Buscar Iniciar sesión
Sección patrocinada por
Patrocinio Repsol

Cuando Ramiro II rodó cabezas en Huesca

Se saltó la ley haciéndose con la corona tras la muerte de su hermano, y su gran ocurrencia fue acabar con los nobles: los mató personalmente a todos
José Casado del Alisal retrató en 1880 «La campana de Huesca»
José Casado del Alisal retrató en 1880 «La campana de Huesca»Archivo

Madrid Creada:

Última actualización:

Pensaban que un monje dedicado a la meditación y la oración, a las obras pías, no tendría la mano firme para las cosas mundanas y de gobierno. Los nobles aragoneses necesitaban un títere que les permitiera abusar del país. Se saltaron la ley y traicionaron la palabra dada y la buena fe de Ramiro II El monje. Pero el nuevo rey, tras comprobar que el juramento de fidelidad era papel mojado, les cortó la cabeza y las colocó en círculo en lo que hoy se conoce como la Sala de la Campana, en Huesca. Quizá Ramiro II tenía la mecha muy corta y dijo aquello de «van a rodar cabezas», pero nadie duda de que esos nobles eran mala gente. Esta es la historia.
Corría el año 1134 en el reino de Aragón. Había muerto Alfonso I el Batallador, hombre de armas tomar, que se hizo llamar «emperador de todas las Españas». De hecho, conquistó Zaragoza y gobernó Aragón y Navarra. Unos años antes, en 1131, durante el cerco de Bayona, Alfonso dictó un testamento polémico. Quería que a su muerte el reino fuera repartido entre las órdenes militares del Temple, San Juan de Jerusalén y el Santo Sepulcro. No tenía descendencia, pero sí hermanos. Fue por esto que Alfonso arrancó un juramento a los nobles para que respetaran el testamento. En el lecho de su muerte, un 7 de septiembre, obligó a la nobleza a jurar que cumplirían su palabra. Dieron su palabra pero nadie la respetó.
Ramiro era monje. Recibió la noticia luctuosa y marchó a la corte. Sabía que su hermano había dejado todo a las órdenes militares pero se decidió a dar lo que el medievalista Carlos Laliena llama «golpe de Estado». Se saltó la ley y, apoyado en la nobleza aragonesa, se quedó la corona. La maniobra tuvo dos objetivos: impedir el fin de su linaje y mantener los territorios. Así, Ramiro presidió como rey el funeral de su hermano.
«Tomé mujer –escribió el ex monje–, no por la lujuria de la carne sino por la restauración de la sangre (real) y de la estirpe». El nuevo rey lo tenía claro: había que dejar el reino atado y bien atado. Buscó una princesa con fama de fecunda para tener descendencia. La elegida fue Inés de Poitou, viuda y madre ya de cuatro hijos. En un año, 1136, ya tenían descendencia femenina los pragmáticos cónyuges. Fue Petronila, que reinó en Aragón entre el 1157 y 1164.
A esto añadió Ramiro la firma de una paz con los musulmanes. Todo parecía ir bien, pero los nobles querían poder personal y le traicionaron. Pronto, Pamplona, La Rioja, Álava, Vizcaya y otros territorios quedaron fuera de su control. Además, Alfonso VII de Castilla y León recibió el apoyo de la nobleza para tomar tierras en la parte sudoccidental de Aragón, y luego tomó Zaragoza sin resistencia alguna. El castellano ratificó los fueros de los nobles aragoneses y del episcopado.
La traición era evidente. Ramiro II tuvo entonces una ocurrencia propia del novelista Dashiell Hammett: matar a todos. La leyenda cuenta que el rey de Aragón pidió consejo al abad de Saint Pons, su mentor. Cuando este recibió al mensajero real, se levantó, sacó su cuchillo y cortó las hojas de col más sobresalientes. «Lleva esto a tu rey», dijo, y el otro marchó a galope tendido.
Por supuesto, Ramiro entendió el mensaje. Convocó a los nobles traidores a su palacio en Huesca. Quería que vieran la campana que iba a colocar en una sala. Estos fueron a regañadientes, pensando que era una tontería del rey. Una vez allí les hizo pasar uno a uno. Según entraban, como si fuera una escena de Monty Python, les hacía mirar al techo y les cortaba la cabeza. Cuando terminó, colocó los cráneos en círculo. En el centro colgó la cabeza del obispo a modo de badajo de la inexistente campana. Luego hizo entrar al resto de nobles para que tomaran nota.
La escena la describió Antonio Cánovas en «La campana de Huesca», una novela de 1854. Junto a los cadáveres había «dos negros de feroz catadura con los alfanjes desnudos y goteando sangre». «¿Quién ha ejecutado estas muertes?», dijo Ramiro señalándose a sí mismo. «Fortuñón sintió bañada de frío sudor su frente», y «Aznar se dejó caer a los pies del rey» y dijo «no otra cosa merecían los traidores». A Ramiro luego le fue muy bien. Abdicó en 1137 dejando el reino en buenas manos, y pasó sus últimos veinte años de vida en un priorato, tan tranquilo.

Archivado en: