Ir de Sabina
Creada:
Última actualización:
El rock está tan basado en el ritmo que exige a la letra que se sacrifique a él. La canción de autor concede tanta importancia a la letra, que relega ritmo y melodía hasta un punto a veces tedioso. En nuestro país, el único autor que ha sido capaz de asumir esos dos polos de tensión y encontrar entre ellos un compromiso tiene un nombre: Joaquín Sabina. No es solo ese rasgo estilístico lo que ha hecho de Sabina lo que es, sino también la característica de que, para culminar ese rasgo con éxito, se necesita una capacidad literaria importante que convierta el lenguaje en algo maleable sin perder naturalidad.
Las canciones de Sabina pueden parecer coloquiales pero ese coloquialismo está altamente trabajado. Además, no hay pedestal que se aguante solo con dos patas y a esos dos puntales de técnica y capacidad habría que añadir un tercero más nebuloso (pero determinante) que es la construcción del personaje. No podemos decir cómo, porque no hay humano capaz de levantar un mapa de la niebla, pero a lo largo de los años Joaquín Sabina ha definido un personaje trasnochador, acanallado, callejero, romántico y sentimental, irrefrenable, aventurero, vulnerable y peleón, que ha cuajado casi en estereotipo. Tanto, que cuando se dice de alguien que «va de Sabina» todos los españoles sabemos perfectamente a que nos estamos refiriendo. No estamos señalando solo a alguien a quien le guste el vino, el individualismo, la noche y las camisetas marineras a rayas, sino que además ha de hacer gala de conceder importancia a la ronquera como medio expresivo y a la elaboración de todo lo popular hasta convertirlo con libertad en una obra comunicativa que hable a la gente de ellos mismos.
Rasgos parecidos tenía su gran amigo Javier Krahe, cinco años mayor que él. Se conocieron cuando ya se acercaban a la mitad de la vida, pero entablaron esa clase de amistad que solo es posible en la juventud. Entre los dos, redefinieron el concepto que se tenía en España del progre. Las canciones de Krahe era más matemáticas, perfectas, implacables, pudorosas en sentimientos. En Joaquín, cuando percibía el sentimiento como de barrio y noche de bares apartaba a un lado el pudor y se tiraba a él a corazón abierto. Se dejaba enloquecer por lo lúdico y olvidaba la geometría y aquello de ponerle el lacito a la canción, descuido voluntario de lo racional que apreciábamos los rockeros. Por eso Javier tuvo un público de culto y Joaquín se disparó al estrellato de la fama. No hubiera sido posible sin la extraordinaria maleabilidad que tiene su lenguaje para buscar símiles y figuras, para enroscarse y desenroscarse en octosílabos y endecasílabos en torno a los temas que le interesan. Tampoco hubiera sido posible sin figuras colaterales que anduvieron por ahí ya en los principios, desde Jorge Krahe, Chicho Sánchez Ferlosio hasta el imprescindible y resistente Pancho Varona. Con todos esos ingredientes levantó Joaquín Sabina su figura y fue un diseño importante. Tanto, que se identificaron con él muchos españoles de más de una generación. Sería vano reducirlo a los límites de la palabra «castizo». Es mucho más. Es saber condensar el espíritu de las letras del siglo de oro con el pop a través de un gesto tan aparentemente banal, pero tan exacto, como elegir un bombín en el momento adecuado. No menosprecien ese instinto para ver lo pop detrás de las cosas porque es insuperable. Supo afeitarse la barba a tiempo. Supo sacar el bombín del desván de la abuela. Su tarea fue, principalmente, devolverle a la palabra «casticismo» su contenido honorable.