Toros: La última cornada de la corrección política
Desde la mitología Oriental y los palacios minoicos hasta hoy. El toro es uno de los grandes símbolos culturales del Mediterráneo. Un animal que ha representado lo indómito de la naturaleza y los temores del hombre, y que ahora, debido a la muerte de Iván Fandiño, vuelve a estar en el centro de la polémica y de las críticas.
El toro es uno de los grandes símbolos culturales del Mediterráneo. Un animal que representa lo indómito de la naturaleza y los temores del hombre, y que ahora, tras la muerte de Iván Fandiño, vuelve a estar en el centro de la polémica.
Dentro del laberinto esperaba la bestia a la que había que vencer en aquel viaje iniciático del héroe, que más que una aventura a través de los mares para salvar a su gente o para conseguir la mano de la princesa, era una travesía interior para descubrir las interioridades de aquel lugar de poder y autoconocimiento que era el palacio donde moraba el Minotauro. La pérdida del yo y el enfrentamiento con uno mismo, el rito de paso de la adolescencia a la madurez, la experiencia del morir antes de morir para mejor conocer o para pasar de etapa, la purificación simbólica de la comunidad y, ante todo, el antiquísimo ritual sacrificial –la bestia que muere, cuando no el hombre– como expiación son algunas de las interpretaciones que ha recibido este esquema legendario: la hermandad humana se reforzaba con estas experiencias iniciáticas y sublimadas en la antigua religiosidad.
La mítica aventura de Teseo, que surca el mar Egeo desde Atenas en pos de la mítica Creta para liberar a su patria del oprobioso tributo que debía pagar a la bestia es, tal vez, la más antigua reliquia mítica en Occidente de la lucha arquetípica entre el hombre y la bestia, simbolizada en las culturas del Mediterráneo antiguo, por excelencia y como no podía ser de otra manera, por la tauromaquia. El toro, este noble animal de poder, símbolo de la fiereza de una naturaleza telúrica y formidable a la que debe hacer frente y domeñar el ser humano, ha centrado diversos ritos y ceremonias desde épocas primordiales, desde el mundo del antiguo Oriente hasta nuestros días.
Pero volvamos a Creta, antesala de Europa, y al recuerdo legendario de la cultura minoica en el mito. Hay que recordar, como primera etapa mítica de la historia de Teseo, que el Minotauro, hijo monstruoso del rey Minos –legislador de Creta e hijo a su vez de Zeus–, y la reina Pasifae –que lo tuvo de sus amores monstruosos con un toro– fue encerrado simbólicamente en aquel laberinto de Dédalo, lejano trasunto legendario de los palacios minoicos y arena de combate primigenia por excelencia. Allí fue vencido por el héroe civilizador ateniense merced a la ayuda imprescindible de la princesa Ariadna, que traicionó a su hermanastro tauriforme por amor a Teseo.
Ecos míticos
El hecho de que esta luego fuera abandonada por el taimado héroe es otra historia, de final feliz gracias a un dios redentor, Dioniso. Casi viene naturalmente al caso el maravilloso fresco del arte minoico de la llamada taurokathapsia, el salto del toro. Este seguramente recogía una vieja ceremonia que tendría lugar en los amplios patios para uso ritual de los palacios minoicos y que luego se encontrarían los griegos micénicos que se enseñorearon de aquellos lugares. Ellos forjarían sus ecos míticos.
No fue ciertamente Teseo el único héroe que hubo de vérselas con un toro arquetípico: si él es el héroe jonio por excelencia, el del pueblo dorio, el gran Heracles, tuvo que vencer al monstruoso Toro de Creta con sus propias manos desnudas. Es uno de los trabajos, el séptimo, del gran héroe civilizador del Peloponeso que también simboliza una larga tradición de lucha contra lo irracional encarnada en un toro ctónico, relacionado con el mundo de lo telúrico, del mar y de la naturaleza desatada.
