y complementario que ayuda a comprender mejor el arte de la persuasión y al propio ser humano.
Es curioso pensar en la vigencia de la idea de Jaspers de la “era axial”: hay un periodo fundacional de revolución sapiencial que se da casi simultáneamente en Oriente y Occidente, no solo en la filosofía y la ciencia, sino también en la retórica: el carácter modélico de lo clásico en ambas latitudes es evidente y por cierto se centra en la preeminencia de la palabra viva. Así, el periodo fascinante del crepúsculo del mundo clásico chino, en el alba del imperio Qin, admite no pocos paralelos con el esplendor y la crisis de la época tardorrepublicana de Roma que precede a Augusto (también cabría añadir, antes, el mundo helenístico, para el que Alejandro y su maestro Aristóteles sirven de cesura): entre guerras y turbulencias se atestigua un caldo de cultivo fantástico para la retórica, la literatura, el arte y una nueva sensibilidad que marcará el mundo en lo porvenir.
La historia de la retórica china en la época clásica, la que media entre los Reinos combatientes y la dinastía Qin, es un capítulo fascinante de la historia de la cultura al que se dedica ahora el libro "Convencer o morir" (Arpa), del latinista Juan Luis Conde, que nos instruye sobre ese otro clasicismo, tan ignorado entre nosotros como necesario. Conde esboza un fresco portentoso, el de la pugna casi mitológica entre consejeros y emperadores, tigres y dragones, potentados y funcionarios que, entre legalismo y confucianismo, defendieron una vía intermedia. Nos sorprenderemos de lo mucho que podemos aprender de ello: en breve, cómo hacer valer, aún hoy, el saber frente a la fuerza. Ciertamente no es este simplemente un libro anticuario que trate sobre China o un ejercicio comparatista con el mundo occidental. Es mucho más relevante para nuestro interés actual por cuanto supone un auténtico “tratado de mano izquierda”, una propuesta que hay que entender en la línea de libros anteriores y ejemplares de Conde sobre lenguaje y manipulación, de la Roma antigua a hoy, como La lengua del imperio o Armónicos del cinismo. En esta ocasión, se centra básicamente en tres autores clave para la relación entre lenguaje y poder en la China antigua: el libro de Guiguzi, o Maestro del Valle de los Fantasmas (s. IV a.C.), los Anales de Lü Buwei y la obra de Hanfeizi (ambos del s.III a.C.).
El primer autor, que Conde trata en la parte central del libro, es Guiguzi, que se sitúa entre el periodo de Primaveras y Otoños y el de los Reinos Combatientes (quizá en torno al s. V a.C.). Una idea clave de este primer tratado retórico de China es “primero convencer y luego hablar”, en paralelo al Arte de la Guerra de Sunzi (“Los guerreros victoriosos primero ganan y después van a la guerra”), mientras que la idea de usar el ímpetu del interlocutor para derribarlo, recuerda al arte marcial del Shuaijiao. Pero Conde destaca ante todo su utilidad para la negociación interpersonal, como estrategia conversacional de persuasión, especialmente con los poderosos: "la retórica europea es la ciencia y el arte del monólogo, de la plática e ininterrumpida, del discurso en sentido estricto; tal como la expone el Maestro del Valle fantasma, en cambio, la retórica china no adiestra tanto a persuadir al auditorios que escuchan en silencio una perorata como a interlocutores individuales que intercambian parlamentos“ (p. 177). Una idea clave es el concepto de shuì, para cuya traducción se han devanado los sesos los especialistas occidentales (la p. 82, recuerda al pasaje de Borges sobre la sinología): “persuasión”, “discurso”, “aclaración”, “consejo” o “ayuda”. La clave es siempre la adecuación al momento y a la persona: como dirían los retóricos griegos, el kairós y la polytropía. Su obra, casi subterránea, fue polémica y perseguida por su impugnación algo subversiva de algunos principios autoritarios posteriores.
