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Arqueología
Hace medio siglo, una legión silente, sepultada bajo la tierra durante más de dos milenios, aguardaba un despertar prodigioso al compás de golpes de azada. En la inmensidad de la llanura de Shaanxi, a unos 30 kilómetros al este de Xi’an, antigua capital imperial de China, reposa el testimonio eterno del poder, la ambición y la obsesión de Qin Shi Huang, el primer emperador chino. Su herencia, tan monumental como enigmática, se materializa en el Ejército de Terracota, una maravilla arqueológica desenterrada al azar en 1974 por desesperados campesinos locales.
Sin embargo, fue Zhao Kangmin, un arqueólogo y maestro en la restauración de cerámicas, quien, un año después, iluminó su trascendencia. Desafiando los riesgos de la Revolución Cultural, Zhao reconoció el valor de los fragmentos hallados y lideró su conservación, transformando un descubrimiento fortuito en un hito inmortal. Declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1987, este contingente de más de 8.000 figuras de arcilla a tamaño real, dispuestas en formación de combate, encarna las complejidades culturales, militares y espirituales de la China del siglo III a.C.
Un caluroso 29 de marzo de 1974, en la árida región de Lintong, un grupo de campesinos liderado por Yang Zhifa cavaba un pozo para aliviar la feroz sequía que asolaba sus tierras. A quince metros de profundidad, sus palas tropezaron con un enigma: fragmentos de cerámica y una punta de flecha de bronce, vestigios inútiles para saciar la sed o nutrir los campos.
Lo que parecía un hallazgo trivial desató una de las mayores epopeyas arqueológicas del siglo XX. Atemorizados por la idea de haber perturbado espíritus ancestrales, los campesinos dudaron. Fue Zhao Kangmin, un erudito conservador de museos, quien intuyó el valor de aquellos restos y frenó la extracción, que ya había desperdigado puntas de bronce como chatarra. Con pulso firme, trasladó los fragmentos en camiones a un taller de restauración, iniciando una reconstrucción titánica. Algunos pedazos, no mayores que una uña, exigían una precisión quirúrgica.
Tres días después, dos imponentes guerreros de terracota emergieron de las sombras. Pero Zhao actuaba bajo el yugo de la Revolución Cultural maoísta, donde los Guardias Rojos, en su celo por aniquilar el pasado, veían tales reliquias como traiciones. Él mismo había soportado humillaciones en sesiones de “autocrítica” por su pasión por las antigüedades. Temiendo que las estatuas fueran destruidas, las restauró en secreto, aguardando un momento propicio para revelarlas. Su cautela se deshizo cuando un periodista de Xinhua lo confrontó: “¿Por qué ocultar un tesoro tan colosal?”. La noticia se propagó hasta la cúpula del Partido Comunista, que, lejos de condenar el hallazgo, ordenó sondeos masivos. Así emergió una formación militar milenaria de miles de guerreros, caballos y carros, esculpida para custodiar el mausoleo del autócrata en el reino de los muertos.
A pesar de todo, los campesinos insistieron en reclamar el mérito de haber descubierto a los centinelas petrificados. «Ver las estatuas no equivale a haberlas descubierto», afirmó Zhao con cierto desdén. «Esa gente solo busca dinero. Los niños ya jugaban con los fragmentos. Uno de los granjeros había desenterrado una cabeza y la había colocado en su granero para espantar a las ratas».
El codiciado botín enriqueció a muchos, pero no a todos. Los peones que lo desenterraron perdieron sus tierras: sus hogares fueron demolidos para dar paso a imponentes salas de exposición, aparcamientos y tiendas de souvenirs. Algunos fallecieron poco después, sumidos en la pobreza o la enfermedad. Otros, como Yang Zhifa, supieron aprovechar la fama, vendiendo libros autografiados y posando en fotos con celebridades. Guerreros bendecidos para unos, malditos para otros.
Para descifrar el enigma de los titanes de terracota, es imperativo adentrarse en la figura de Qin Shi Huang (259-210 a.C.), el artífice de la unificación de China y arquitecto de un imperio centralizado. Ascendido al trono a los trece años, Ying Zheng, su nombre de nacimiento, forjó la unión de los reinos combatientes en 221 a.C., autoproclamándose Qin Shi Huangdi (“Primer Emperador”). Su reinado, tan visionario como despótico, marcó hitos imborrables: el inicio de la Gran Muralla, la estandarización de escritura, medidas y moneda, y una represión feroz que incluyó la quema de libros y la ejecución de disidentes para sofocar cualquier atisbo de oposición. Su obsesión por la inmortalidad, sin embargo, dejó una huella aún más profunda.
