La maldición del Reina Regente
Se dirigía a Cádiz, pero un fallo en el timón hizo que nunca pudiese llegar a puerto: el que se presumía como el mejor buque de guerra español desapareció entre la furia del Atlántico
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«Que Alá os maldiga!», dijo en árabe el embajador Sidi Brisha. Acababa de llegar a Tánger en un buque español, el «Reina Regente». Era el 10 de marzo de 1895. Venía de Madrid, donde un general le había abofeteado a la salida de un hotel. Además, su visita al Palacio Real no le había satisfecho. «El harén es flojito», recordó. Las mujeres que acompañaban a María Cristina de Habsburgo eran como ella: frías, enjutas y altivas. No olvidaba que el ministro español de exteriores había sido muy desconsiderado al no atender las demandas del Sultán. Pero lo peor había sido la arrogancia de Sanz de Andino, capitán del navío. Su barco, el Reina Regente, era el mejor buque de guerra español, con cuatro cañones que lanzaban granadas a diez kilómetros, y que contaba con cinco tubos lanzatorpedos y muchas ametralladoras, blindaje y demás. «Marruecos no tiene nada así», le dijo el marino español con una amplia sonrisa. La frase había rebosado la paciencia del diplomático como un inodoro atascado. Así que, cuando bajó del Reina Regente, Sidi Brisha murmuró la maldición.
Las condiciones meteorológicas ese día en Tánger no eran como para pasar una jornada de playa. El capitán pensó que su barco, el orgullo de la Armada, era lo mejor que tenía España. Era un buque construido en Escocia bajo la dirección del afamado ingeniero naval británico Nathan Barnaby. Pronto iría a Cuba por si a EE UU se le ocurría intervenir. Tenía 420 tripulantes. De lo mejorcito del país. Casi todos gallegos. «Nada, este buque puede con cualquier inclemencia. Partimos a Cádiz», pensó Sanz de Andino, y dio las órdenes correspondientes. Mientras el Reina Regente se adentraba en el mar, las autoridades decidieron cerrar el puerto por mal tiempo. No habían dicho nada al barco español. «¡Eh, que el buque se va sin mí!», se oyó. Era Manuel. Venía bebido. Se distrajo y no llegó, por fortuna para su vida.
La congoja de 420 familias
En mitad del temporal, el Reina Regente sufrió una avería en el timón. Algún enterado especula que fue en la sala de máquinas. Sin control, el buque quedó desarmado frente a la furia del océano. El mar golpeaba el barco y barría la cubierta. Hay quien dice que los marinos decidieron atarse para no ser arrastrados. Entonces, el agua inundó las cubiertas y los compartimentos de proa. El crucero zozobró y se inclinó perdiéndose en las profundidades del océano con la tripulación atada.
La falta de noticias del Reina Regente alarmó en Cádiz. Había desaparecido. La oposición en el Congreso no tuvo piedad. El diputado Spottorno, gubernamental, se echó a llorar mientras contaba que Julio Vargas, un periodista, había encontrado restos del barco en Ceuta. El republicano José Carvajal anunció que el Parlamento español tenía la «virilidad bastante para saber la verdad de la desgracia», pero que Sagasta, presidente del Gobierno, callaba miserablemente. Los 420 tripulantes, dijo el republicano, no habían muerto por la patria, sino por llevar a un «embajador innecesario». Sagasta contó que los restos hallados eran de la cubierta del Reina Regente y que temía lo peor. En otro viaje del buque, recordó, en el que hizo de Génova a La Habana, la proa del buque se había inundado. Entonces pudieron repararlo y seguir periplo, pero ahora… ahora, desgraciadamente, no tenían noticias. Fue en ese momento cuando Carvajal, el republicano, gritó señalando al banco azul: ¡Ante el cadáver de la víctima hay que preguntar por el asesino!. La prensa fue profusa en noticias. La publicación de telegramas desde Ceuta y Cádiz se multiplicó. Las noticias sobre la congoja de las 420 familias llenó columnas. El Gobierno fue cauto. No quería dar al buque por perdido hasta tener la evidencia. Los republicanos finalmente se calmaron. Los conservadores no culparon al ministerio liberal, y siguieron la investigación cuando formaron gobierno a finales de marzo de 1895.
Muchos barcos españoles y extranjeros emprendieron la búsqueda. Un buque inglés, el Clyde, encontró en la zona probable del hundimiento a un perro aferrado a una tabla de madera. José María Enríquez, gaditano, alférez de navío que prestaba su servicio en el Reina Regente, llevaba uno. Podía ser su mascota. Se cuenta que los ingleses envolvieron al perro en una manta y le suministraron güisqui como si celebraran una boda escocesa. Al llegar al golfo de Cádiz, el Clyde se dispuso a atracar para dar la mala nueva. De pronto, el perro se levantó, corrió hacia una escotilla y se lanzó al mar. Nadó hasta la orilla y se perdió en la ciudad. Hay quien dice que vagó por las calles hasta llegar a la casa de José María Enríquez, su dueño. Ahí se tumbó con cara triste y esperó a quien ya no volvería.