El segundo autor es el señor Lü, un fascinante personaje que fue mercader e intrigante en la época final de los reinos combatientes y que aupó al poder a su protegido Zichu, un príncipe exiliado, al trono del reino de Qin, del que a su muerte fue regente, allanando el camino para que el joven Qin Shihuang (el futuro Primer Emperador Augusto y quizá hijo suyo) fundara el imperio en 221 a.C.: tras su caída en desgracia, acabó forzado a suicidarse. Este hábil consejero, también famoso por haber compilado una variada enciclopedia de saberes. propone estrategias indirectas para hablar con el interlocutor de lo que él no quiere hablar y diserta sobre por qué caen en un saco roto los buenos consejos y se siguen los malos, desplegando estrategias en un dao (p. 61, en griego methodos), para lograr que el poderoso sienta los afectos oportunos antes de decidir en el sentido que queremos. Su obra cayó en desuso tras su muerte, pero fue recuperada por la dinastía siguiente. En su crónica hay que reflexionar sobre la idea de yin, quizá “apoyarse” o “adaptarse”, una técnica que el señor Lü describe como “seguir la voluntad del oyente para guiarle y persuadirle”, en otra prueba de kung-fu retórico.
En tercer lugar, y con un peso de excepción, se aborda al filósofo Hanfeizi, el teórico sobre el gobierno autocrático más influyente de su tiempo, hasta el punto de que el primer emperador, tras dejar caer a Lü, adoptó sus principios para su imperio. Este “Maquiavelo chino”, como a veces se le llama, dio base teórica al efectivo pero brutal totalitarismo de Qin Shihuang, con sus hitos de legislación, construcción y organización imperial. Fei –tartamudo, según es fama, como Demóstenes– clasifica a los consejeros como “tigres”, peligrosos y acechantes para su señor, o bien “manos” para el rey por su utilidad. Este, en cambio, es como un “dragón” dormido al que hay que apaciguar y suavizar, pero que, si se le toca la escama indebida, puede estallar en furia destructiva. Hay pasajes verdaderamente fantásticos como el que expresa la impotencia de la palabra y de la vanidad de toda literatura (152-153). En su teoría del déspota ilustrado –que hubiera sido el sueño secreto de nuestro siglo de las luces– asoma la distopía totalitaria de una sociedad de delatores con una intensa red de espionaje en la que todos espían a todos. Su pensamiento fue una bomba de relojería en la tradición que no solo precipitó la condena a muerte de su condiscípulo Lü Buwei, sino la gran purga de libros clásicos y matanza de intelectuales para fundar un “mundo feliz”. Pero Fei también acabó cayendo en desgracia y siendo ejecutado, junto con su hijo, cruelmente (sobrecoge la nómina de consejeros ejecutados de formas espeluznantes en el libro centrado, por cierto, en la figura del shì, hidalgo intelectual errante, que se maneja entre la pluma y la espada).
En estos tres autores se condensa en su plenitud la retórica como arte marcial y ejemplo máximo de eficacia, en paralelo al Arte de la Guerra. Por eso acaso el sinólogo francés Jullian hablaba de “antirretórica” china (p.114), pensando que estaba en las antípodas mentales de la retórica occidental. Sí, quizá en algunos detalles, pero desde luego no en lo que los griegos llamaron kairós (otra posible manera de traducir el shuì de Guiguzi). Por ejemplo, otra idea importante de Hanfeizi de traducción complicada es shù, una de las dos vías para el poder absoluto, junto con la de la legislación. Se puede entender como “vía” o “camino” y “método”, pero evolucionó hacia la idea de “destreza”, “arte”, “técnica” o, directamente, “política”. Conde la entiende como una refinada estrategia de manipulación, que se desgrana en sus siete técnicas para un soberano implacable (especialmente interesante en la política y la empresa de hoy, tanto para aplicarlas como para desactivarlas).
