Relaciones EE UU/Rusia

La última patada de Steven Seagal

Ahora el noble oficio que representaron políticos como Metternich y Jefferson ha recaído en Steven Seagal, un tipo con cara de aderezar la dorada a la sal con ketchup

El actor, nombrado por Rusia embajador cultural con EE UU, afronta ahora su misión más arriesgada: limar diferencias entre las dos naciones / Efe
El actor, nombrado por Rusia embajador cultural con EE UU, afronta ahora su misión más arriesgada: limar diferencias entre las dos naciones / Efelarazon

Ahora el noble oficio que representaron políticos como Metternich y Jefferson ha recaído en Steven Seagal, un tipo con cara de aderezar la dorada a la sal con ketchup.

La palabra «diplomacia» inspiraba en el inconsciente popular la imagen atildada de un David Niven. Pero eso era antes de que las hamburguesas se comieran con los dedos. Ahora el noble oficio que representaron políticos como Metternich y Jefferson ha recaído en Steven Seagal, un tipo con cara de aderezar la dorada a la sal con ketchup. Rusia ha elegido como embajador de las relaciones culturales con Estados Unidos a un fulano que se ha distinguido por cocear patadas y brindar sonrisas de piedra. Se ve que Putin y Trump han traído a las relaciones internacionales un estilo de matón de barrio que perennizan con decisiones de este jaez, que involuntariamente arrastran consigo un aire de cierta improvisación, si no de abierta pereza intelectual, de no quererse comer demasiado la mollera. Nadie duda de que la proposición del actor habrá agradado al dirigente ruso, un visionario que jamás ha disimulado su querencia por las artes marciales, y, por supuesto, habrá contado con la aprobación del presidente americano, que enseguida habrá reparado en el mayor mérito curricular de «caradepalo» Seagal: su matrimonio con Kelly LeBrock (sí, muchachos, «La mujer de rojo» estuvo prendada de este inforturnio). De esta manera, la diplomacia, que es una de las artes del disimulo y el cinismo, ha perdido el noble carácter especulativo de la palabra para sustituirlo por las desenvolturas anatómicas y potencias musculares del actor, esta es, entiéndase, una manera de referirse a él. En este nuevo siglo, de alarmante decadencia de líderes políticos, la sutileza que siempre ha demandado la diplomacia ha venido a recaer en hombres de acción, como diría Pío Baroja. Dentro de poco las reuniones del «stablishment» se asemejarán más a una pachanga entre colegas de barrio que a la supuesta reunión de unos mandatarios cualificados. Se refrenda así lo que hace poco destacaba alguien por ahí, el paulatino desprestigio de las virtudes, tan desacreditas y mal vistas por esta sociedad de lo «cool» y lo amable, mientras la medianía y lo vulgar, respaldados por un grosero rencor de nuevo rico, van alcanzando cotas más altas. Lo de Steven Seagal, que, de no ser cierto, podría parecer esperpento o comedia bárbara, viene respaldado por una hilarante argumentación, un intento de justificación que tropieza en la comedia. Al intérprete, del que también se ha destacado que es músico, casi nada, le han encomendado la tarea de buscar y destacar puntos comunes en la educación, la historia, la cultura y el deporte entre Estados Unidos y Rusia. Una manera, subrayan, de limar los antagonismos ancestrales de dos naciones, que, paradójicamente, deben parte de su identidad a ese engorroso encono que resultó la Guerra Fría. De momento, y atendiendo a que Steven Seagal ha sido nombrado como mediador, puede augurarse que los rusos y americanos han dado con un punto en común: su gusto por dar puñetazos. Algo es algo.