Alfonso Ussía

La última guerra del Marqués de Sotoancho

Regresa el «alter ego» de Alfonso Ussía, esta vez, acompañado de yihadistas, guardias civiles y, sobre todo, de Paula, una novicia a la que el protagonista, muerto de amor, deseará raptar

Barca vuelve a ilustrar las aventuras del Marqués de Sotoancho
Barca vuelve a ilustrar las aventuras del Marqués de Sotoancholarazon

Regresa el «alter ego» de Alfonso Ussía, esta vez, acompañado de yihadistas, guardias civiles y, sobre todo, de Paula, una novicia a la que el protagonista, muerto de amor, deseará raptar.

► CAPÍTULO 1

Alarma Roja

Ya no es un niño. Tomás necesita ayuda, si bien sus obligaciones se han reducido a servirme las copas y llevarme a la cama mi primer desayuno. También me prepara el baño y el patito de goma. Y sirve la mesa principal, que ocupamos don Práxedes, Rocío y yo. Para aliviarle el trabajo, hemos decidido contratar a un ayudante de confianza. Se presentaron algunos árabes, pero Miroslav se opuso con rotundidad.

–Hay que evitar al Estado Islámico, señor.

Le sobraba razón para oponerse. Uno de ellos, Abdul-Al-Samah –así constaba en su carné de identidad de la República de Yemen–, era sobrino en segundo grado del mulá Omar, el tuerto, miembro de la llamada cúpula de Al Qaeda e íntimo amigo de Bin Laden. Sin pedirme permiso, Miroslav se puso en contacto con el Ministerio del Interior y detuvieron al pájaro en un almacén de Guadalmazán del Marqués que le servía de mezquita a un grupo de musulmanes. Cantó la del Soto del Parral y reconoció que su objetivo no era otro que secuestrarme y trasladarme en un baúl a Nigeria con el fin de entregarme a los bestias de Boko Haram. En vista de ello, premié con un sustancioso complemento dinerario a Miroslav y de mutuo acuerdo decidimos contratar a un zaguanete de guardias, todos ellos provenientes del extinto Ejército yugoslavo. A saber, Tine, Slutar, Novak, Nicola, Serguei, Tramos y Walter, con una hoja de servicios impoluta, en situación legal y limpios de acciones brutitas. Pero no encontrábamos al imprescindible ayudante de Tomás, que durante una cena, sirviéndonos una lubina fría en una bandeja de plata de López, experimentó un dolor renal que lo mantuvo en cama durante dos días. Y fue Rocío la que aportó la idea.

–Si hay que contratar a un extranjero, que sea sudamericano. Son leales y comparten nuestra cultura. Miroslav estuvo de acuerdo con una sola reserva.

–Que no sea argentino. Los argentinos, al final, siempre la terminan liando. Don Práxedes protestó con la boca pequeña:

–Su Santidad es argentino.

–Y la terminará liando –remachó Miroslav.

–Yo me encargo de la selección–se ofreció Rocío. Rocío y yo nos amamos, pero ella se mantiene en el estricto y blanco umbral de la pureza. En más de un año, jamás ha permitido concederse un permiso de pernocta conmigo en mi cuarto. Me lo repite de continuo.

–No soy flor de un día.

Y me tiene tenso, acalorado y con afán de roedor. Al fin, encontró a la persona adecuada.

–Sotoancho, es guatemalteco, como Miguel Ángel Asturias, y ha servido en la Embajada de Guatemala en Madrid. Solo una objeción. Se llama Westing Ramírez. Cuando nació, sus padres adquirieron en su lugar de origen, Antigua, un frigorífico Westinghouse y le pusieron a su niño «Westing». Es muy habitual en aquellos lejanos parajes.

–Si te convence, me importa un bledo que se llame Westing.

–Llegará mañana en régimen de prueba.

–Tomás tiene la palabra. Si a él le gusta, lo contratamos. ¿Me decías que era como Miguel Ángel Asturias? Ahora mismo no caigo.

–No importa, Sotoancho. He llamado a Tomás. Está celoso por la gratificación a Miroslav.

–Tomás, alegra esa cara.

–Estoy herido, señor marqués. –Has dejado de renquear.

–Renquea mi sensibilidad, señor.

–Estamos buscando a un ayudante digno de ti y renquea tu sensibilidad.¿Lo consideras justo?

–Agradezco los esfuerzos, señor marqués, pero así como Miroslav es premiado por cualquier bobada, mi trabajo de toda una vida no recibe otra cosa que la nómina mensual.

