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Literatura
Kerouac: la casa olvidada del padre de los beatniks
En un barrio humilde se conserva la casa donde nació y, muy cerca, su tumba. Pero a su alrededor queda cierto aire de abandono y apenas ya hay turistas que acudan para visitar esos dos lugares

«Nada detrás de mí, todo delante, como siempre en el camino», escribió Kerouac, el padre de los beatniks y la contra-cultura estadounidense de los 60, aunque ese camino acabó donde empezó: en la pequeña ciudad de Lowell, Massachusetts. Allí descansa su cuerpo coronado por una lápida que está rodeada de colillas, una botella de vino, latas de cerveza entre flores, una cruz de vidrio, muchos bolígrafos y lápices incrustados en la tierra, notas con mensajes, monedas oxidadas, piedras amontonadas y una muñeca barbie desarrapada vestida de púrpura al lado de unas viejas bambas Converse medio enterradas. Dejar algo allí es una forma de conectar con su viaje. Como si Kerouac los escuchara.
La tumba está en el cementerio Edson. El lugar es una extensión de prado y lápidas al sur de la ciudad, junto a una gasolinera. No hay carteles que indiquen la dirección hacia el lugar donde reposa el artista más famoso de la región. No se ve a ni un alma. El sol del verano es afilado y el cementerio está inundado de luz. La lápida está impoluta. Contiene una sola inscripción: «La carretera es vida». Se colocó años después de su muerte para sustituir la modesta en la que solo se leía su nombre. Era una tumba sencilla, cuáquera, aunque el escritor abandonó el mundo tras volver a abrazar el catolicismo de su madre, tras perseguir la iluminación budista. La encontró en sus libros, pero se le escapó en vida.
Hijo de inmigrantes
El fundador de los "hipsters", término que hizo famoso en «Los Subterráneos», vivió rápido para dejar un cadáver bonito. Buscó la pureza a través del exceso. Con o sin dinero, viajó y describió el mundo con una pluma que sigue atrayendo a gente. Lo bautizaron Jean-Louis Lebris de Kérouac, en 1922. Era hijo de inmigrantes franco-canadienses, por lo que su primera lengua fue un francés cerrado. Sin embargo, este migrante llegó a convertirse en sinónimo de lo que es ser estadounidense. De la libertad que ese país dice buscar, cuya verdadera gasolina siempre ha sido la inmigración. Las manos, las ideas nuevas y el espíritu inquebrantable de los que llegaron para construirse una vida nueva.

Leer al padre de los beatniks depende del momento vital en el que uno se encuentre. Para los jóvenes, «En el camino» o los «Vagabundos del Dharma» pueden ser un viaje iniciático en busca de la iluminación. Si se leen de adulto, «Big Sur» y «Trisstessa», dan cuenta de la desilusión del mundo y los sueños rotos. Y al final, todo se reduce a «Satori en Paris & Pic», una de sus últimas obras, la más caótica y alcohólica. «Mis modales, abominables a veces, pueden ser dulces. Al crecer, me convertí en un borracho. ¿Por qué? Porque me gusta el éxtasis mental. Soy un desgraciado. Pero amo, amo», escribió en esta. No obstante, también dejó lugar para la esperanza. «La felicidad consiste en darse cuenta de que todo es un gran y extraño sueño».
"Más allá de una placa de homenaje, nada indica que la juventud de Kerouac discurriera allí"
La casa donde pasó parte de su infancia está en el número 9 de la calle Lupine. No es una casa-museo oficial, quizás por eso al contemplarla parece real. Es una vivienda de la clase obrera de Nueva Inglaterra: dos pisos pequeños, de madera pintada de gris, puertas blancas y un porche con unas flores. En la pared cuelga una placa verde: «Lugar de nacimiento de Jack Kerouac – 1922». En esa casa lloró y soñó por primera vez, aunque vivió en otras direcciones. En el 75 de la calle Moody, que ya no existe, escribió parte de su primera novela, «El pueblo y la ciudad». Abandonó Lowell siendo joven, aunque este siguió presente en libros como «Doctor Sax», «Visiones de Gerard» o «Maggie Cassidy». La época de la industria textil, el humo del carbón y el metal fundiéndose en la que creció Kerouac hace tiempo que se desvaneció. Los comercios y bares más cercanos a la casa tienen aspecto de necesitar una mano de pintura y jabón. Esta es una ciudad deprimida por el fin de la industria, como atestiguan las fábricas abandonadas que recorren las orillas del río Merrimack.

