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Historia

Golfos y señoritos: así se sale por la noche en España desde hace un siglo

Un libro profusamente documentado llena un vacío historiográfico: ¿cómo era el ocio nocturno y por qué en nuestro país se sale más que en ningún otro lugar del mundo?

"Salida de un baile de máscaras", óleo de 1905 de José García Ramos La Razón

Con nuestras costumbres y modos de vida tendemos a caer en el presentismo, como si fuera nuestra generación la que ha inventado el mundo. Pensamos que lo que vivimos es nuevo, único y que se desenvuelve ante nuestros ojos como una primavera. Pero casi ningún aspecto de nuestra cotidianeidad es así. No lo es en cuestiones políticas, históricas, gastronómicas y, por supuesto, tampoco en una de nuestras mayores aficiones colectivas como españoles: salir por la noche, una actividad plagada de controversias en la que somos campeones mundiales... desde hace mucho tiempo. Sobre este asunto la historiografía no ha prestado la debida atención, pero un libro del historiador Juan Carlos Usó viene a documentar el vacío de esas noches infinitas.

La historia puede escribirse desde muy atrás, pero el volumen comienza cuando el ocio nocturno se mercantiliza, es decir, cuando llega el alumbrado eléctrico. Esas luces de neón -bueno, entonces no lo eran- que nos siguen cegando. “Elegí ese momento porque la electricidad –antes las calles se alumbraban, pero con gas- permite la iluminación de los locales y que los tranvías -que antes eran de tracción animal-, pasen a estar electrificados. Eso favorece el desplazamiento a lugares alejados. Y así llega la mercantilización del ocio nocturno -también el diurno, claro-: el ocio se convierte en un producto de mercado y eso marca el punto de arranque de mi trabajo”, dice el historiador, autor de "Historia del ocio nocturno en España" (El Desvelo Ediciones). Desde finales del siglo XIX hasta la tercera década del XX, Madrid y Barcelona duplican su población más allá del millón de habitantes. Las capitales son, al fin, ciudades “modernas” pero también urbes de miseria, trabajo inestable y una esperanza de vida de 32 años. Analfabetismo, chabolismo, delincuencia, prostitución... y, al mismo tiempo, cabarets de esmoquin y “belle epoque”.

La vida nocturna era el refugio predilecto de todas las clases sociales. Tabernas, cafés, botillerías y teatros ofrecían una amplia gama de entretenimiento que para muchos resultaba irresistible. La revista “Vida Galante” hablaba de “noctámbulos que se levantaban a las cinco de la tarde para vestirse el frac”, con ilustres tertulianos como el conservador Francisco Romero Robledo o el mismísimo Alfonso XII, que pasó a la historia como un trasnochador. “Heraldo de Madrid” aseguraba a principios del siglo XX que “un 75 por ciento de los madrileños no conocían el sol, sino de oídas”. Esas horas oscuras eran también el caldo de cultivo de un catálogo de actividades y personajes poco edificantes para los guardianes de la moral, que veían imposible la redención de España por este camino. Pío Baroja lo describía así: “Muchos de ellos son esos tipos mixtos de chulo y de polizonte, que se ven a las altas horas de la noche en las tabernas, buñolerías, cafetines, chirlatas y garitos de toda clase”.

En el Madrid de 1900 había censadas 1.437 tabernas y tiendas de vinos en el casco urbano a las que se deben añadir todo el resto de tipologías, que no eran mancas. El famosos Café de Fornos no cerraba nunca. En Barcelona, la cifra llegaba a 2.016 sumando las distintas categorías. La Ciudad Condal era un paraíso: “Allí se inicia la construcción del Paralelo, que tiene el prurito del primer barrio pensado para el disfrute del ocio en general. Es popular desde el principio y allí se ubican los primeros music halls y cabarets. En 1894, incluso se abrió el Bar Automático, que contaba con un dispensador de bebidas con diez grifos de distintas bebidas que funcionaba con una moneda de diez céntimos. El lavado de las copas lo hacía el cliente presionándolas contra un pitón del que manaba agua presión.

El epítome de la nocturnidad eran los cafés cantantes, donde se practicaba la tertulia y se bebía. Se conspiraba, se discutía, se pontificaba y se leían artículos. Se escribían cartas, se escuchaba música, se citaba a las amantes. Se jugaba al dominó y al billar, se mezclaban ilustrados y los sinvergüenzas. En muchas ocasiones, los cafés cantantes explotaban “el sentimiento de orgullo racial que impregnó la conciencia de gran parte de la sociedad española tras la Guerra de la Independencia”, una corriente literaria, cultural e ideológica conocida como casticismo, “en oposición al pensamiento ilustrado, tildado de afrancesado”, que reivindicaba lo propio: el majo, el castizo, el flamenco, el bandolero. Así es como el flamenco arraiga en Madrid ya en 1820: en el Café del Gato, por ejemplo, actúan los más destacados cantaores.