Pero no es el mundo helénico y prehelénico el único testimonio antiguo de la tauromaquia. Huelga recordar las figuras de toros alados del Oriente antiguo, asirios o persas, y la antiquísima epopeya de Gilgamesh, donde el héroe sumerio y su inefable amigo Enkidu, compañeros de búsqueda más allá de la muerte, lidian y matan a un toro divino y celestial. O, aun más atrás en el tiempo, las escenas de combates taurinos en las pinturas rupestres, que más allá de la caza podrían aludir a iniciaciones y rituales variados de paso y de cohesión de la comunidad.
Al otro extremo del Mediterráneo fue donde durante más tiempo cuajó la tradición de la tauromaquia y donde se mantiene viva a día de hoy. La Hesperia o tierra de poniente, también marcada místicamente en la historia de las religiones antiguas con todo tipo de pruebas hercúleas y ordalías, que es España, ha sido el reducto hasta nuestros días de estas antiguas tradiciones. Hay quien sigue el rastro de la lidia hasta las inscripciones celtibéricas, como la de Clunia, donde se representa la lucha primordial con el toro. Otros se refieren a los tiempos de los romanos, a una medida del emperador Claudio o a la especial incidencia de los misterios orientales de Mitra, con su tauroctonía, en tierra hispana. Sin duda la religión fraternal de Mitra, con tantos puntos en contacto con el cristianismo y que, en cierto modo, allanó su camino, representa el traslado a una liturgia sacrificial del motivo del toro que muere a manos del dios-héroe redentor.
Muy lejos quedan esos misterios de la historia posterior de la tauromaquia. Hunde esta sus raíces en el medievo, en las justas con toros que se atestiguan entre la realeza y los nobles de los reinos hispanos –y más allá de la península– y, luego, en las fiestas del renacimiento y el barroco que incluían en la plaza de armas una corrida de toros. Pero para el surgimiento de la tauromaquia moderna habrá que esperar al siglo XVIII, con figuras como Francisco Romero, Costillares y otros padres fundadores del arte del toreo en la España ilustrada que abrieron el paso a la modernidad a partir de Belmonte y su sucesores. Es una riqueza cultural que se ha preservado de forma casi milagrosa hasta nuestros días y supone, como vieron grandes mitólogos como Robert Graves o Joseph Campbell, una extraordinaria pervivencia del ritual antiguo en sus muchas variantes.
A la luz de la historia
Es curioso constatar cómo una manifestación del mundo de la cultura se ha politizado de forma tan extrema en nuestros días: basta comparar los preámbulos de las leyes nacional, catalana o madrileña que protegen o prohíben este arte como patrimonio cultural común o como símbolo considerado ajeno que hay que proscribir. Leerlos a la luz de la historia y de las ciencias de las religiones es un ejercicio esclarecedor de la siempre controvertida intersección entre cultura, legislación e intencionalidad política. Lejos queda aquel espíritu del mito, aquel misterio histórico que se desdibuja entre las tristes concreciones y los intereses políticos de la modernidad. Hoy hablamos de otro torero que ha perdido la vida –héroe para unos y villano para otros– en el sublime combate arquetípico.
Dentro del laberinto, allá donde fue Teseo a dar muerte al toro-hombre que se llamaba Asterión, recordando el mito y el inolvidable relato de Borges, no hay nada sino el propio miedo del hombre y su encuentro consigo mismo. El combate con las fuerzas de la naturaleza se ha atenuado un tanto en su carga mítica y son otros los laberintos y los desafíos que atenazan al hombre moderno. Lo milagroso es que la tauromaquia, un arte que habla el lenguaje primordial de lo simbólico como ningún otro, haya pervivido de una forma tan extraordinaria que, incluso los que no lo entendemos, guardamos silencio de forma reverencial, como ante los misterios. Quién sabe cuánto tiempo más podremos contemplarlo.