Los crímenes son para el verano IV
Fuencarral, 109: el último espectáculo público del garrote vil
Tras una fuerte humareda, el cuerpo de doña Luciana Borcino estaba boca arriba y cubierta con unos trapos
Bajo la cinta azul del cielo, el número 109 de la calle Fuencarral erizaba un suspiro de humo. Nadie en su sano juicio hubiera encendido un brasero en pleno verano madrileño. La fumarada tampoco podía salir de la mantequería del portal. La finca estaba asegurada de incendios, como rezaba la placa del portal, pero ese olor a carne quemada no invitaba a llamar a los bomberos, bien preparados en el parque de la calle Imperial, junto a la Plaza Mayor, sino al juez y a los alguaciles. Aquel lunes 2 de julio de 1888 se descubrió un crimen que no se iba a olvidar fácilmente entre los vecinos.
El humo salía del 2º izquierda, la vivienda de Luciana Borcino, una mujer de 50 años, viuda y amargada, hija de una distinguida familia viguesa. Su padre había sido alcalde de esa ciudad, a la que solía volver en verano. Ese año retrasó el viaje porque su único hijo, José Vázquez Varela, más conocido como «el pollo Varela», había ingresado en prisión por robar una capa. Era un vivales, un desaprensivo violento al que no le apetecía trabajar. Ya había estado otra vez entre rejas en la cárcel Modelo de Madrid, junto al Parque del Oeste. La primera fue por pegar a su pareja, y la segunda tras apuñalar a su madre en el trasero. El espabilado vivía de su madre, que recibía una pensión de 5.000 duros.
Amargada y cruel
Luciana estaba amargada y era cruel con el servicio. Contrataba a pobres chicas de campo, y a continuación las insultaba y pegaba. Higinia Balaguer llegó a la casa de Luciana el 26 de junio de 1888 con una carta de recomendación de José Millán Astray, el director de la cárcel Modelo de Madrid. La criada era de un pequeño pueblo de Zaragoza, soltera, alta, delgada, fea, quebrada de color, pelo negro y mirada errante. Un lunar peludo marcaba su rostro.
Ese 2 de julio, con la humareda sospechosa, Manuel Triviño, el portero, avisó al juzgado. Muy pronto se presentó el juez Felipe Peña acompañado de varios guardias. Para entonces la multitud se extendía desde la Corredera baja de San Pablo hasta la calle del Divino Pastor. Las autoridades entraron en la finca. Llamaron a la puerta de Luciana, y ante el silencio, decidieron forzar la entrada. Un vecino bajo una palanqueta, y otro, un martillo. Por suerte, entre los curiosos había un cerrajero. Los guardias entraron sable en mano ante las advertencias de que había un perro agresivo en la casa. Llegaron a la cocina y encontraron tirados en el suelo a Higinia y a un bulldog. Ella se espabiló al momento. No así el animal. Siguieron hasta el dormitorio principal. A los pies de la cama yacía Luciana Borcino. Su cuerpo aún humeaba. Tenía tres heridas de arma blanca. Una de ellas en pleno corazón. Todo apuntaba a que había sido incinerada post mortem.
20.000 personas se acercaron el 19 de julio de 1890 a ver la muerte de Higinia
Sin pruebas, el juez ordenó la detención de Higinia. Ahí comenzó el espectáculo. La policía se puso a investigar interrogando a los vecinos y a los bajos fondos. Los testimonios empezaron a apuntar al hijo, «el pollo Varela». Pero el niñato estaba en la cárcel. Higinia, por su parte, la lió en el interrogatorio: hizo veinte declaraciones contradictorias inculpándose de distintas maneras y señalando a otros. Desconcertado, el juez ordenó la detención de Dolores Ávila y de su hermana María, conocidas de Higinia, e interrogó a Millán Astray. Se rumoreaba que había dejado salir de la cárcel a «el pollo Varela» para cometer el crimen. A este guirigay se unió la acusación popular, que pidió la absolución de Higinia y el procesamiento de Millán Astray y de José Varela. El fiscal lo tuvo más claro: Higinia asesinó a su señora el 1 de julio, cogió 92.000 reales y se los entregó a Dolores Ávila. Luego volvió a la casa y montó el «show».
El caso encantó al público, que compraba periódicos mañana, tarde y noche. La gente se agolpaba en el juzgado esperando el espectáculo. Higinia fue condenada a muerte por garrote vil. Fue la última ejecución pública. Se hizo ante 20.000 personas el 19 de julio de 1890. Sus últimas palabras fueron «¡Dolores! ¡Catorce mil duros!». La mentada fue condenada a 18 años de prisión, mientras que el resto fue absuelto.
Un ambiente propicio
►Este asesinato ocurrió el mismo año de los crímenes de Jack el Destripador. Este ambiente hizo que Galdós publicara seis crónicas del asesinato en un periódico argentino. Pardo Bazán también quedó fascinada, y escribió para «El Imparcial». También asistió al juicio y a la ejecución Pío Baroja, que lo cita en sus memorias. Edgar Neville se inspiró en la historia para su película «El crimen de la calle de Bordadores» (1946), y tuvo una adaptación para televisión en la serie «La huella del crimen» (1985), dirigida por Angelino Fons y protagonizada por Carmen Maura.