Ivor Bolton frente al capricho escénico
«Alceste». De Gluck. Intérpretes: P. Groves, A. Denoke, W. White. Dtor. musical: I. Bolton. Dtor escénico: K. Warlikowski. Orquesta y Coro del Teatro Real. T Real. Madrid.
Ivor Bolton hacía su primera aparición en el Real como nuevo director musical de la casa. Artista serio, cuidadoso de los timbres, respetuoso con los acentos, los ataques y los fraseos característicos del repertorio barroco y del clasicismo temprano. La orquesta sonó bien en sus manos, con adecuada dicción, con legato. En las danzas del segundo acto todo estuvo en su sitio y un aire ligero envolvió la escena. En las partes más dramáticas faltó quizá, en una formación lógicamente reducida, que incorporó trompas naturales –estupendamente tocadas por Puig, Cueves, Asensi y Escudero–, algo de impulso, de energía, de exactitud y de solemnidad clásica.
Bolton, que dirige sin batuta, estuvo muy atento al coro, que, en general, actuó empastado y potente, aunque no siempre afinado y más de una vez desajustado, como en el fugato del acto I o en el canto de gloria a Admeto. El nivel vocal no acompañó. Denoke no es cantante para este cometido. La voz, de tinte algo gutural, es poderosa en el centro y destemplada en el agudo, muy forzada en las frases amplias. Incapaz el tenor Groves, lírico-ligero ya sin brillo, que se desmoronó al final. Presentable Oliemans, un Hércules baritonal de buena cepa (un payaso aquí, como Apolo). Los demás rayaron a una plausible altura. Lo mismo que los numerosos figurantes.
A Warlikowski le gusta poblar toda la escena con algún contorsionismo, como en la recreación del Hades como una morgue. Movimientos gratuitos que nos privaban de penetrar en el meollo dramático cuando Alceste y Admeto dialogan viendo la muerte de cerca. La idea central parte de un paralelismo con la historia de Lady Di. Antes de empezar se nos obsequia con la proyección de una entrevista de unos diez minutos en los que la soprano, caracterizada como de tal guisa, nos cuenta sus desventuras palaciegas. La pretensión del regista de encontrar un paralelo entre la historia de la princesa y la de la reina Alceste es vana. Trata de «humanizar» la narración haciéndola banal y ridiculizando la presencia divina basándose, según afirma, en la obra original de Eurípides antes que en el libreto de Calzabigi –retocado y recreado por Le Blanc Du Roullet– y en la música solemne, severa, tan cargada de «ostinati» y maravillosos recursos vocales, de Gluck. Intento baldío, que mata los pasajes musicales más determinantes, como el comentado del tercer acto. O como el dramático y nuclear punto del segundo en el que Admeto se entera de que es su mujer quien se ha ofrecido en sacrificio para salvarle la vida. A Warlikowski se le ocurre la idea de sacar, al son de las palmas, a una bailarina flamenca, que se pasa lo que resta de acto contoneándose, incluso en los instantes más dolorosos. Quizá no hayamos entendido nada. Ya se sabe que Warlikowski trabaja para espectadores inteligentes. Los tontos abucheamos al final de lo lindo.