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Pensar con los clásicos
Socrates: el paradigma de morir por las ideas
La vida del pensador de Atenas fue ejemplo ejemplo del poder de un logos vivo que nunca se plegó a componendas y ni siquiera quiso dejar obra escrita

Como en una película norteamericana, en la vida o en la historia (también la del pensamiento) a veces todo se decide en un juicio. En algún momento nos enfrentamos al tribunal que tiene nuestra vida en sus manos y debemos elegir si mantenemos la coherencia entre pensamiento y vida o si transigimos con alguna solución de compromiso. Pocos son los que superan el examen crucial. Y eso que, como dijo el Sócrates de Platón, «una vida sin examinar no merece la pena». Algunos juicios han marcado la historia por haber versado justo sobre este trance entre verdad, vida y doctrina. Y el de Sócrates ha dejado larga huella como ejemplo del poder de un logos vivo que nunca se plegó a componendas y ni siquiera quiso dejar obra escrita. Ese logos, hay que recordarlo, es ante todo palabra hablada, pero también razón compartida, razonamiento, argumento o discurso. Y antes de ser obra escrita en prosa que intenta aclarar algún aspecto de la llamada realidad, era una creación autónoma, oral y aural, que aunaba el pensamiento común de alumnos y profesores. Lo recogía y catalogaba la propia realidad, tal y como es percibida por el pensamiento y expresada por el lenguaje, pues logos viene del verbo que además de «decir» quiera decir «recoger». Es un camino compartido, el «método» del pensamiento, con el que para Sócrates funda la investigación filosófica por excelencia.
Sócrates fue un ciudadano modélico, que participó en las instituciones, que fue a la guerra, que tuvo familia, que se comportó honestamente en todos los campos y que, en cierto momento de su vida, sintió la llamada de la filosofía impulsado por un ímpetu especial, que él llamaba su genio o su «daimon». En su época, la investigación sobre naturaleza («physiologia») había llegado una especie de callejón sin salida, entre Heráclito y Parménides, entre milesios y pitagóricos, en la investigación sobre los componentes de los entes y de la realidad. Sócrates retoma el debate poniendo en el centro al ser humano, a la ética en la vida cotidiana y a la política, pero sin dejar, por supuesto, ni la física ni la metafísica de lado. Significativamente no deja obra escrita, como pasó con Pitágoras, otro de esos maestros de aura excepcional, porque todos ellos se llevan de calle a la gente y prefieren el discurso y la enseñanza oral en un espacio compartido, sea público o privado. Esta es una prevención que comparten muchas tradiciones sapienciales, no enseñar lo esenciales a través de la escritura, porque consideran que nos va a traicionar en algún momento. Hay que acordarse del mito del «Fedro» de Platón, que cuenta la invención de la escritura por el dios egipcio Thot y su rechazo por el rey Tamus, que representa el punto de vista de la tradición sapiencial, por entender que causará olvido de lo esencial, en vez de ser un «fármaco de la memoria». Y es que parece que, para las lecciones más importantes, hay que confiar solo en la diosa de la memoria, Mnemosine, a la sazón madre de las musas. Lo que ocurre con Sócrates es que luego Platón querrá lograr la cuadratura del círculo en sus diálogos y capturar el logos vivo, al aire libre y en el ágora, en los estrechos márgenes de un libro, Y a fe que conseguirá un experimento literario de enorme interés. Pero nada como la palabra viva de un Sócrates, claro.
Un juicio injusto
Y nada será igual después de Sócrates: todas las escuelas posteriores le rinden tributo, no sólo Platón y sus platónicos, sino Aristóteles, los cínicos, epicúreos y estoicos, los romanos, etc. Todos fueron devotos de Sócrates y conscientes de cómo cambió el mundo sin escribir ni una sola línea. No poco contribuyó a ello su muerte, quizá el juicio más famoso de la historia, en un lugar paralelo al de Jesús ante Pilato. Ambos comparten mucho, ante todo la pregunta esencial en el trasfondo por aquello de «qué es la verdad». En la mitología, la muerte de los héroes es siempre emblemática, pero también en la filosofía. Hay numerosas anécdotas sobre muertes y famosas últimas palabras de filósofos, y aquí la condena a muerte de Sócrates supone un momento esencial de la vida del héroe filosófico. El pensador Costica Bradatan recoge en su libro «Morir por las ideas» una serie de casos emblemáticos de filósofos que se comprometieron con su pensamiento hasta el extremo de morir, entre otros los de Hipatia, Bruno o Patocka. Y es que la de filósofo no es una profesión exenta de riesgos y sabemos que no habrá que esperar a quemas de libros modernas, como la de la Bebelplatz de Berlín para ver arder los de Anaxágoras o Epicuro en la posteridad. Pero el logos sigue vivo pese a todo, como llamada continua a la conciencia.
Así se ve en el juicio de Sócrates, que conocemos bien por las apologías de sus discípulos Platón o Jenofonte. La acusación era injusta e hizo de él un chivo expiatorio para una ciudad en un momento de crisis global, pero su coherencia vital le llevó a rechazar cualquier acuerdo para evitar la muerte. Y es que, a la hora de posicionarse en el juicio de una vida, cuando quiera que este llegue, no nos resulta fácil plantar cara. Pensamos a menudo en ejemplos como el de Sócrates: cómo nos supera y nos inspira a todos. Aquello fue vivir en coherencia con las ideas y morir por ellas.
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