María de Castilla, lugarteniente de Aragón
Reina consorte de Alfonso V, gobernaba durante las expediciones de su marido, enfrentándose al control de territorios o a la recaudación de dinero para la corona
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María de Castilla (Segovia, 1401 – Valencia, 1458) fue infanta de Castilla, al ser hija de Enrique III de Castilla y de su mujer, Catalina de Lancaster; y reina consorte de Aragón por su matrimonio con Alfonso V el Magnánimo (Medina del Campo, 1396 – Nápoles, 1458). Ya desde sus primeros meses de vida, a consecuencia de la complicada situación política, se pensó en su casamiento. Con tan solo un año, en 1402, se le nombró como heredera, quitándole el puesto a su tío el infante Fernando.
Este infante, no viendo con buenos ojos su disminución de rango, comenzó a suscitar una mala opinión en el rey Enrique. Así, la política del rey se inclinó hacia apoyar a su hermano para conseguirle un alto cargo, por ejemplo, el de rey de la Corona de Aragón, un puesto que, además, estaba a punto de quedar vacante por la muerte de Martín. Con su muerte, la Casa de Trastámara pasará a controlar Castilla y Aragón, pero mediante ramas separadas.
En 1405, a consecuencia del nacimiento de su hermano Juan –futuro Juan II de Castilla, padre de Isabel la Católica– quedó como segunda en la línea de sucesión. Gracias a ello, también se acordó el futuro compromiso entre María y Alfonso, el primogénito del nuevo Rey de Aragón.
Con catorce años contrajo matrimonio con el príncipe Alfonso –que entonces tenía diecinueve–, quien al año siguiente sería rey y, por consiguiente, María se convertiría en reina consorte. La ceremonia llegó a ser celebrada y presidido por el Papa Benedicto XIII (conocido como el «Papa Luna»). Ambos esposos no mantuvieron una gran relación, en gran parte debido a las largas ausencias por parte del rey Alfonso V, quien debía ausentarse a Nápoles para defender sus territorios. De hecho, el matrimonio no llegó a tener ninguna descendencia, sintiendo la reina María una especial desavenencia por Alfonso desde que el monarca le fue infiel, algo que nunca pudo olvidar, aunque intentaron sobrellevarlo y ser, al menos, cordiales y respetuosos entre ellos. Además, María no gozaba de una buena salud, pues pasó la viruela y se cree que pudo sufrir de epilepsia, una situación que la llevaba a que a veces tuviera que ausentarse de determinados eventos.
No obstante, esta circunstancia, que incluso hizo peligrar su propia vida, no le echó atrás y a pesar de sus enfermedades, logró ser una admirable reina, involucrándose personalmente en los asuntos de Estado, pues ella gobernaba durante las expediciones que realizaba eventualmente su marido. Gobernanzas que, por otra parte, muchas veces fueron complicadas, especialmente el del Principado de Cataluña –debido a la inestabilidad interna–, del que llegó a ser nombrada lugarteniente.
El control de sus territorios, la convocación a Cortes y la recaudación de dinero para las expediciones del rey fueron algunos de los temas de los que se tuvo que encargar. Parece ser que lo más complicado resultó ser conseguir financiación, ya que la empresa italiana de su marido era muy costosa. Tras la derrota de Ponza, en 1435, el rey Alfonso fue hecho prisionero por sus enemigos genoveses. Ante esto, María de Castilla convocó cortes en Monzón para recabar los fondos para tratar de conseguir la liberación de su esposo.
Otro de los grandes acontecimientos en los que tuvo que intervenir la reina fue el llamado Cisma de Occidente, por el que el Papa de Peñíscola (Benedicto XIII, que había movido su sede desde Aviñón), el de Pisa (Juan XXIII) y el de Roma (Martín V) se disputaban la legítima cátedra de San Pedro. Al final, gracias al Concilio de Constanza (1414 – 1418) consiguieron la extinción del cisma, volviendo a haber un único Papa en Roma. Además, la reina María también influyó en las relaciones entre Aragón y Castilla, donde reinaba su hermano Juan II, una relación en la que la monarca logró frenar la deriva hostil que tomaba la situación. Así, tras años de enfrentamientos, se pudo firmar finalmente la paz en Toledo en el año 1436.
Apostando sabiamente por la concordia, consiguió restablecer varias relaciones entre nobles, situaciones que le obligaron a viajar hasta Castilla, exactamente a Valladolid. De vuelta a Aragón, enfermó gravemente. A pesar de que todos creían que moriría, la reina resistió un año más, llegando a morir tan solo cuatro meses después que lo hizo su marido. Fue sepultada en el monasterio de la Santísima Trinidad, que ella había dotado para las clarisas, habiendo jugado un papel importante en la promoción de las artes y la cultura.