Festival de Venecia

La Mostra cambia de sexo

Eddie Redmayne interpreta a Einar Wegener, que cambió su sexo y pasó a llamarse Lili Elbe
Eddie Redmayne interpreta a Einar Wegener, que cambió su sexo y pasó a llamarse Lili Elbelarazon

Eddie Redmayne encarna a un pionero del transgénero en los años 20, el pintor Einar Wegener, en «The Danish Girl».

Sobre el papel, «The Danish Girl», uno de los títulos más esperados de la Mostra y, se aceptan apuestas, futuro candidato a los Oscar, no habla de la formación de una doble identidad sino de la emergencia de una identidad (femenina) en un cuerpo (masculino) que no le corresponde. Lo que vemos en pantalla contradice tan loable planteamiento teórico: estamos más cerca de «Psicosis» que de la maravillosa «Un año con 13 lunas», de Fassbinder. Es decir, tanto Eddie Redmayne, que tiene el aspecto de un nuevo Anthony Perkins, como el guión de Lucinda Dixon y la dirección de Tom Hooper, describen el nacimiento de Lili Elbe, vía pionera operación de cambio de sexo, como fruto de un proceso esquizofrénico, simplificando la complejidad de la metamorfosis para que el público de multisalas pueda aceptar algo que, desgraciadamente, sigue siendo un tabú en una sociedad que se pretende abierta y tolerante. Los vítores que saludaron efusivamente al equipo de la película en la rueda de Prensa demuestran que esa simplificación dará sus beneficios en taquilla, y quién sabe, una Copa Volpi para Redmayne.

«Es una película sobre la inclusión, hecha posible por el amor», declaró Tom Hooper. «Del mismo modo que la crisis de los refugiados en Europa tiene que apelar a nuestros corazones, la persecución a la comunidad transgénero a lo largo de décadas también tendría que hacerlo». No sabemos si la comparación es pertinente, pero está claro que, en el limitado universo del director de «El discurso del rey», el amor lo puede todo. El filme cuenta el apoyo incondicional que recibe, a finales de los años veinte, el pintor Einar Wegener (Redmayne) para convertirse en Lili (Alicia Viklander) por parte de su esposa Gerda, también pintora, y un galerista amigo de la infancia (Matthias Schoenaerts). Es una historia real, aunque condensada hasta dejarla en los huesos: si Lili tuvo que someterse a cinco operaciones, dos le bastan –y sin meterse, por supuesto, en discusiones de código deontológico médico, que, en aquella época oscurantista, tendían a responder a «una manera de pensar completamente dualista»– a Hooper para liquidar su «biopic» transgénero.

Se trata, es obvio, de un tema delicado, y Hooper lo toca con guantes de látex, creyendo que la fuerza del tema compensa su laxitud al abordarlo. El despertar de la Lili que Einar lleva dentro se produce cuando acaricia un salto de cama de seda de su atrevida y espontánea esposa. Es una licencia dramática, claro, pero que resulta escasamente verosímil, y que reduce una profunda cuestión de género a una epidérmica cuestión de tacto, que la puesta en escena de Hooper, tan enfática como preciosista, resuelve con planos cortos que revelan la sensualidad del momento. Hooper afirmó que «Einar no se identifica con el género con el que nació, ha estado toda su vida encubriendo la feminidad que llevaba dentro», pero la película no resuelve ese sufrimiento previo, no lo explica. Antes de esa revelación, ya había saltos de cama en la vida de Einar.

Otra cuestión peliaguda es el papel del arte en este proceso. En cuanto Lili sale a la luz, Einar deja de pintar. ¿Cómo se entiende, pues, que, según dice Hooper, la emergencia de Lili sea posible gracias al espacio creado por el arte? En una película que suda óleo para ser políticamente correcta, resulta cuando menos discutible que Lili tenga suficiente con ser mujer, y que eso signifique convertirse en dependienta de unos grandes almacenes.

¿Y Eddie Redmayne? «En los últimos cuatro años he hablado con miembros de la comunidad transgénero de todas las generaciones y sólo puedo agradecerles su amabilidad y generosidad», explicó después de remarcar que no es lo mismo sexualidad que género. Lección bien aprendida para un actor que incorpora el gesto de la feminidad en la contenida expresividad de su interpretación. Su físico, de una fragilidad modiglianesca, ayuda a hacer creíble a Lili, aunque hay mucha técnica en su acercamiento al personaje, que a veces tiene el aspecto de un maniquí o una de esas muñecas mecánicas que duermen en el fondo de una feria antigua. La naturalidad sin maquillar de Alicia Vikander, a quien hemos visto recientemente en «Operación U.N.C.L.E», se lo come con patatas.

Una distopía fallida

La segunda película a concurso del día también llevó tatuado en la frente el lema «amor vincit omnia». Probablemente, «Equals» no se habría proyectado en sección oficial si la protagonista no fuera Kristen Stewart, aunque Alberto Barberà, director de la Mostra, parece haber olvidado que los fans de la saga «Crepúsculo» no suelen comprar una entrada para ir al cine en el Lido veneciano, sino que se limitan a ocupar los lindares de la alfombra roja. El filme de Drake Doremus no es más que la enésima versión de la saga de Stephanie Meyer cruzada con «Un mundo feliz» o «La fuga de Logan» o, si tenemos que hacer caso de sus modelos confesos, «Blade Runner», «Fahrenheit 451» y «Alps». Si Doremus piensa que está aportando nuevos ángulos de visión a la ficción distópica, se equivoca. Lo cierto es que ni siquiera debe de pensarlo, porque, en rueda de Prensa, demostró que no conoce las diferencias entre los conceptos utopía y distopía. La película se desarrolla en una sociedad que ha prohibido las emociones, sus habitantes no pueden tocarse, y su vida se limita a trabajar, comer y dormir, pero Doremus percibe a esa sociedad «como un mundo en clave zen, una utopía». ¿Es utópico, ergo deseable, que besarse sea considerado una enfermedad?

Doremus echó más leña al fuego cuando declaró que «la tecnología no es más que un telón de fondo» en «Equals», cuando precisamente el elegante diseño de producción de la película es su único atractivo. La relación entre dos dolientes de amor perseguidos por el Colectivo, ese Gran Hermano que concibe la asepsia emocional como perfecto instrumento de control, es el corazón aletargado de «Equals». «¿Podríamos vivir sin amor? ¿Progresaríamos o nos limitaríamos a vegetar?», se preguntaba en voz alta Kristen Stewart. «La pasión y la curiosidad es lo que pone el mundo en marcha. No entendía por qué la gente de este mundo seguiría trabajando sin amor. Drake me decía que aún habría una curiosidad intelectual, una preocupación por el bien común. Pero yo no lo veo claro». El espectador tampoco. La inconsistencia dramática de ese futuro posible pone de relieve la endeblez de una película que, Romeo y Julieta mediante, quiere resucitar el éxito de «Crepúsculo» en clave «arty». Creíamos que Stewart estaba dejándose la piel para reorientar su carrera después de su espléndido trabajo en «Viaje a Sils Maria», pero «Equals» lo desmiente.