–Tomás, que eres rico...

–Lo sería más si...

–¿Gratificación?

–Bueno...

–La tienes prometida.

–En ese caso, debo reconocerle que mi sensibilidad ha dejado de renquear.

–Perfecto. La señorita Rocío cree haber encontrado a tu ayudante, guatemalteco, como Miguel Ángel Asturias. Pero tú tienes la palabra. Y si no te gusta, buscamos a otro, aunque no sea guatemalteco como Miguel Ángel Asturias. Se presentará mañana.

–Seré sincero y justo, señor.

–Eso espero, Tomás.

–Todavía... ¿nada con la señorita Rocío?

–Tomás, nada de nada.

–Ha perdido facultades, señor marqués. Un año y «bolo» me parece mucho.

–¿Quieres la gratificación?

–Perdón, señor. La había olvidado.

–Pues sí, «bolo».

–Que Santa Fermina de Espeluy nos ampare.

–Gran santa.

–Me la acabo de inventar, señor. –No obstante, grande.

Rocío, en ocasiones y en algún detalle, resulta chocante. Todas mis mujeres me han llamado por mi nombre, pero Rocío se dirige a mí mediante mi dignidad nobiliaria. Me llama «Sotoancho», y eso establece distancias y resquemores. Menos mal que mi título es Sotoancho y no soy el marqués de las Altas Cumbres de Echezarreta. En tal caso, nuestra relación no tendría sentido: «Buenos días, Rocío», y ella: «Hola, Altas Cumbres de Echezarreta». Un amor imposible. Tengo pensado mantener una profunda conversación con Rocío. Su comportamiento oscurece mis entendederas. Dice que me adora, que está enamorada de mí, que soy su vida y todas esas cosas. Pero rechaza el contacto sexual. «Estoy intacta y quiero llegar intacta al matrimonio». Hasta don Práxedes deplora su clausura inguinal:

–En estos tiempos, hay que reconocer que la admirable decisión de doña Rocío abre las puertas de la suspicacia.

Su pasado es una sombra. Se despidió de aquel médico que intentó seducirla, pero no reconoce ningún otro acercamiento físico. Cuando me besa, que es de Pascuas a Ramos, lo hace con la boca cerrada y coloca los labios como si fuera un colibrí. En nuestros largos paseos por el campo, he intentado toda suerte de añagazas y siempre he fracasado. Una tarde, en el lago, mientras ella tomaba el sol con un pudoroso traje de baño que bien podría haber pertenecido a Mamá, me refugié detrás de un arbusto, me quité el Meyba, lo puse sobre mi cabeza, y surgí desnudo con el traje de baño a modo de penacho apache al grito de «¡Aquí llega el Gran Jefe Pito Apetitoso!», travesura que no le hizo ninguna gracia. Se incorporó y me sopló una bofetada que aún me duele. «Estás muy confundido, Sotoancho, si pretendes seducirme con este tipo de porquerías».

De aquella Rocío deliciosa y receptiva de mi convalecencia a esta de la actualidad, nerviosa y hermética, dista larga distancia. Así que he decidido sorprenderla cuando menos se lo espere.

–A las seis, que ya empieza a refrescar, paseo.

–Paseo, pero solo paseo, Sotoancho.

Y a las seis en punto de la tarde se ha presentado en el hall vestida de caza al estilo del presidente Roosevelt, machota y contundente.

Ha rechazado mi brazo.

–Sotoancho, a los enfermos sexuales como tú conviene mantenerlos a raya.

Un paseo incómodo. Al alcanzar los predios del Soto de las Oropéndolas, irresistible a tenor de lo que allí ha ocurrido, Rocío se ha plantado.

–Sotoancho, no soy una putita como todas las que me han precedido.

Cuando he oído que llamaba «putita» a Marisol o a Marsa –el resto es discutible–, me ha invadido una indignación rabiosa. Y he cometido violencia de género. Con mucha medida, le he propinado un azote en el culo que me ha servido con beneficio doble. El placer del golpe y el análisis momentáneo y efímero de su composición glútea, a mi modo de ver perfecta, de melocotón temprano.

Ella no lo esperaba.

–Has llamado «putitas» a dos mujeres que lo dieron todo por mí.

–Sí. Una dio un braguetazo y la otra te dio veinte naturales en redondo pasándose tus cuernos por la taleguilla.

–Rocío, hasta aquí podíamos llegar. Si insistes en tu extraño proceder, nadie va a impedir que abandones esa casa. ¿Eres «vichisuás»?