La persuasión china, en suma, es más tácita que de convicción, matices con los que Conde, que bebe también de la retórica occidental, propone su contrapunto en una retórica global, esbozando gracias a los autores chinos lo que constituye todo un “tratado de mano izquierda”, el concepto castellano que sirve para traducir esta “antirretórica”: es decir, cómo lidiar con quien es más poderoso que uno y que, de hecho, puede suponer una amenaza (incluso física) para el interlocutor débil. Cierto que la retórica grecorromana nos es más familiar, con un orador convence a una multitud, en la plaza pública, en alta voz y con gestos ampulosos (imaginamos a Cicerón ante el Senado o el tribunal), mientras que en la oriental es un consejero o primer ministro que habla ante uno solo, el todopoderoso emperador, al que se acerca con pasos muy medidos, hablando en voz baja y casi susurrada, con gestos contenidos (imaginamos a Hanfeizi ante el emperador Qin Shi Huang). Como subraya Conde, esta antirretórica manipuladora también existió en occidente. De hecho, si pensamos en los poderosos eunucos de los emperadores tardorromanos y bizantinos, los validos de los reyes europeos o a los visires del mundo islámico, el personaje que se mueve a la sombra del rey parece el verdadero poder (Olivares, Mazarino, Talleyrand…). A menudo estos personajes acaban defenestrados, pero, si son lo bastante astutos, sabrán sobrevivir y cambiar de bando. Las más de las veces serán ellos los que muevan la batuta política y el reloj de la historia. Por supuesto que las estrategias y técnicas son muy diferentes también, pero ambas incluyen el control del espacio, la voz y los gestos, el perfil interesado del carácter del orador, el dominio del tema o el uso de las emociones que tienen que envolver al objeto de persuasión para que haga o piense lo que uno quiera. Se ha de combinar la idea china de efectividad con la panoplia de recursos activos del mundo grecorromano: en el mundo chino se enseña a moverse entre bambalinas y los caminos sinuosos para hablar de una cosa sin hablar de ella, un “no hacer” o un “dejar hacer” que encuentra interesantes paralelos en el Tao.
El libro concluye con una interesantísima indagación en la inexpresividad como forma de expresión en Oriente. Como los estoicos, el control de las emociones fue esencial en esta retórica, basada en no delatar a nadie lo que uno está pensando, ya sea el consejero o el rey, “un dios inescrutable”. Teoriza Conde sobre la inexpresividad cultural china como una herencia acaso de estos clásicos de la antirretórica, un hábito heredado, al modo darwiniano, que fue adquirido gradualmente y ahora parece innato (tal y como ocurrió con la gestualidad clásica aquí). Hasta tal punto nos marcan los clásicos que casi se diría que nos han marcado genéticamente: "los clásicos contribuyen a la modificación de la especie, intervienen en el proceso evolutivo creando nuevas familias zoológicas, nuevas subespecies del Homo sapiens sapiens: hay subespecies con los clásicos europeos en sus genes y subespecies con los clásicos chinos.” (175-176).
En suma, que la vía clásica comparativa es esencial y la retórica como escuela de pensamiento ha de ser reivindicada siempre, como hace hoy la Sociedad Española de Retórica (se-ret.org), de la que Conde es un decidido impulsor. Pero, para terminar, insisto en que ahora la “ventaja evolutiva” de Oriente es que allí sí que han decidido conocer bien a nuestros clásicos, desde la retórica de un Aristóteles a los gestos de un Cicerón. Nosotros, por la cuenta que nos trae, deberíamos aprender de la retórica china y conocer a estos autores y sus lecciones: no sólo para triunfar en la política o los negocios con Oriente, sino simplemente por tener la perspectiva completa (por no hablar de cosas más prosaicas como pedir un aumento de sueldo o tratar los poderosos “con mano izquierda”). Por eso creo que este libro de Conde es importante, e incluso imprescindible, para nuestra cultura.
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