Katherine Mansfield: las cartas de la mujer escándalo
Se publica el epistolario inédito de una autora que destacó por sus cuentos, que tuvo una corta vida turbulenta y trató a insignes autores ingleses de inicios del siglo XX
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La inminencia de una muerte prematura, una visión elegíaca del pasado y del futuro atraviesan el diario de Katherine Mansfield desde la primera frase —«Por fin ha acabado este fatigoso día» (junio de 1910)— hasta la última: «Todo está bien» (octubre de 1922). Tres meses después de apuntar esta sosegada afirmación, moría la narradora neozelandesa a los treinta y cinco años, en Fontainebleau. Virginia Woolf, reseñando la aparición de este «Diario» en 1927 y que sirvió de prólogo a su edición, apunta que su interés sobre todo reside en «el espectáculo de una mente —una mente terriblemente sensible— recibiendo una tras otra las impresiones fortuitas de ocho años de vida. El diario fue un compañero místico de la autora».
La delicadeza de Mansfield, ante la vida, la escritura, el fin próximo de ambas cosas, encontró tanto en el matrimonio Woolf —Leonard le publicó en la editorial Hogarth Press su relato «Preludio» (1917)— como en su compañero, el crítico literario John M. Murry, la compañía adecuada para sacarla del espanto de una enfermedad incurable y ayudarla a que sus textos fueran viendo la luz. Por su parte, en la introducción del «Diario», Murry dijo que Mansfield «respondió a la vida más intensamente que cualquier otro escritor que yo haya conocido, y el efecto de la intensidad de su respuesta está en su obra». Es una intensidad moribunda: la autora, instalada en Londres y en París por esas fechas, se dice de continuo que es necesario «poseer salud interior», planteándose lo que da en llamar «mi filosofía personal: vencer lo personal», y concluyendo que «el sufrimiento humano no tiene límite. Es la eternidad», al tiempo que consigue concentrar su objetivo vital en una sola cosa: «Vivo para escribir».
Estos extractos fragmentarios han dado pie a estudios biográficos como el de Pietro Citati, que en «La vida breve de Katharine Mansfield» habló de «una criatura más delicada que otros seres humanos: una cerámica de Oriente que las olas del océano habían arrastrado hasta la orilla de nuestros mares». Por supuesto, el diario de la cuentista era una de las fuentes principales para un Citati que veía en semejante criatura «uno de los más sólidos, compactos y tenaces temperamentos literarios» del siglo XX. La biografía era así la crónica del coraje de Mansfield ante las dificultades de la vida con una artritis galopante, de su romance con Murry desde 1912, de cómo las experiencias privadas se acabaron reflejando en sus relatos, en los que destacan tanto los personajes sufrientes por la soledad, de su vida en Londres y París, y al fin de una trayectoria que queda perfectamente enmarcada en lo que ella dijo sobre su dedicación completa a la escritura.
Lengua y agudeza afiladas
Según el investigador italiano, «solamente D. H. Lawrence, cuando escribió “Mujeres enamoradas” y se inspiró en ella para el personaje de Gudrun, comprendió su parte de Medusa: su ira, sus tinieblas, su violencia». Esto viene a propósito de la pulsión agresiva de la autora, de un odio que se adueñaba de ella por completo: «La colmaba de muerte y de corrupción, la abandonaba al espíritu de la destrucción, la consumía, la degradaba, entregándola a los seres de las tinieblas». Es una forma muy dramática de describirlo, pero tal vez haya que hacer caso a los testimonios y ratificarlo, además de preguntarse de dónde y por qué le nacía esa ira —de la rabia por su enfermedad, se podría suponer— y ver que, en efecto, «algunos decían que su lengua era afilada como un cuchillo, que “podía cortar con ella el corazón de un hombre”; y Bertrand Russell observó que, cuando hablaba de la gente, “poseía una impresionante agudeza” para descubrir todo lo que uno no desea conocer de sí mismo, los lados pérfidos y peligrosos».
Ciertamente, Lawrence, en “Mujeres enamoradas”, construyó un argumento en torno a dos relaciones sentimentales muy distintas con dos hombres por parte de sendas hermanas, la artista Gudrun y la maestra Ursula; esta lograba establecer una situación armónica con su pareja, mientras que la primera era todo un ejemplo de vínculo tormentoso y malsano. De hecho, la novela podría tener una raíz autobiográfica, pues los Murry y el matrimonio Lawrence eran vecinos en Cornualles, lugar en el que por otro lado David Herbert Lawrence, entre 1916 y 1917, se dejó llevar por una intensa atracción hacia un granjero local, e incluso la temática de la homosexualidad también se asomaba en la citada obra.
Sería muy diferente la interpretación de Woolf ante el tema principal de “Preludio” —la vida de las mujeres y su papel dentro de la familia patriarcal— que la historia de alguien que parecía sugerir que la mujer ejercía una influencia negativa sobre el hombre, al que acababa minimizando y quitándole la libertad. No hay más que ver “El amante de Lady Chatterley” (1928), que para Woolf era un ataque frontal a la figura de la mujer al presentarla como meramente incestuosa, o “Hijos y amantes”, donde los niños son poco menos que prisioneros de su madre. Con tales elementos de perspectiva narrativa, social y humana, no cuesta entender cómo Mansfield y Lawrence acabaron viendo fracturada una amistad que había nacido en 1913 y que tuvo fases risueñas, hasta el punto de que ella dijo de él una vez: «Me parezco más a Lawrence que a nadie. De hecho, somos increíblemente parecidos». Incluso Lawrence habría pretendido hacer una especie de comuna, una «hermandad de sangre», una suerte de «ménàge a quatre».
