Literatura

Zaragoza

Humor, teatro y desamor se escriben con jota

Una nueva biografía del genial comediógrafo Enrique Jardiel Poncela, «¡Haz reír, haz reír!», repasa su obra, que revolucionó la escena en España, y su vida, marcada por las mujeres

Jardiel, Joaquín Sama y Alberto Tapia realizaron en 1927 un curioso viaje de Madrid a Zaragoza
Jardiel, Joaquín Sama y Alberto Tapia realizaron en 1927 un curioso viaje de Madrid a Zaragozalarazon

Miguel Ayanz.- Una nueva biografía del genial comediógrafo Enrique Jardiel Poncela, «¡Haz reír, haz reír!», repasa su obra, que revolucionó la escena en España, y su vida, marcada por las mujeres

«Desde la adolescencia, he tenido dos Nortes que me han atraído, obsesionado y subyugado por igual: la literatura y la mujer». Cualquier cosa que pueda decirse después de esta confesión sobre la vida y la obra –tanto monta– de Enrique Jardiel Poncela, vendrá a ser casi una reiteración. Una, eso sí, repleta de riquísimos y divertidos detalles, de rincones biográficos en los que la palabra genio se hace necesaria, de amor, escrito sin hache, y de humor tallado en mayúsculas. Estuvo casado, recogió en una lista al final de sus días 34 amantes y dejó un centenar de textos teatrales y más de 30 novelas antes de morir a los 50 años recién cumplidos. Una peripecia vital y literaria como la de Jardiel Poncela merece, qué menos, una descripción amena. «¡Haz reír, haz reír!» (Ed. Renacimiento), la nueva biografía del dramaturgo y novelista madrileño que acaba de publicar el periodista Víctor Olmos con el subtítulo de «Vida y obra de Enrique Jardiel Poncela», no aporta ningún gran secreto desvelado sobre el autor de «Eloísa está debajo de un almendro» y «Angelina o el honor de un brigadier», pero sí es un relato apasionante y apasionado, completísimo, bien estructurado y narrado de forma ágil y entretenida, de un hombre que conoció la pasión, el amor y el desamor y que, ante todo, vivió para su obra.

Jardiel, cuenta Olmos, «es el autor que revolucionó el humor español del siglo XX, y no fue sólo importante por su producción literaria, sino porque es tan de vanguardia que dio un giro al humor de la época, tanto en novela como en teatro». Fue más dramaturgo que novelista, si nos atenemos a la cuantía de su producción: estrenó más de 70 comedias de juventud, muchas de las cuales luego repudió (de hecho, de las «rechazadas», la mayoría se perdieron y hoy sólo nos queda la certeza de sus títulos y algún argumento). La lectura de esta biografía, que viene a complementar otras como las de la hija del autor, Evangelina Jardiel, la de su nieto, Enrique Gallud Jardiel, o la de Miguel Martín, nos revela a un escritor precoz que, a los 11 años, ya está no emborronando cuartillas, como tantos adolescentes, sino produciendo obras con frenesí. Una mudanza familiar le hizo conocer a su vecino de infancia y colaborador desde entonces Serafín Adame. Decenas de obras, relatos, novelas cortas escritas al alimón con él marcaron su juventud. Pero el Jardiel de madurez sólo explotaría plenamente cuando se separó del que había sido su compañero literario. «Para Serafin Adame fue un drama», recuerda Olmos. Para las letras españolas, un salto: «Ahí arranca un teatro vanguardista en España».

Desterrar la vieja risa tonta

En el fondo, y aunque le costó encontrar su lugar entre el teatro y la novela, Jardiel llegó al convencimiento de una especie de misión: «Ése fue el propósito que me empujó años atrás a la escena y que en ella me mantiene: renovar la risa. Arrumbar y desterrar de los escenarios de España la vieja risa tonta de ayer, sustituyéndola por una risa de hoy en la que la vejez fuera adolescencia y la tontería sagacidad». Para quien no esté familiarizado con el ingenio de Jardiel, esto puede sonar a declaración vacía. El libro lo ilustra con extractos y citas de sus obras y novelas, de su correspondencia: «Un tipo que tenía suficiente talento para vivir sin hacer nada», dicho de un matón, o «al fin nos vamos a tutear con los filetes», en boca de un pobre hombre que ve ante sí una oportunidad económica, son dos perlas de una adaptación cinematográfica muda que firmó de una obra de Arniches, «Es mi hombre». Su humor retorcía la realidad y jugaba al absurdo de manera novedosa, reinventaba el símil y le aplicaba una dosis de sarcasmo y, en más de un caso, de misoginia: de Palamera Suaretti, la protagonista de su novela «¡Espérame en Siberia, vida mía!», decía que se mueve «despacio, igual que las civilizaciones y las panteras», que pertenece a «ese grupo de mujeres que conservan su aspecto elegante incluso en un naufragio» y que exhiben una «boca roja, encendida, ardorosa y fatigada, como de haber besado mucho y de haber mentido otro tanto». Cuando escribió su novela «Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?», llamó a su protagonista femenina Viola Adamant. El nombre y el apellido procedían respectivamente de las dos marcas de urinarios de los retretres públicos que entonces existían en la Puerta del Sol. Olmos matiza la extraña relación que mantuvo con el género femenino: «No podía vivir sin tener una amante. Necesitaba relaciones con las mujeres como fuera. Pero al mismo tiempo sentía cierta animadversión hacia ellas. Muchas de sus ‘‘máximas mínimas’’ son antifemeninas: ‘‘Ya no hay virtuosas ni entre las violinistas’’». Justo es decir que vivió desplantes que le marcaron: Josefina, la madre de su hija Evangelina, le abandonó por un tanguista con el bebé recién nacido –sería la familia de Jardiel, en concreto su hermana Angelina, quien le ayudaría a criar a la pequeña–. También le dejaría plantado su última amante. En «Agua, aceite y gasolia», relató el drama de un hombre de su edad al que le abandona la mujer que ama. «Para Jardiel –explica Olmos–, su vida era escribir. Tuvo muy poca vida personal y pasó mucho tiempo escribiendo. Era su única obsesión y prácticamente todos los personajes masculinos de sus obra son como él o como él creía ser: ocurrentes, mujeriegos, ingeniosos... Y las mujeres eran retratos de las amantes que tuvo. Aparte de los ratos que pasó frente a las ruletas, no tuvo una vida personal, sino literaria».