–¿A qué llamas «vichisuás», Sotoancho?

–Como ahora está tan de moda jugar a los dos sexos...

–¿Me estás preguntando si soy lesbiana, Sotoancho?

–No. Te estoy preguntando si eres bisexual, es decir, «vichisuás».

–No debería hacerlo, pero te voy a responder. No soy «vichisuás» como tú dices. Soy una mujer hecha y derecha, que se mantiene entera porque así me lo enseñaron mis padres. Tengo tentaciones y arranques, pero reprimo mis impulsos. Creí enamorarme de ti, y ahora empiezo a dudar si aquello fue amor o misericordia. Te sirvo como enfermera, porque no estás para muchos trotes, y solo si me prometes que no vas a intentar romper mi virginidad por un capricho, seguiré en tu casa. De lo contrario, Sotoancho, tararí que te vi y vuelve a tus putitas.

Más que un paseo, esto es una tortura.

–De acuerdo, Rocío, lo pensaré. –Pero si vuelves con tus putitas, visita previamente a tu cardiólogo.

Un golpe bajo, miserable.

–Gracias a tus cuidados, estoy curado.

Una observación rebosada de señorío.

–Cerdo.

Muy desagradable, en resumen. El campo está seco, como mojama con su fecha de caducidad superada. Miles de kilos de maíz se reparten en las manchas y las dehesas para que las reses sobrevivan. El agua no es problema. El Guadalmecín baja seco, pero los acuíferos no se debilitan. El Guadalmecín, a su paso por el Puente de los Plumbagos, huele a cadáver de pez. De pez de río, que es peor pez que el de mar.

Mi charla con Rocío me mantiene alerta. Para mí que es «vichisuás», mitad trucha mitad salmón. Me he fijado por vez primera en su bigote, formado por unos pelitos rubios que se adivinan al contrasol. Y me estoy obsesionando. Amar a una mujer que me llama «Sotoancho» y que, superada la treintena, no ha conocido hombre es complicado. Cierto es que a mí me sucedió algo peor. Que estuve por primera vez con una mujer ya superados los cincuenta y bastantes, pero posteriormente me resarcí. Para mí que más que «vichisuás» es fría como un bacalao. Fría y calculadora.

De aquella enfermera maravillosa y sonriente queda poco. Pero, a pesar de todo, su presencia me levanta el ánimo y la virilidad. Como sabe que me dan bastante asco, se ajusta unos sujetadores con unos tirantes que parecen los de un oficial inglés en la primera guerra contra los zulúes. Pero no va a conseguir zafarse de mi obsesión, que es enfermiza por su culpa. Con independencia de todo eso, lleva la casa y la intendencia de maravilla, y prueba de su eficacia es haber encontrado a Westing, el futuro e inminente ayudante de Tomás. No creo que Al Qaeda, o el ISIS, o como se quieran llamar esos sanguinarios berzotas, pretenda atentar en casa. Miroslav y su pequeño ejército están alerta, y hemos adquirido un lote de perros de presa que le quitan las ganas a cualquier invasor. Pero Miroslav no se siente del todo seguro y me ha propuesto adquirir en el mercado negro dos cañones de medio alcance para repeler cualquier ataque. Por supuesto, que se lo he autorizado. Se ofrecen a buen precio y con munición de garantía. Tine, su hombre de máxima confianza, viaja mañana a Barcelona para ultimar la compra. Los tienen escondidos en un lugar secreto para rechazar un hipotético ataque del Ejército cuando declaren la independencia. Pero en vista de que el Ejército no ataca, nos dejan los cañones y los torpedos a precio de saldo, aunque en la punta de los torpedos luzca una bandera separatista catalana y las inscripciones «Visca Catalunya Lliure», «Espanya ens roba» y «Messi es català». Me importa un bledo si cumplen con su cometido. Cuando lleguen aquí, los repintamos y ya está.

Situaremos un cañón en el Cerrillo de la Infanta Eulalia, apuntando al sur, y el otro en el Risco de los Muflones, con dirección al norte. Si los terroristas islámicos vienen del este o el oeste, serán repelidos por los hombres de Miroslav y los perros de presa. No hay grietas en el plan de defensa. En ese aspecto, total tranquilidad.

Mi guarda de la entrada principal, El Rastrojero, que fue del sindicato ese de Gordillo y Cañamero, y padre de mi adorada Carmela, embarazada por el primo de Miroslav, se ha comprometido a hacerse cargo de la Batería Sur por haber alcanzado en la mili el empleo de cabo artillero. Se lo he comentado a Miroslav y, por su gesto, es asunto a debatir. Mañana es el día. Tine se hará con la artillería independentista y llegará Westing. Durante la cena, Rocío ha comentado que no todos los islamistas aprueban el terrorismo y que una buena parte de la culpa la tiene Occidente.

