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Crítica de ópera

Imparable, eterna danza

Accede por primera vez al escenario del Teatro Real, para tres funciones esta ópera-ballet de Rameau, una obra que, como todas las de su género, no se inscribe en un solo universo o estilo

De izda. a dcha., el bajo-barítono Andreas Wolf, el tenor Mathias Vidal y la soprano Ana Quintans
De izda. a dcha., el bajo-barítono Andreas Wolf, el tenor Mathias Vidal y la soprano Ana QuintansJavier del Real

Rameau: “Las Indias galantes”. Intérpretes: Julie Roset, Ana Quintáns, Mathias Vidal, Andreas Wolf. Structure Rualité, Cappella Mediterranea, Coro de Cámara de Namur. Dirección musical: Leonardo García Alarcón. Dirección artística y coreografía: Bintou Dembelé. Teatro Real, Madrid, 28-V-2025.

Accede por primera vez al escenario del Teatro Real, para tres funciones (28, 29 y 31 de mayo) esta ópera-ballet de Rameau, una obra que, como todas las de su género, no se inscribe en un solo universo o estilo, sino que viene integrada por elementos muy variados. El exotismo del libreto es una de sus características. Las cuatro escenas de que consta la versión original, que marcan una duración de al menos tres horas y media, han sido reducidas en esta producción a dos que comportan algunos de los principales números.

Así los cuatro ballets en un acto independientes entre sí -'El turco generoso', 'Los incas del Perú', 'Las flores' y 'Los salvajes'-, que suman en origen hasta 16 personajes distintos, se constriñen para dar forma a un espectáculo en el que lo que menos importa es lo que sucede sino lo que se escucha y se ve más allá de convenciones argumentales o narrativas. En todo caso pensamos que una obra compleja como esta tiene la necesidad de ser observada como un fenómeno maravilloso. Y es lo que se plantea en esta ya muy rodada y famosa producción de 2019 en la que la acción se traslada a un escenario urbano donde una compañía de hip-hop -en una buena parte integrada por africanos o descendientes de ellos- borra las fronteras entre el arte culto y el popular a través de un espectáculo lleno de energía.

En él, dice la directora, se intenta “traducir la violencia del cuerpo, del alma y del espíritu a través de la cual las danzas se apaciguan como implosiones”. Se ha llegado así a construir un imponente “concierto coreográfico” que permite “explotar libremente la relación de los bailarines con los cantantes, seguir amando y haciendo amar este lazo inaudito que se ha tejido entre la danza y la música”. Palabras del director musical, que anduvo de aquí para allá en el amplio escenario, a veces sentado en el clave.

En definitiva el espectáculo, que no es verdaderamente una ópera sino una ópera-ballet o, mejor, un ballet amenizado, queda libre del proceso de creación de la obra lírica para profundizar en la relación de la danza con la música y la voz. Para establecer una relación directa, nos dice el director, “entre la voz y la pulsión de la danza; sería un espacio que aboliría la distancia entre los solistas y los músicos, entre los músicos y la danza”. Todo ello hace que la obra adopte otras formas, se actualice y sin embargo no queden borradas sus señas de identidad. Varían los pasos, las técnicas del ballet dieciochesco y con la misma y arrebatadora música danzable se proyecta hasta un presente en el que nos reconocemos todos.

La idea funciona y de qué manera si nos olvidamos de anclajes históricos y costumbristas. La poderosa música, excelentemente servida y acentuada por una orquesta de época de unos cuarenta instrumentistas, dos magníficos trompetistas y un gran percusionista a la cabeza, hace vibrar todo un espectáculo que no conoce prácticamente ni tregua ni descanso y que nos deja sin aliento. Las evoluciones de los bailarines marcan el curso de la narración, que realmente -tampoco en su origen- tiene un desarrollo lógico. Todo son estampas, flashes de época, aquí vistos y orientados desde otros ángulos. Imponente la coreografía, ya hacia el final, de la célebre “Danza de la pipa de la paz”.

Contribuyen al redondeo de la representación un coro bien entonado y cuatro cantantes solistas: la muy joven Julie Roset (27 años), lírico-ligera de resplandeciente agudo y sobreagudo, la portuguesa Ana Quintáns, voz de mayor anchura, templada y musical, el tenor Mathias Vidal, de timbre de lírico-ligero poco atractivo, de emisión incierta y agudo apurado, y el bajo-barítono Andreas Wolf, de apoyo bien asentado, redondez emisora y notable homogeneidad. En el Real ha cantado varias veces (en un “Così fan tutte”, por ejemplo). Todo el “complesso” fue gobernado hábil y musicalmente por el mando flexible de García Alarcón que al final, tras las imparables ovaciones, saludó con Dembélé y colaboradores y pronunció unas sentidas y bien orientadas palabras.