El libro sigue la dualidad de Jardiel entre la novela y el teatro, los fracasos –como «El cadaver del señor García»– y los éxitos. Sus amistades, con Sama y López Rubio a la cabeza, y el director de la revista «Buen Humor», Pedro Antonio Villahermosa, «Sileno».

Jardiel vivió al día. Ganó mucho dinero, especialmente gracias al cine y las novelas, pero le gustaron demasiado el juego y las mujeres. Por eso, cuando sus obras comenzaron a no gustar como antes, se vio arruinado. En sus últimos años, vivió con verdaderos apuros. Es, comenta Olmos, la parte de su vida que más le sorprendió cuando se sumergió en la investigación de esta biografía: «Nunca pude imaginar que fueran apuros tan importante. Pero los superó: cuando prácticamente no tenía un duro, cuando le cortaban la luz y estaba en la miseria, se le ocurre un proyecto de nuevos escenarios. Fue un hombre de teatro y concibe un sistema con 30 escenografías distintas que se movían». Y cuenta que el Nobel Jacinto Benavente comentó de su propuesta que era «el teatro del futuro». No tuvo tiempo de disfrutarlo.

Cuando, en el verano de 1951, un estudiante llamado Gustavo Pérez Puig lo entrevista para una revista universitaria, se confiesa solo y abandonado. Se sentía ya morir desde un año antes, «pocho del corazón», como le dijo a su amigo López Rubio por carta, desolado ante el mangoneo que sufría en la Sociedad de Autores, a la que, aunque siempre la consideró su hogar, responsabiliza de su muerte, «un asesinato colectivo» por haberle impedido tomarse cuatro o cinco meses de descanso. Solo y dolido también por el desprecio de los intelectuales extranjeros por su apoyo a Franco, algo que nunca negó y de lo que se mostró orgulloso. Murió en febrero de 1952, sin ayuda alguna del régimen. «Es una de las cosas que sorprenden –analiza Olmos–, en una España donde había subvenciones para todo. Es mezquino que un Gobierno que él había apoyado desde el principio, permitiera que este hombre muriera en la miseria. En 1952, en el entierro no hubo ningún ministro». Fue demasiado libre hasta para los «suyos», demasiado libidinoso para la censura de Arias Salgado. Demasiado franco –en todos los sentidos– para el mundo de los 50. «Cuando me muera, cubridme con la bandera española», pidió, aunque negó ser falangista ni fascista. Algunos «pelagatos del arte», como el vaticinó, nunca le perdonarían. Hoy, por fortuna, todo eso ha sido superado y su obra y su ingenio son su legado.

Castigador, pero no misógino

A Jardiel, implacable con sus protagonistas femeninas, se le ha acusado de misoginia. El autor lo desmentía: «No soy un misógino: sin la compañía, sin la presencia de las mujeres no podría vivir; me gustan por encima de la salvación de mi alma». Eso sí: «Lo que no hago, al menos por ahora, es entregarles el corazón, porque cada vez que lo entregué me rompieron un pedazo, y lo necesito entero para la metódica circulación de mi sangre».

El detalle

Coward y Mihura, cuidado con ellos

Escritor vanguardista, no es extraño que algunos coetaneos se «inspiraran», quizá demasiado, en la obra de Jardiel. Fue el caso de Miguel Mihura. «Con su tipo de obispo, lo oye y lo celebra todo. Pero hay que tener mucho cuidado con él, porque cuando oye algo bueno, se deja influir demasiado». O el de Noel Coward, que tomó prestada «Un marido de ida y vuelta» para su obra «Un espíritu burlón».