–Nuestro deber, Sotoancho, es responder a las acciones de los islamistas con una sonrisa y palabras de amor.

Don Práxedes y yo nos hemos mirado con consternación. Y a Tomás casi se le caen las patatas a la importancia con huevos encapotados de la gran bandeja de López.

Rocío se ha delatado.

Mañana de viento otoñal. Calor aún. En mi despacho, clasificando e introduciendo en sus tiras Hawid los sellos de Angola que me ha proporcionado mi filatélico Eduardo Escalada. No ha conseguido la serie de peces de Mozambique y me he mostrado muy distante con él en nuestra conversación telefónica.

–No están los sellos de los peces.

–Los tengo ya localizados, Cristián.

–Eduardo, Eduardo, que te la estás jugando. No se puede consentir semejante despiste. Si no tengo los peces de Mozambique en diez días, cambio de proveedor filatélico. Soy flexible al viento, pero duro en la trilla. Como el trigo.

Se abre la puerta del despacho y pisa la alfombra Rocío.

–Sotoancho, ha llegado Westing.

–¿Cómo es?

–Es natural de Guatemala, como Miguel Ángel Asturias.

–¿Buena facha?

–Profesional, Sotoancho. Lo demás son tonterías.

–Quiero verlo.

Dicho y hecho. Ha entrado Westing en mi despacho. Jamás había visto un individuo tan feo. Espeluznante. Mi casa siempre se ha distinguido por la estética, y este hombre me puede hacer la vida imposible.

–Mucho gusto, Westing, y ahora, si me lo permite, quiero hablar con la señorita Rocío.

Westing ha abandonado mi lugar de trabajo. Rocío me mira alarmada.

–Rocío, ponte en contacto inmediatamente con el administrador. Que Westing reciba una gratificación por su desplazamiento. Pero no lo puedo admitir en el servicio de casa.

–¿Cuál es el motivo, Sotoancho? –Es muy feo.

–¿Cómo dices?

–Su insuperable fealdad. Lo siento, Rocío, pero no he visto nada igual en mi vida.

–¿Eres capaz de no admitir a un trabajador en tu casa por su aspecto físico?

–Muy capaz. Dinerito y corre-corre.

–Eres despreciable, Sotoancho. –Y tú, una pesada. Eres un tostón, Rocío. Te soporto porque te quiero, pero te advierto que las nubes han aparecido en el horizonte. Y que se vaya el feo.

–Se lo dices tú.

–Ahora mismo. Que entre de nuevo.

Rocío no conocía mi firmeza en momentos y circunstancias difíciles. Westing se ha vuelto a presentar, y con todo el respeto y la buena educación posibles, le he explicado la causa de su inadmisión.

–Westing, sus informes son favorables. Usted no ha hecho el viaje en balde. El administrador le entregará un sobre con tres mil euros de compensación. Pero no puede trabajar en esta casa de ancestral devoción estética. Es usted muy feo, Westing, y perdone que se lo diga, pero tiene que sentirse afortunado. No todos los feos del mundo reciben tres mil euros por no ser contratados. Su fealdad es incompatible con el servicio en La Jaralera.

–Sotoancho, eres un clasista repugnante.

–Westing, hágame caso. Acuda al despachito del administrador. Le entregará un sobre con quince canarios. Aquí llamamos «canarios» a los billetes de doscientos euros, que son preciosos. Y le facilitará el AVE de vuelta. Es posible que en el retorno a Madrid le acompañe doña Rocío, que es la responsable de su frustración. Pero quiero que se vaya con un buen recuerdo de esta casa. Quince canarios y a vivir, que son dos días. Pero usted, y me permitirá que se lo diga por última vez, es demasiado feo para formar parte de esta casa. No hay clasismo ni otras bobadas en mi decisión. Es usted rematadamente feo, y lo siento, pero no soporto la fealdad.

–Le agradezco su sinceridad, señor. En Antigua, mi ciudad, me dicen el Pochomú. El Pochomú es un sapo granulado y de espantoso aspecto que por feo, recibe tres mil euros en concepto de compensación. Gracias, señor.

–Fuera, fuera, fuera de mi vista, sapo granulado.

—Gracias, señor.

—Fuera, fuera, fuera... (...)