Aunque en estos lugares el rey era el tinto o el morapio peleón, en los cafés cantantes a la vuelta del siglo XX era frecuente el consumo de drogas, ya que el opio, la morfina, el láudano, el éter, la cocaína, el hachís, y otros compuestos eran dispensados libremente en farmacias hasta 1918 como analgésicos, ya que o existían medicamentos alternativos: “Ten en cuenta que el ácido acetil salicílico, la aspirina, no se generaliza hasta los años 30. El único analgésico conocido es el opio y sus derivados. Si tienes un dolor duro, tienes que ir al opio, láudano o morfina. Y yo no conozco a nadie que no haya padecido algún dolor severo en su vida. Eran de uso generalizado. Y la cocaína era el anestésico local. La única manera de calmar un dolor de muelas o de encías era aplicando cocaína. No había otra cosa...”. Así que no era de extrañar que pronto surgieran los detractores de los cafés cantantes: la nocturnidad sacaba de quicio a gobernantes como Raimundo Fernández-Villaverde, gobernador civil de Madrid del Partido Conservador, que trató de imponer horarios de cierre de forma infructuosa. Como él, muchos otros políticos y autoridades trataron de reformar las costumbres, dado el enorme catálogo de altercados diarios. El flamenco pronto quedó asociado a esa bajeza moral y enfermedad contagiosa, tanto, que se acusó al Barrio Chino de Barcelona de corromper el catalanismo.

No fueron pocas las voces ni las autoridades que trataron de poner fin a este desfase, con Antonio Maura a la cabeza, que puso al Café de Fornos, que abría 24 horas, en su objetivo. Una noche desalojaron a la clientela –entre la que se encontraba Valle-Inclán y Jacinto Benavente, que fue detenido- y en las aceras entre las calles de Alcalá y Peligros, un inmenso gentío se rebelaban ante las autoridades con sorna chistes alusivos a la mentalidad puritana del dirigente. La polémica generó un encendido debate periodístico entre reformadores de costumbres y defensores del cosmopolitismo y la libertad de horarios que se saldó con la derrota de los primeros. “Heraldo de Madrid” publicó este alegato final: “No hay fuerza dictatorial capaz de variar en meses, ni siquiera en años, lo que la costumbre consagró de padres a hijos. En Madrid se come y se cena tarde, y claro es que en tales condiciones la gente se echa a la calle para llenar los teatros”. “La defensa de la nocturnidad tiene que ver con cuestiones no solo relacionadas con el ocio sino con el tipo de vida –dice Usó-. En esos años, había un montón de profesiones nocturnas: el sereno, periodistas (había algunos periódicos que sacaban 5 ediciones diarias), panaderos, conductores de tranvía, taxistas chóferes. Hoy, el mundo laboral está más restringido de noche. Correos no cerraba. Algunos bohemios iban allí a pasar la noche calentitos. Y otro tema perdido es la tertulia, que es una institución que no tenía hora. Había muchas que eran nocturnas. Literarias o políticas. Se hacía mucha vida en la calle porque los estándares de comodidad de los que gozamos en las viviendas hoy eran impensables. Era así, la vida era muy noctámbula. Imagina los calores de más de treinta grados de noche”. No eran, claro, costumbres equiparables a Europa. “No, hasta donde yo sé. En París y en Londres había una importante vida nocturna, pero quizá no fuera tan masiva como en España. Aquí era un hecho más popular y en esas ciudades era más de privilegiados”.

Uno de los períodos más fascinantes para la vida nocturna en España es durante la Primera Guerra Mundial, cuando la “crème de la crème” de la aristocracia europea se va San Sebastián. Su vida nocturna se vuelve increíble. A Barcelona, en cambio, llegan refugiados, espías, saboteadores, aventureros, desertores, prostitutas... una población muy fronteriza. Desde el puerto se comercia con los dos bandos, se hace dinero rápidamente. “Unos Navieros, los hermanos Tallá, compran un barco en Bilbao para desguazarlo unos días antes de empezar la guerra. Cuando llega a Barcelona, que ha dado la vuelta a la Península, ha subido de precio 200 veces. El dinero empezó a circular a toda velocidad y en el puerto y en la Barceloneta no cerraba nada por la noche. Había cabarets sofisticados como el Excélsior, también lugares de "tango y puñalada". Es el momento en que las prostitutas francesas ponen de moda la cocaína y se extiende su consumo. Durante esos años, otra cosa cambia: "Hasta ese momento, si veías a una mujer sola por la noche es que era una prostituta. Pero aparecen las mujeres liberadas, que salen solas o con amigas sin tener esa condición. Los tiempos empiezan a cambiar".

Las autoridades no pudieron contener las costumbres tampoco durante la República o incluso la Guerra Civil, cuando el miedo empuja a miles a vivirla. El franquismo impuso una mentalidad nacional católica, pero llena de resquicios en cualquier ciudad. En los 80, la explosión de la cultura juvenil no tuvo parangón en nuestra historia. Hoy, todavía, algunos intentan que nos vayamos a la cama temprano. No parecen estar consiguiéndolo.