Una chica perdida
No obstante, todo se malogró por la costumbre de Lawrence de usar como modelos literarios a personas de su entorno, incluida Mansfield. De hecho, desde que la conoció ya la vio como un objeto literario potencial, basándose seguramente en ella también para un cuento, una obra teatral y otra novela, “La mujer perdida”. El objetivo de Lawrence en esta ocasión fue escribir, así lo expresó él mismo a finales de 1912, «una novela sobre el amor triunfante. Haré mi trabajo por las mujeres, mejor que el sufragio». Era el relato de Alvina Houghton, que, aburrida de la ciudad minera en la que vive, se enamora de un italiano que trabaja en un teatro, lo cual la lleva a ser vista como una «chica perdida» en pago por su búsqueda de independencia.
En cierta forma, Lawrence se especializó en captar a la mujer rebelde, que rompía su círculo social o familiar opresivo y vivía situaciones no convencionales o vituperables para la sociedad. Y en ello no tendría mejor inspiración que una Mansfield que llegó a ser desheredada y tuvo relaciones sentimentales no consentidas por sus padres –por supuesto, mucho menos las de cariz lésbico–; que se casó con un profesor de canto once años mayor al que abandonó al instante y sufrió la pérdida de un hijo a causa de un aborto natural; que padeció una dolencia venérea que le trajo muchas complicaciones y que dejó a Murry temporalmente para irse a vivir a Francia con otro hombre, aunque acabaría volviendo a casa, y casándose con él en 1918 tras conseguir divorciarse; que perdería a un hermano en el frente, en 1915, lo que le supondría un gran impacto emocional… Visto así, cómo no considerarla entonces, con el complemento ahora de su epistolario completo, en traducción de Patricia Díaz Pereda, «una lost girl».
FRAGMENTOS DE CARTAS
A Sylvia Payne: «Padre se opone totalmente a mi deseo de ser violonchelista profesional —o dedicarme al violonchelo primordialmente—, así que mis esperanzas de una carrera musical han desaparecido por completo. Fue una decepción terrible —no puedo explicarte cómo me he sentido, ni siquiera ahora, cuando lo pienso— pero supongo que no sirve de nada luchar contra lo inevitable, así que en el futuro dedicaré mi tiempo a escribir. […] Me entusiasma tanto que las mujeres tengan un futuro definido, ¿a ti no? La idea de quedarse sentada y esperar a un marido es absolutamente repugnante —y ciertamente es la actitud de muchas chicas»-
A S. S. Koteliansky: «Lawrence ya no está sano; se ha salido un poco de sus casillas. Si le contradicen en algo, se pone frenético, fuera de sí y sigue hasta que está tan agotado que no puede tenerse en pie y tiene que irse a la cama y quedarse allí hasta que se recupera. Y cualquiera que sea tu desacuerdo, dice que es porque te has equivocado en el sexo y tienes un espíritu obsceno».
A Bertrand Russell: «Pensaba escribirte inmediatamente después de que me dejaras el viernes por la noche para decirte cuánto lamentaba haber resultado un consuelo tan frío y tan inútil para aliviar la nube de tu fatiga. Durante largo rato estuve sentada junto al fuego después de que te marcharas, sintiendo que tu adiós había sido bastante definitivo, ¿lo fue? Y no me expliqué como deseaba hacerlo; dejé sin decir tantas cosas que quizá te confundí».
A Virginia Woolf: «… lo que amo sobre todo, Virginia, es observar a la gente. ¿Te reirás de mí? Me aprieta el corazón ver a la gente salir al aire libre otra vez, tímida, ventilándose; gandulean, sus voces y sus gestos cambian. […] Escribes tan condenadamente bien, tan endiabladamente bien. […] Pero con seguridad, debo verte pronto. Quiero hablar de tantas cosas. Tu habitación con las dos grandes ventanas —me encantaría estar allí ahora—. La última vez, las rosas trepadoras estaban casi por encima y se oía el sonido de alguien serrando madera. Pienso en ti a menudo —con amor».
A J. M. Murry: «Aquí la tengo, bajo mi mano —terminada— otra historia, de longitud similar a El hombre apático, quizás un poco más larga. Se llama El desconocido, una historia de «Nueva Zelanda». Mi depresión ha desaparecido; así que era solo eso. Y ahora está aquí, gracias a Dios —el fuego arde y hace calor, aunque el viento aúlla— que aúlle—. ¡Qué asunto tan EXTRAÑO es escribir! No sé. No creo que otras personas se emocionen tan tontamente como yo mientras trabajo. ¿Cómo podrían?».
A Ida Baker, 1922: «Siento que no puedo vivir sin ti. Pero por supuesto, tendremos que intentarlo y vivir de otra manera. Querida Ida, no puedo prometer o, mejor dicho, solo puedo prometer. Si no puedes aceptar con honor lo que te digo, déjalo estar. Debo hacer la sugerencia, debo intentarlo».
A Harold Beauchamp, 1922: «¿Te conté en mi última carta que la gente de aquí ha construido una pequeña galería en el establo de las vacas, con un diván muy cómodo y cojines? Ahí me tumbo unas cuantas horas al día, para inhalar el olor de las vacas. Se supone que es un remedio estupendo para los pulmones».