Nuevo Mundo: entre la cerámica y el ascetismo
La evolución de la cerámica y la alfarería en Ráquira (Colombia) ofrece una singular percepción del devenir de la historia hasta nuestros días
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El ascetismo, el deseo de desembarazarse de lo superfluo y abrazar la austeridad en la búsqueda del perfeccionamiento, es una práctica presente en muchísimas culturas del pasado y el presente. Así, por ejemplo, para el mundo grecorromano resulta esencial el tratado «Sobre la abstinencia», de Porfirio, donde este neoplatónico trató los fundamentos y antecedentes de esta experiencia aunque sea cierto que los cristianos, de quien era furibundo enemigo este filósofo, lo llevaron más allá. Comenzando por los eremitas que marcharon al desierto egipcio como san Antonio Abad, que abogaba por una experiencia individual, o san Pacomio, creador de la primera comunidad cenobítica, como relatase Paladio en su fantástica «Historia Lausiaca». A partir de estos modestos orígenes se traza una compleja evolución, convirtiéndose el monacato en un elemento esencial del devenir cristiano hasta nuestros días y extendiéndose por todo el globo, inclusive el Nuevo Mundo. Sobre ascetismo, monacato y cultura material en Colombia versa el reciente artículo de Daniela Castellanos Montes, antropóloga de la Universidad Icesi de Cali, titulado «Ermitaños y alfareros: hacia una historia discontinua de la producción cerámica en el Desierto de la Candelaria» publicado en la «Revista colombiana de antropología».
Se trata de una deliciosa investigación multidisciplinar sobre la evolución cerámica de la localidad colombiana de Ráquira (Departamento de Boyacá) y en donde, frente a un discurso indigenista que enfatiza la continuidad del hábito cerámico prehispánico, se resalta el rol jugado por el monacato católico en su desarrollo. Parte de un enfoque antropológico, de un trabajo de campo donde revisita dicho espacio y recoge testimonios orales relativos a la tradición alfarera. En particular, sobresale el estupendo relato de Clotilde Vergel, una artesana local que detalla cómo la cerámica actual bebe de los motivos indígenas pero a través del uso de una tecnología traída por aquellos monjes que se asentaron a fines del siglo XVI en el valle del río Gachaneca.
Esta investigación oral se complementa con la información documental conservada desde la época de dominio español que apunta a que en 1595 un hombre de buena posición llamado Juan Rodríguez abandonó Santa Fe de Bogotá para vivir una vida de ascetismo, penitencia y devoción en un despoblado, uniéndosele poco después otros once eremitas, a quienes se les considera los creadores del Desierto de la Candelaria, nombre que contrasta con la fertilidad del lugar y que deriva de su deseo de vivir en aislamiento como los ascetas de la antigüedad. Aunque se mantuvieran separados, se unían en momentos especiales, como la celebración de la eucaristía y en la creación de una primitiva ermita dedicada por el origen canario de dos eremitas a la Virgen de la Candelaria. Poco después se reguló la comunidad monacal de este espacio, conformándose como la primera de la orden de los Agustinos Recoletos de América, que siguió desde comienzos del XVII como su regla monástica la «Forma de Vivir» de fray Luis de León, donde, asimismo, se enfatizó la necesidad del trabajo manual. Entre estas labores destacó la alfarería que mencionó Clotilde, produciendo en concreto una «loza grande y fea» en palabras suyas, que cocían en los llamados «hornos de los antiguos», de tipo colmena o Mediterráneo, ampliamente utilizados en España, que fueron traídos por los monjes y han sobrevivido en buen número. De hecho, se observa esta ligazón en su construcción, pues, como resalta la investigadora, «es común encontrar imágenes religiosas, incluida la de la Virgen de la Candelaria», añadiendo que «a los hornos se los bautiza y hasta se los exorciza». Tales hornos contrastan con la extinta tradición de cocción prehispánica que consistía en un hoyo excavado sobre la tierra donde se prendía una hoguera que calentaba la cerámica que se sostenía sobre un armazón de madera y que, de forma bastante comprensible, se conoce como «loza de suelo». A este tipo de cerámica le sucede otro, la «Ráquira desgrasante arrastrado», también con conexiones con el mundo prehispánico pero que se caracteriza por cocerse en horno. Aunque no en uno cualquiera, sino en hornos que son exactamente iguales a los traídos por los españoles y por ello, sostiene la autora, ha de establecerse una conexión entre ambas tradiciones en contraste con un sesgo indigenista que obvia esta interacción tecnológica.
Así pues, como indica Daniela Castellanos, frente a una postura científica que «ha esencializado las prácticas, asumiéndolas de manera estática e ignorando los intercambios que tuvieron lugar durante el periodo colonial», el análisis que ofrece permite «explorar otra forma de aproximarnos al tiempo y al pasado, no desde la linealidad, sino desde el quiebre y la fractura, y sus múltiples direcciones». Es decir, frente a una percepción monolítica, un aspecto de la vida material tan modesto pero, al mismo tiempo, tan definitorio de una identidad como la cerámica ofrece una singular y poliédrica percepción de la historia y la interacción de sus protagonistas en el tiempo.