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Adiós maestro

Ibáñez, uno más de la familia

Francisco Ibáñez ha sido una persona fundamental en mi vida. A él le debo mi afición por la lectura

Sé que soy en esta hora en que asimilamos la muerte de Francisco Ibáñez Talavera uno más de los millones de españoles atravesados por un doble sentimiento de tristeza y gratitud. Pero estoy seguro de que mi relación con el padre de Mortadelo y Filemón ha sido única, tan especial como para el que más, por lo menos así lo siento, y por ello me gustaría compartirla con vosotros.

Francisco Ibáñez ha sido una persona fundamental en mi vida. A él le debo, sin duda, mi afición por la lectura. A él, y a sus personajes, Mortadelo y Filemón por encima de todo, pero también al botones Sacarino, Pepe Gotera y Otilio o Rompetechos, algunos de los momentos más felices de mi vida. Fui un lector voraz. Obsesivo.

Era capaz de recitar por orden cronológico los títulos de las historietas largas de Mortadelo y Filemón. Durante muchos años recordaba de memoria los mejores pasajes de las aventuras más destacadas de la pareja de detectives más disparatada y divertida de la historia. El sulfato atómico, Contra el ‘gang’ del chicharrón, El caso del bacalao, Seúl 88, Valor… ¡y al toro!, Chapeau el ‘esmirriau’… Reí a carcajadas con las situaciones que vivía el pobre Rompetechos. Títulos de los años sesenta, setenta, ochenta, noventa (¡y hasta hace unos pocos días!).

La fascinación por los personajes de Ibáñez se acrecentaba al saber que treinta años atrás, a principios de los sesenta, mi padre ya había disfrutado con la misma fruición de las primeras aventuras de Mortadelo y con el TBO y Pulgarcito. ¡Y mi abuela, que reía a carcajadas con Rompetechos y la 13 Rue del Percebe!

Mi vocabulario le debía mucho al que había absorbido de los hilarantes y disparatados diálogos entre Mortadelo y Filemón. Hasta hubo un Club Mortadelo del que fui socio, y cuyo carné guardé con orgullo muchos años. No podía imaginar mejor membresía. No sólo leía y releía las historietas, sino que también las dibujaba. Durante un tiempo también traté de imitar el estilo inimitable de Francisco Ibáñez dibujando nuevas aventuras largas que encuadernaba y ¡hasta vendía a mis vecinos y familiares!

Era testigo en conversaciones con miembros de la familia de la extrañeza de la desbordada y casi obsesiva pasión -¿por qué les parecerá tan raro?- por Ibáñez y sus criaturas. Años después mis padres me recordaban la ilusión con la que recibía, al borde del ataque de nervios, cada semana la aparición de un nuevo ejemplar de Súper Mortadelo en nuestros quioscos habituales de Sevilla.

En mi biblioteca siguen ocupando lugar preferente, entre otras colecciones, los Olés!, los Súper Mortadelo, los Magos del Humor y, sobre todo, los Súper Humor. Porque un ejemplar de Súper Humor era el regalo obligado que mis familiares debían hacerme en cada cumpleaños, santo o Reyes Magos. No había tutía. Mi aspiración en aquellos días de los años noventa era tenerlos algún día todos; algo así como reunir todo el saber en la biblioteca más completa del mundo.

Recuerdo en alguna de esas revistas algún reportaje sobre los salones del cómic de Barcelona –¡qué ciudad era aquella que organizaba salones donde se reunían anualmente los mejores historietistas del país!- la impresión que me daba ver a Ibáñez fotografiado, calvo irremediable a los cincuenta, con su chaqueta de lana y su sempiterno cigarrillo. ¡Era un hombre de carne y hueso! Me parecía un ser de otro planeta. ¡¿Cómo era posible que de aquella cabeza y aquellas manos hubiera salido tanto ingenio y diversión?!

Y hete aquí que, a los siete u ocho añitos, después de varios años de lecturas compulsivas de los tebeos de Mortadelo y Filemón y el resto de sus personajes, se me ocurrió escribirle al maestro con la única intención de mostrarle mi admiración y mi gratitud. Recuerdo perfectamente a mi madre, paciente cómplice, ayudándome a redactar, no sin esfuerzo, porque yo quería ser preciso y fiel a mí mismo en el adjetivo y en el agradecimiento, aquellos folios que enviaríamos por carta a la editorial Bruguera de Barcelona. Para mí Barcelona fue muchos años la ciudad donde nacieron Mortadelo y Filemón y Rompetechos y Zipi y Zape y donde uno podía cruzarse por la calle a Francisco Ibáñez, Escobar, Vázquez o Jan. ¡Vaya suerte!

Y al cabo de unos días… ¡Carta de la editorial Bruguera en el buzón! ¡Ibáñez había respondido! No cabía mayor emoción y alegría. Mi mayor ídolo, el hombre que me metió el vicio de la lectura, porque después de él vendría todo lo demás, se había molestado en responderme.

En mi dormitorio en casa de mis padres sigue colgando sobre una de las paredes, y junto a la colección de tebeos, sigue siendo uno de mis mayores orgullos, enmarcada, la tarjeta en la que pueden verse, ya a duras penas porque el tiempo ha hecho casi ilegible el trazo de rotulador, la firma del maestro junto a Chicha, Tato y Clodoveo, otros de sus muchos personajes, haciendo alguna de las suyas. “Al amigo Antonio Navarro. Francisco Ibáñez”. Y allá seguirá siempre.

Tenga por seguro, allá donde esté, que en un lugar de honor de mi biblioteca permanecerán siempre sus tebeos, mis torpes imitaciones de la nariz de Mortadelo y los dos pelos de Filemón y hasta de su firma, y aquel autógrafo hoy casi borrado por el paso del tiempo. Fue persona fundamental en la infancia, esa patria única de todos nosotros, y de mi vida entera. Uno más de la familia. Descanse en paz, maestro.