Morir a flechazos en Aljubarrota o cómo se salvó la corona de Portugal
Al amanecer del 14 de agosto del año del Señor de 1385, sobre los campos de Aljubarrota, entre Lisboa y Coímbra, pendía de un hilo el destino de la corona de Portugal, reclamada a punta de espada por Juan I de Trastámara, soberano de la vecina Castilla
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Todo había comenzado años atrás, cuando Fernando I de Portugal tratara de hacer valer sus aspiraciones al trono castellano, tras el asesinato de Pedro I el Cruel (1369) a manos de Enrique de Trastámara –conflictos entretejidos en el dilatado pulso que Inglaterra, Francia y sus aliados mantenían en la Guerra de los Cien años (1337-1453)–. La cuestión se resolvió con el matrimonio de Juan I de Castilla, sucesor de Enrique, con Beatriz, hija del monarca luso. La muerte de este en 1383 sin heredero varón precipitó los acontecimientos: cuando, en contra de los acuerdos signados, Juan I se autoproclamó rey de Portugal, la nobleza portuguesa se alzó en armas y pidió a Juan, maestre de la Orden de Avís e hijo bastardo del difunto rey Pedro I de Portugal (reg. 1357-1367), que asumiera la regencia y defendiera la corona de la injerencia castellana. El 6 de abril de 1385 el maestre fue finalmente aclamado rey por las Cortes en Coímbra como Juan (João) I de Portugal, primero de la dinastía Avís. Mas su homónimo rival castellano no estaba dispuesto a renunciar a la corona lusa: en junio hizo acto de presencia con un formidable ejército de unos treinta mil efectivos, entre los que se contaban dos mil caballeros franceses.
Inicialmente, animado por Nuno Álvares Pereira –el mejor de sus comandantes–, el monarca portugués decidió ofrecer batalla a los castellanos. El resto de su Estado Mayor, sin embargo, no compartía esta idea y terminó convenciendo al rey para que cambiara de parecer. Aislado, el animoso Nuno no cejó en su empeño, y amenazó con enfrentarse al enemigo en solitario. Ante la determinación del que era su fiel brazo armado, Juan I finalmente accedió a enfrentarse a su tocayo y enemigo.
Nuno reconoció cuidadosamente el terreno y localizó una meseta flanqueada por dos cursos de agua: el escenario perfecto para confrontar a las fuerzas castellanas. En la mañana del 14 de agosto, los aproximadamente diez mil portugueses, reforzados por algunos arqueros ingleses, estaban ya en posición cuando, para su sorpresa, observaron cómo la hueste de Juan I de Castilla eludía el cuidado dispositivo luso y comenzaba a flanquearles para desplegarse justo a su retaguardia. El mando portugués ordenó que se invirtieran rápidamente las posiciones y, en tanto esperaban a que se completara el lento despliegue castellano, tomó una decisión vital: abrir «fosas de lobos» y zanjas frente a sus posiciones, a fin de proteger a la hueste del asalto de la caballería enemiga.
Contrariamente a la opinión de algunos nobles franceses, Juan I de Castilla cedió a la presión de la mayoría de sus caballeros y ordenó un ataque general. El suelo reverberó con el avance de los hombres de armas (caballería pesada) franco-castellanos que, comprimidos en un estrecho frente, acabaron amontonándose mientras intentaban salvar las defensas enemigas. Se convirtieron así en víctimas fáciles de los arqueros lusos e ingleses, quienes los acribillaron sin piedad desde ambos flancos. Aún así, poco a poco, la fuerza castellana logró finalmente chocar con el centro del despliegue portugués, momento en el que Nuno y el rey Juan implicaron todas sus fuerzas en la defensa de sus líneas. En respuesta, el soberano castellano ordenó atacar a la segunda línea de su ejército. Fue un error fatal: sin espacio para maniobrar ni, aún menos, para aprovechar su superioridad numérica, esta fuerza se dio de bruces con las tropas que, aterradas, trataban de replegarse desde la destrozada vanguardia. El pánico se extendió paulatinamente por las filas castellanas que, confusas y desorganizadas, acosadas por el enemigo, comenzaron a deshacerse en una huida descontrolada. Al caer la tarde, la jornada estaba irremediablemente perdida para Juan I de Castilla, cuyo ejército se retiró rápidamente, dejando gran cantidad de caídos sobre el campo.
La que es considerada como la mayor victoria cosechada por Nuno Álvares Pereira salvaguardó, decisivamente, la independencia de la corona portuguesa en manos de la dinastía de los Avís y sería merecidamente inmortalizada con la erección en el lugar del monasterio de Santa Maria da Vitória, coloquialmente conocido con el elocuente nombre de monasterio da Batalha.
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