En el jardín de la casa hay un montón de juguetes viejos y rotos esparcidos por el césped. Tienen aspecto de llevar años allí. Parecen metáforas de las vidas rotas de muchos de los personajes que poblaron los poemas y las novelas del escritor. La calle mal asfaltada, llena de agujeros y que serpentea hacia una hilera de casas de clase obrera, algunas necesitadas de una renovación completa, pone al descubierto la tierra por donde una vez correteó el jovencísimo Jean-Louis; es curioso que compartiera el nombre bautismal con el poeta francés que más marcó su obra, Jean-Arthur Rimbaud.
En más de una ocasión debió salir por esa puerta modesta con un ejemplar de «Una temporada en el Infierno», o sus «Iluminaciones», en el bolsillo de la chaqueta de estrella del fútbol americano. En el instituto Kerouac se convirtió en un «All American Boy». Gracias al deporte consiguió una beca que lo llevó a la Universidad de Columbia en Nueva York. Allí conoció a los escritores con los que daría forma a la Generación Beat: Allen Ginsberg, William Burroughs o Lucien Carr, entre otros.
Al andar por el ramal de la calle Lupine, cabe preguntarse si cuando el joven Kerouac pisaba esta acera ya soñaban con incendiar la literatura desde sus entrañas. Cuando se marchó de esa casa fue para, durante los años 40 y 50, recorrer el país a dedo, en autobús, trasladando coches o incluso en vehículos robados por Neal Cassady para viajar por la América rural. De Nueva York hasta Frisco y vuelta. Él sería la inspiración para su personaje inmortal y protagonista de «En la carretera», Dean Moriarty. Escribió la novela de un tirón, abusando de la bencedrina, en un rollo de papel de 36 metros, sin puntos ni márgenes, como si fuera una melodía de bebop. Buscó la eternidad y la consiguió.
Un icono a la fuerza
El libro se convirtió en el evangelio beat. El escritor pasó a ser un icono sin querer serlo. Mientras el mundo leía sus obras como símbolos de libertad, el budismo en el que se refugió para huir de sí mismo no detuvo su mano para martirizarse a base de botellas de whisky, resentimiento hacia los viejos amigos y muchas contradicciones, especialmente políticas. En «Big Sur», su última obra publicada en vida contó su derrumbe físico y espiritual, causado por un éxito que no quería, a través de la narración sobre un hombre solo frente al océano, incapaz de huir de sí mismo.
Nunca consiguió creer en la juventud que lo adoraba y a la que acusó de no entenderlo del todo. Murió un 21 de octubre, en el hospital St. Anthony en San Petersburgo (Florida), como consecuencia de una hemorragia abdominal masiva causada por el alcoholismo. Traspasó en el año en el que el movimiento hippy, del que fue raíz, llegó a su máxima expresión y desapareció con la misma rapidez, en 1969, a los 47 años. En su tumba no yace solo porque es un terreno familiar. Le dio al mundo unas páginas llenas de polvo, sudor, fe, música y vértigo. Su obra sigue viajando porque en su tumba no termina el camino. Más aún, por fin convierte a Jack Kerouac en el «bodhisattva» que siempre quiso ser, alejado para siempre de la sujeción al nacimiento, la enfermedad, la muerte, el dolor y la contaminación del mundo. Aquí alcanzó la pureza que buscaba. Su cuerpo va camino del polvo, pero sus palabras perviven. La muerte no fue su final.
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