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Fernando VII, el peor terror de España

Durante su reinado, se despachaban sin pestañear sentencias de muerte

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El terror cundió durante el reinado de Fernando VII por toda España, extendido por unas comisiones militares que despachaban sin pestañear sentencias de muerte a su libre albedrío. Una simple sospecha era suficiente para mandar a cualquiera al patíbulo sin posibilidad de apelación. Así, un muchacho de dieciocho años, Gregorio Iglesias, fue ahorcado y descuartizado en Madrid tras ser acusado por un delator de «masón o comunero». Otro joven, Tomás Franco, murió también en la horca por haber proferido «ciertas expresiones contra la vida de Fernando».

Francisco Torre fue igualmente condenado a diez años de cárcel, tras pasearle sobre un jumento para divertimento de la población por tener en su casa el retrato del general Riego. A su esposa y a su hijo les sentenciaron a diez y dos años de cárcel, respectivamente, por no delatar a su esposo y padre.

En Murcia, se ejecutó a Antonio Derretí y a Juan Solana, simplemente por haber defendido la Constitución liberal de 1812. En Valencia, se ahorcó a Simeón Alonso por haber gritado «¡Viva la Constitución!». En Castilla corrió la misma suerte Juan A. Errata, acusado de «masón o comunero»; y en Navarra, un hombre apellidado Lejalde fue condenado a cuatro años de prisión... ¡por haber besado el lugar donde se colocó una lápida de la Constitución!

El presbítero Juan Antonio López fue encarcelado por aplaudir en los pasillos de las Cortes a los diputados liberales y, aunque la delación resultó ser falsa, el juez ordenó su puesta en libertad, «sirviéndole de pena la prisión sufrida», como si en realidad hubiese quebrantado la ley. Pero el rey dispuso luego que se volviese a encarcelar al clérigo en un convento durante seis meses. Así se hacía justicia en la España de Fernando VII.

A su regreso de Valençay, el monarca se dispuso a restablecer enseguida la Inquisición mediante el decreto de 21 de julio de 1814. El tribunal adquirió desde el principio un matiz claramente político, a fin de purgar de liberales el país. Fernández de los Ríos, en su exhaustiva biografía de Olózaga, recordaba cómo los jueces, aleccionados por Fernando VII, sentenciaban actos que no habían sido aún consumados, imponiendo así a Flórez Estrada, por ejemplo, la pena capital simplemente por haber sido nombrado presidente del Café de Apolo, en Cádiz. «Aunque no admitió el cargo –escribía perplejo Fernández de los Ríos–, pudo admitirlo, y la elección probaba el liberalismo».

Se condenaba por charlar en los cafés, por escribir en los periódicos, por manifestar las opiniones ante los amigos... ¡e incluso por guardar silencio! Para el brigadier Moscoso se pedía la pena de muerte sencillamente porque, mientras otros oficiales habían elogiado la Constitución, él había permanecido callado. La siniestra sombra de Fernando malograba el futuro de aquellos infelices, como recordaba Fernández de los Ríos: «Si un juez pronunciaba sobreseimiento por falta de pruebas contra un acusado por haber aplaudido en las tribunas de las Cortes las ideas liberales, allí estaba Fernando para decretar que no se conformaba con que se le pusiese en libertad, y ordenaba que se le recluyese en un convento por seis meses. Por ese delito fue llevado a la horca Pablo Rodríguez, llamado el “Cojo de Málaga”; y cuando Fernando se vio obligado a ceder a la intercesión del embajador inglés, que le recordó la promesa hecha en Valencia de no imponer la pena capital por delitos políticos, aguardó para conceder el perdón a que Rodríguez estuviera al pie del patíbulo, a que hubiera sufrido todas las agonías y tribulaciones de la muerte, para destinarle por tiempo indefinido a un presidio en Caracas».

Mientras se trataba inhumanamente a los presos, sus delatores eran recompensados por su traición. Ahí estaba el execrable ejemplo de un tal Lastres, a quien Fernando VII decretó que se le nombrase fiel de la casa matadero de Málaga «por el mérito que contrajo en delatar la reunión que se formaba en el Café de Levante de esta Corte, cuyos cómplices habían sido sentenciados a presidio».

Para asegurarse de que no faltaran chivatos, el monarca publicó un decreto el primero de octubre de 1830, condenando a muerte a los que ayudasen a los rebeldes «por medio de avisos, consejos o de otra forma». El general Negrete era el implacable ejecutor de las perversidades del rey en Andalucía, y a él se dirigió el monarca: «Si quieres que te estime no me escribas nunca sin darme cuenta de que has quitado de en medio a una buena porción de pícaros liberales».