Historia

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La fascinación inglesa por Isabel la Católica (a pesar de todo)

Un documentado pero irregular ensayo del hispanista Giles Tremlett dibuja a una reina con un concepto más visionario y mesiánico de la España de la época como amalgama de territorios frente a la unidad política que preconizaba su esposo Fernando, gran valedor de la Inquisición como herramienta de poder más que como tribunales teológicos

Isabel la católica, en un lienzo de Luis de Madrazo y Kuntz, pintado en torno a 1848, que se conserva en el Museo del Prado
Isabel la católica, en un lienzo de Luis de Madrazo y Kuntz, pintado en torno a 1848, que se conserva en el Museo del Pradolarazon

Un documentado pero irregular ensayo del hispanista Giles Tremlett dibuja a una reina con un concepto más visionario y mesiánico de la España de la época como amalgama de territorios frente a la unidad política que preconizaba su esposo Fernando, gran valedor de la Inquisición como herramienta de poder más que como tribunales teológicos.

Estamos en tiempos de re-exaltación del pasado. El daño causado por los complejos del progresismo y los del conservadurismo a la hora de enfrentarse a nuestra Historia no cesa. Por lo demás, las graves carencias de los sistemas educativos, o las deficiencias en los medios de comunicación, mantienen viva una permanente zozobra. Son herencias de nuestro pasado, heridas que no han querido que cerremos. El «98» vive; el franquismo ideológico, vive. Por ende, la oposición a éste ha de llegar a soportar disparates como los de aquella ministra que inquiría: «Esta Isabel era un poco franquista, ¿no?».

Suele ser moneda común entre los historiadores que a la hora de dar a luz sus trabajos, con bases metodológicas y científicas, han de tener presentes tantos los hechos históricos en sí mismos, como su traslación a la posteridad. Es decir, que tan importante es la historia, como la historiografía. Por ello, cuando se escribe historia, es buena cosa hacer un somero repaso a lo que se ha escrito sobre lo que uno maneja como fuentes, o como bibliografía, que no es lo mismo. Y ni aun las fuentes en sí son objetivas, porque no hay textos más subjetivos, en muchas ocasiones, que los de los propios cronistas. Por ello, usar y abusar ingenua e inocentemente de los textos «oficiales» o similares de la época sobre la que se escribe puede inducir a algún que otro error. Por lo demás, podrá aceptarse el principio de que una de las bases del quehacer de un historiador es el de saber leer manuscritos de la época que trata, porque en su defecto lo que hará será leer libros impresos que, si no se plantea por qué se han publicado unos y no otros y en qué momento, caerá de nuevo en la sabrosa trampa de no haber sabido poner en entredicho las fuentes.

Al historiador de profesión le habrán enseñado a lo largo de la carrera en qué consiste la crítica de fuentes. Es una cuestión metodológica. Sin método, no hay conocimiento científico. Y sin éste, puede ser que estemos ante creación literaria. Esta era la consideración en que se tenía la escritura de la Historia hasta mediados del siglo XIX: una rama de la literatura porque se primaba el estilo sobre la objetividad. Mucho fue lo que tuvieron que pelear algunos hasta que en 1844 se abrieron los archivos nacionales para que los investigadores pudieran tener acceso a sus contenidos.

Y este es el caso del libro que nos ocupa. En sus voluminosas 638 páginas solo hay dos o tres alusiones a documentos del Archivo General de Simancas. Por ende, estamos ante un libro que no ofrece, documentalmente, nada nuevo. Por el contrario, el acopio que hace de fuentes impresas (fundamentalmente subjetivas crónicas, desestimando epistolarios, o grandes colecciones o repertorios sobre Isabel I) es apabullante. Y ahí está la originalidad de este libro: el acopio de textos de escritores judíos (con menosprecio a los exhaustivos trabajos de Contreras o Heningsen) le dota de una singular visión del gravísimo problema que se creó entre cristianos viejos, nuevos y judíos y que tan hondas raíces hincó en el «ser español» que estructuralmente aún perdura.

Los grandes, ¿sometidos?

Obviamente, entre tantas páginas y notas al pie, en un cuidado e inteligente aparato crítico, ha de encontrarse algún rasgo de calidad: y este es la capacidad de síntesis del autor. Sobre lo que cita y sobre su audaz interpretación de la España actual, como si de aquellos tiempos del siglo XV a los actuales, no hubiera pasado nada. Mas, parece ser, que los procesos históricos son lentos y cronológicos. Llaman la atención los títulos de los capítulos. Sin duda alguna centran muy bien los problemas, pero a veces los contenidos escasean: por ejemplo, supongo que cuando habla de «El sometimiento de los Grandes», querrá hacer alusión a la vieja idea ya inconsistente de que los grandes señores fueron sometidos en tiempos de Isabel (¡y Fernando!). De haber sido así, ¿por qué escribió Pedro Mártir de Anglería lo que escribió cuando narró como nadie la muerte de Isabel? Y de haber sido así, ¿por qué se fue Fernando a Nápoles? Ocurre otro tanto en el capítulo siguiente, dedicado a la «Justicia expeditiva» (en la que el autor mismo pone de manifiesto cómo Medina Sidonia le planta cara a la reina), donde se olvida de la más concienzuda obra sobre la Santa Hermandad de Talavera, de Guillaume-Alonso. Por lo demás, no se comprende cómo no se dedica algo más de espacio al humanismo.

