La matanza del bolchevismo
La Revolución rusa de principios del siglo XX se vio inmersa en una serie de terribles despropósitos como pocas veces se recuerda en la Historia
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La Revolución rusa de principios del siglo XX se vio inmersa en una serie de terribles despropósitos como pocas veces se recuerda en la Historia
Pocas veces en la Historia se han cometido desmanes tan terribles como los de la Revolución bolchevique y la guerra civil en Rusia, donde, en diciembre de 1918, los cadáveres se amontonaban frente a los cementerios de todas las ciudades importantes. Con el primaveral deshielo, llegaron las epidemias. El régimen de terror se planteó entonces la incineración como sistema para hacer desaparecer los cuerpos y evitar las enfermedades contagiosas.
El primer crematorio se inauguró en diciembre de 1920, en Petrogrado. Pero apenas podía despachar un centenar de cadáveres al mes, y se optó por el enterramiento colectivo. Se calcula que en las fosas comunes de Butovo, en las proximidades de Moscú, se hacinaron durante la era estalinista nada menos que cien mil restos de seres humanos, y doscientos mil más en la necrópolis de Bikovna, en Ucrania.
La checa panrusa de Dzerzhinsky sería aún más terrible que la petersburguesa de Uritski, prodigándose las matanzas en los locales de una antigua compañía de seguros de vida –ironías del destino–, en la plaza Lubianka, próxima al Kremlin, donde el primer mandatario de la policía secreta instaló su cuartel general del horror.
Amputaciones
Lo sucedido durante la guerra civil en el «Trouvor», un barco capturado por los chequistas, fue espeluznante. Los tripulantes, encerrados en las bodegas, fueron obligados a salir uno a uno a cubierta. Al llegar al puente, la víctima era desnudada, atada de pies y manos, y extendida en el suelo, donde se le amputaban las orejas, la nariz, y los órganos genitales. Una vez «podada», en expresión de uno de los chequistas, se la arrojaba al mar. Así, una tras otra.
Los horrores no acabaron con el infierno del «Trouvor». En el cementerio de Morchanks fueron enterrados vivos ocho campesinos heridos. En Rostov se fusiló a todos los muchachos de catorce a quince años sospechosos de simpatizar con los enemigos de la Revolución. En el distrito de Kirsanov se encerró a los detenidos en un establo repleto de cerdos salvajes y hambrientos.
Al anciano arzobispo de Jarkov le despellejaron la cabeza, y al obispo de Pern le enterraron vivo. En Kiev, los enfermos fueron desalojados de los hospitales y fusilados en plena calle. Igual suerte corrieron veinte mil de los cincuenta mil habitantes de la ciudad transcaucásica de Yangia, abatidos por las balas de sus verdugos.
De sus horribles matanzas dejaría testimonio escrito Joseph Davies, embajador extraordinario del presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, en carta confidencial al secretario de Estado, Cordell Hull: «El terror es espantoso –relataba Davies–. Por múltiples indicios se comprueba que el pánico penetra y obsesiona a todas las capas de la sociedad. No hay un hogar, por humilde que sea, que no viva con el miedo constante de una batida nocturna de la policía secreta, preferentemente entre la una y las tres de la madrugada. Si alguno es arrestado, pasan meses sin oír hablar de él. A veces incluso acontece que desaparezca para siempre. La policía secreta ha extendido su actividad como jamás se había visto en la capital de la URSS. Se afirma que es tan brutal y cruel como la de los antiguos zares. La purga actual tiene, sin ninguna duda, un carácter político».
Tras la derrota infligida a Alemania en la Primera Guerra Mundial y la nueva victoria de los bolcheviques en la guerra civil rusa entre 1918 y 1920, la República soviética recuperó parte de los territorios perdidos en Brest-Litovsk.
Violencia y epidemias
Al Ejército Rojo, organizado por León Trotski, asesinado en Coyoacán (México) en agosto de 1940, se debió en buena parte el triunfo abrumador de los bolcheviques en la guerra civil, que se saldó con la muerte de alrededor de ocho millones de personas de forma violenta, por hambre y epidemias. Hombres y mujeres que no comulgaban con el ideario bolchevique; muchos de ellos militares del antiguo ejército zarista, agrupados en el denominado «Movimiento Blanco», integrado por miembros conservadores y liberales favorables a la monarquía y por socialistas contrarios a la revolución. Y también niños inocentes, que cayeron de modo indigno y oprobioso ante la pasmosa indiferencia de sus miserables verdugos.
Las desdichados supervivientes vagaban descalzos por las calles, vestidos con harapos, igual que sombras fantasmales. No tenían ni un mísero mendrugo de pan que llevarse a la boca, ni tampoco leña para calentarse en el gélido invierno. Ni tan siquiera velas para alumbrarse ante la falta de electricidad. Los cadáveres de caballos yacían abandonados en las calzadas, dibujando con tétricas pinceladas una de las estampas más crueles de la Historia de la Humanidad.
En el vertedero
Un ejemplo de la devastación de vidas humanas durante la guerra civil rusa quedó reflejado en el escalofriante telegrama que envió Sir C. Eliot a Lord Curzon, el 22 de febrero de 1919. En el documento se recogía el informe detallado de 71 asesinatos cometidos por los bolcheviques en 1918. Una gota de agua en el inmenso piélago de la barbarie, como esta: «Números 1 a 18 ciudadanos de Ekaterimburgo (conozco personalmente a los tres primeros) fueron encarcelados sin ninguna acusación contra ellos y a las cuatro de la madrugada del 29 de junio fueron conducidos (con otro, sumando 19 en total) al vertedero municipal de Ekaterimburgo, que está casi a un kilómetro de Ekaterimburgo, donde se les ordenó ponerse en hilera, a lo largo de una zanja recién cavada. Cuarenta hombres armados, se cree que milicianos comunistas, con aspecto de tener pocas luces, abrieron fuego y mataron a 18».