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La dentadura postiza y las hemorroides de la reina María Luisa

Una epístola del infante Antonio Pascual constituye hoy una muestra curiosísima de la intimidad de la Corte
La dentadura postiza y las hemorroides de la reina María Luisa
María Luisa de Parma fue reina consorte de España
José María Zavala

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La buscona reina María Luisa de Parma, esposa y madre de reyes, Carlos IV y Fernando VII, respectivamente, hizo cuanto estuvo en su mano para conocer a fondo a su guardia de corps Manuel Godoy. A la propia María Luisa aludía con desprecio el infante Antonio Pascual, llamándola «sabandija», en una desconocida carta dirigida a su sobrino, futuro Fernando VII.
La epístola del quinto hijo varón de Carlos III (hermano así de Carlos IV), conservada al principio en el archivo del difunto conde de Oñate, constituye hoy una muestra curiosísima de la intimidad de la Corte presidida por el triángulo amoroso de los reyes y el favorito, que algunos dieron en llamar «la trinidad en la tierra».
Pese al lenguaje basto y soez, la misiva del infante Antonio Pascual, en cuyo sobre se lee ya la misteriosa consigna «Reservadísimo y urgente», incluye una extensa posdata del infante a su sobrino que tampoco tiene desperdicio: «Dile a Chamorro –así motejaban a Pedro Collado, criado de Fernando VII y zafio aguador de la Fuente del Berro, además de compañero infatigable del rey en sus correrías nocturnas– que haga una excursión a París de Francia y me compre una de esas máquinas para la boca, que se llaman dentaduras postizas, y encárgale que los dientes no sean de muertos, que los franceses son muy cucañeros y dan gato por liebre».
Igual que el infante Antonio Pascual, la reina María Luisa había perdido toda la dentadura, solo que en su caso se debía a los innumerables partos. La soberana padeció terribles dolores de boca, junto al tormento de las hemorroides. Para disimular su horrible aspecto, se hizo implantar unos dientes postizos fabricados por el odontólogo de la Corte, Antonio Saelices, de Medina de Rioseco. Pero la pobre reina debía sumergir en un vaso de agua todas aquellas piezas para poder masticar; eran pura fachada que atenuaba solo en parte su manifiesta fealdad. No era extraño así que el padre Coloma la dibujase de esta guisa: «Tiene una de esas bocas grandes y hendidas, a modo de culebra, que prometen para la vejez una ridícula proximidad entre la nariz y la boca».
Una herencia bucal
Fernando VII heredó de su padre el trono y de su madre, los suplicios de la boca. El 11 de marzo de 1801, en Aranjuez, el dentista Juan Gariot presentó una factura, «por haver (sic) limpiado los dientes de S. A.» durante los años 1799 y 1800, de 2.620 reales, a ciento sesenta reales cada una de las dieciséis sesiones que requirió, además de dos limetas de elixir «para las encías de Su Alteza», que costaron sesenta reales. El mismo odontólogo le limpió la dentadura cinco veces en 1802 y cuatro más en 1803, cobrando por ello 2.880 reales. Del martirio de la boca tampoco se libró el benjamín de la reina, el infante Francisco de Paula. La herencia genética de su madre pesó, sin duda, en él; no así la de su padre, cuya identidad era para fray Juan de Almaraz, el confesor de la reina, todo un misterio.
Y mientras Carlos IV se desentendía de los asuntos de Estado y de las mujeres, convirtiendo sus aficiones a la caza y los relojes en verdaderas manías, Godoy conquistaba el corazón de la reina, impulsor de sus ambiciones hasta la cima de la nación. No era extrañó así que Carlos IV adornase su retrete como si fuera el tocador de una dama, diese él mismo cuerda y pusiese en hora su colección de cuatro mil relojes, o saliese a cazar a menudo llevando siempre debajo su ropa de montería. Entretenido él de ese modo, la marcha del país iba de mal en peor y su mujer le infligía continuas infidelidades, tal y como refleja el siguiente documento alusivo a la reina que se conserva en los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores de París: «Es el vicio en toda su fealdad, es el escándalo más nauseabundo; ni urbanidad, ni delicadeza, ni pudor, privado o público; las costumbres están corrompidas, sin estar dulcificadas… Ningún miramiento, ningún velo esconde este horrible espectáculo a los ojos de la multitud, y tal vez en toda España no hay una sola persona que no sepa que, para alimentar la extraña sensibilidad de la reina, no es demasiado la asiduidad de un funcionario titular (el rey), las atenciones pasajeras del príncipe de la Paz (Godoy) y el concurso frecuente de la flor y nata de los guardias de corps…». La cara oculta de las alcobas clandestinas.

El regio tálamo

Al conde de Montijo sucedió en el tálamo regio Agustín Lancaster (hijo del duque de Abrantes), a quien el bien informado marqués de Villa Urrutia calificaba de «conquistador acreditado con más años y experiencia que los ardidos Guardias», en alusión a los hermanos Godoy. Tras Montijo y Lancaster se situaba, como tercer amante de la reina, un hombre singular, Juan Pignatelli, más tarde conde de Fuentes. Pignatelli quedó exento de los Guardias de Corps desde septiembre de 1775; tres años después se le señalaba ya como la persona de mayor aceptación en el cuarto del príncipe y de la princesa de Asturias.
«El exento –apostillaba el marqués de Villa Urrutia– tenía veinte años, y María Luisa a los veintisiete había sido ya, por lo menos, tres veces adúltera». Presa de los celos, la reina se las arregló para que a Pignatelli se le destinase finalmente a París, en misión diplomática.

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