Sin embargo, la obra es de ágil lectura, cuidada en las formas literarias para que llegue al gran público, lo cual es imprescindible y necesario e impresionante, insisto, en el uso de bibliografía. Su necesidad de hacer una obra de ventas se ve en los títulos de los epígrafes y en su concepción presentista de los comportamientos humanos: ¿por qué no se habla de la búsqueda de la «fama» renacentista en los hombres de armas y letras, o de la «codicia» en general y se habla de «aburrimiento» para explicar el salto del Caribe al Contiente (p. 513)? Por cierto, las inexactitudes conceptuales, ese andar en el filo de la espada del lenguaje es muy propio de este tipo de creadores: Isabel no envió a Colón a América (p. 513). De hecho, según parece ser, se firmaron unas «Capitulaciones», un acuerdo entre partes, en Santa Fe de Granada. Por cierto, el que Isabel creara la Inquisición (¿Isabel y no Fernando?) no explica que no hubiera protestantes en España. Es una precisión cronológica sin mayor importancia. El instrumento para perseguir judaizantes, una vez que los había exterminado, o casi exterminado, optó como todas las instituciones por sobrevivir. Y, para su fortuna, apareció la herejía protestante (y siguió habiendo descendientes de conversos con bastantes dudas de fe por el sincretismo religioso).

Y si la obra es un intento de exaltación de Isabel y su imperio, como lo es, todo ello montado en unas décadas fasciantes, ¿cómo se explica que «la preeminencia de España en Europa se desvaneció tan rápidamente como había surgido»? Dicen los historiadores que las paces de Westfalia de 1648 pasaron el testigo de la hegemonía europea de España a Francia, pero que España aún mantenía posesiones postimperiales, o que aún hacia 1820 había una América Española, cuyos restos se perdieron en 1898.

Caballos y tomates

Es simpático hablar de caballos y tomates en la misma página, en la que se habla de la expansión del cristianismo (pp. 518-519), cuando un movimiento religioso y cultural que llega a asentarse con todas las contradicciones que se quiera, debe ser un acto social más complejo que el de recolectar tomates. Son cuestiones conceptuales, no superficiales. Y Cervantes no murió el mismo día que Shakespeare, sino la víspera. En cualquier caso, son de gran calidad las reflexiones finales de la obra, en donde en alguna ocasión parece que se va a atrever a hablar del exterminio británico-norteamericano en el Far West, pero no.

Y alrededor de sus reflexiones finales y, aun de toda la obra, planea la misma afirmación: hicieron un país de países. Obviamente así fue. Y ellos lo veían con la naturalidad con que lo vieron. Pero no creyendo en ello como única verdad constitucional: adviértase que Fernando de Aragón siempre creyó más en una España unificada política, que la visionaria y mesiánica de su mujer. De hecho, si Fernando dejó hacer y correr a la Inqusición era porque si la herejía se convertía en delito, y a los tribunales en principio teológicos los convertían en tribunales regalistas, podían existir Cortes diferentes en toda la Monarquía, que como quiera que los pecados son universales, los tribunales de la Inquisición podrían cumplir ese objetivo político. De hecho, al Inquisidor General lo nombraba el Papa a propuesta del rey. Y esa amalgama de territorios (como amalgamas son los imperios) llegó a ir contracorriente. Tras la traición a su rey legítimo en la Guerra de Sucesión (segunda traición de las oligarquías y el campesinado catalán en setenta años, que la primera fue en 1640) se abolieron sus fueros y sus leyes se castellanizaron, si bien es cierto que hubo correcciones y se mantuvo el derecho privado de Cataluña. Eran tiempos diferentes aquellos que alboreaban a princios del siglo XVIII, con respecto a los de los pactos de Segovia de 1474-1475.

En conclusión, nos hallamos ante una biografía más sobre la reina Isabel, que aporta excelentemente el punto de vista de un hispanista que aparece fascinado por la obra política de esta reina, a la cual eleva a los altares de la gloria secular. Fue así, sin duda. Como todo reinado, como toda obra de hombres o mujeres, el proceso se vio teñido de claroscuros, por supuesto, que Giles Tremlett ha sabido adivinar y ver a lo largo de su gran estudio, que afortunadamente no es una novela.