Según las crónicas de Sima Qian, historiador de la dinastía Han, Qin Shi Huang persiguió incansablemente un elíxir de la eterna juventud, enviando expediciones a confines remotos y visitando tres veces la isla de Zhifu, donde se rumoreaba que una montaña albergaba el secreto de la vida eterna. Sus experimentos con mercurio, irónicamente, pudieron precipitar su muerte. Esta fijación se materializó en un mausoleo colosal de 56 kilómetros cuadrados, un reino subterráneo con réplicas de palacios y ríos de mercurio que evocaban su dominio terrenal. Iniciada en 246 a.C., su construcción movilizó a unos 700.000 artesanos durante casi cuatro décadas. En un acto de crueldad final, muchos fueron sacrificados tras su muerte para sellar los secretos de la necrópolis, perpetuando el misterio de un soberano tan genial como implacable.
Tres fosas principales y una sala de carros de bronce resguardan el actual acervo, aunque los expertos intuyen que innumerables más aguardan en las sombras del subsuelo. La Fosa 1, colosal en su magnitud, alinea unas 6.000 figuras en una formación rectangular, un ejército inmortal de ballesteros, infantería ligera y pesada, y carros de guerra que parecen vibrar con el eco de antiguas batallas. La segunda, dispuesta en un enigmático diseño concéntrico, acoge 1.400 guerreros, entre jinetes y arqueros, mientras que la tercera, con su trazado en U, evoca un cuartel general, poblado por oficiales y un carro de mando. Sorprendentemente, una cuarta permanece vacía, un misterio sobre su propósito en el gran designio del emperador.
Cada pieza de la marcha inmortal es un prodigio de artesanía y veracidad escultórica. Con estaturas de 1,75 a 2 metros y pesos de hasta 200 kilogramos, están forjadas a mano o con moldes y ensambladas con una precisión casi quirúrgica antes de que la arcilla se petrificara, asombran por su singularidad: no existen dos idénticas. Rostros, armaduras y expresiones faciales varían, encarnando rangos militares, etnias y hasta imperfecciones humanas, como cicatrices o un labio leporino, lo que lleva a los eruditos a conjeturar que podrían ser retratos de soldados reales, inmortalizando la diversidad del ejército imperial.
En su génesis, los tallados resplandecían con colores vibrantes —rojo carmesí, azul celeste, verde esmeralda y el esquivo “púrpura de Han”—, pero el contacto con el aire desvaneció sus pigmentos en un suspiro. Sus armas, genuinas y letales, abarcaban espadas, lanzas, dagas, alabardas y arcos, aunque muchas fueron saqueadas tras el ocaso de la dinastía Qin por las hordas de Xiang Yu, el caudillo rebelde que redujo a cenizas partes del mausoleo. Los vestigios de madera se desvanecieron con el tiempo, pero los elementos metálicos, forjados con una metalurgia de vanguardia, desafían los milenios, testigos de una era de ingenio.
La técnica de creación, que amalgamaba el modelado “a colombino” para los torsos con moldes para extremidades y cabezas, permitió una producción a gran escala sin sacrificar la exquisitez del detalle. Las armaduras delatan jerarquías: los oficiales lucen botas de punta cuadrada y corazas ornadas con lazos, mientras que los arqueros visten túnicas ligeras, ágiles para el combate. Jinetes y aurigas, por su parte, portaban protecciones diseñadas para dominar caballos y carros con destreza. Esta meticulosa orquestación exalta la maestría artesanal, y refleja la disciplina castrense de la dinastía.
El museo, inaugurado en 1979 en el corazón de Shaanxi, se ha convertido en un santuario para millones de visitantes anuales, atraídos por el espectáculo sobrecogedor de miles de combatientes inmortales alineados en eterna vigilia. Su impacto reverbera más allá de China, con exposiciones itinerantes que han deslumbrado en capitales culturales como Londres, Toronto, Milán o Nápoles, llevando la majestuosidad a un público global. Sin embargo, su preservación enfrenta retos titánicos, dada la delicadeza de los soldados y la rápida pérdida de sus vibrantes pigmentos que han obligado a pausar las excavaciones hasta perfeccionar técnicas que resguarden su esplendor original. A esto se añaden incidentes con turistas, desde daños accidentales a las esculturas hasta percances en zonas expositivas, que han intensificado la urgencia de robustecer las medidas de protección para salvaguardar este patrimonio.
Según el historiador Sima Qian, el mausoleo de Qin Shi Huang, un complejo de 56 kilómetros cuadrados, alberga un palacio subterráneo con ríos de mercurio, techos estrellados y trampas mortales para intrusos. Este sepulcro permanece intocado por temor a dañar sus tesoros. Ahora, científicos chinos del Instituto de Física de Alta Energía de Pekín apuestan por una técnica no invasiva: detectores de muones, partículas cósmicas que atraviesan materia densa. Usada ya en las pirámides de Giza, esta tecnología podría generar imágenes 3D del interior, confirmando si existen paisajes artificiales, joyas o el mítico “río de mercurio” que podría liberar vapores tóxicos. Análisis previos detectaron altos niveles de este elemento químico en el suelo, respaldando los relatos antiguos, pero también planteando riesgos. Los detectores, instalados en túneles o en superficie, requieren meses para captar señales precisas. “Es como una radiografía del pasado”, afirmó un investigador, prometiendo revolucionar la arqueología no invasiva.
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