Las abuelas grafiteras dan la lata
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Conceiçao y Ema tienen 92 años y un bote de spray de colores en la mano. El de una es verde y el de la otra tira a lila. No se separan de Lara Seixo Rodrigues que es el alma mater y una especie de ángel de la guarda para estas mujeres que ha descubierto, qué importa la edad que se tenga (y si no, que se lo pregunten a ellas) apostar por la pintura urbana.
Ambas, como cientos de mayores más, forman parte de una idea revolucionaria que está dando al vuelta al mundo. El proyecto se llama Lata 65, el número es por la edad de quienes pueden formar parte de él y el término lata, además de nombrar el bote para pintar, en la lengua de Pessoa tiene otra acepción: “no ter lata” significaría no tener vergüenza. Unos abuelos desvergonzados.
Lara es arquitecta, una mujer llena de ideas, promotora de empresas artísticas de lo más variopinto. Le gustaría que Lisboa, por ejemplo o cualquier otra ciudad grande de Portugal se pareciera en un futuro próximo a Vitry-Sur-Seine, en los alrededores de París, donde los artistas dejan en los muros sus obras de arte “sin tener que pedir permiso. Ahí es donde creo que se da realmente una democratización del espacio público.
La calidad de los trabajos va en aumento. En Portugal está muy institucionalizado y quizá sea más propio hablar de muralismo que de arte urbano. Aquí no hay artistas que vayan a pintar de una manera espontánea ne la calle. Y estamos trabajando muy duro para que se convierta en una realidad”, asegura en una entrevista. Cree que quien se deja seducir primero por el arte que se ve en las calles se convierte en una espectador de museo o de una galería de arte.
Cuando fundó Lata 65, Seixo Rodrigues (que nació en la industriosa ciudad de Covilha y estudio Arquitectura en la Universidad Técnica de Lisboa) ya era una emprendedora nata, pues había puesto en pie Wool, Tour París 13 y Muraliza, además de fundar la asociación Mistaker Maker en 2014.
“¿Qué de dónde saco la energía? De mi trabajo, porque me apasiona lo que hago y lo hago con pasión”, asegura. Define el movimiento de los “abuelos grafitero” como “un proyecto artístico de ilusión”. A ella, de verdad, le hubiera gustado ser peluquera, le encanta, confiesa, pasar horas en la peluquería hablando y escuchando lo que se cuenta. Y la capacidad que tiene un peinado de transformar un rostro. Prueba conseguida, le diríamos a Lara, porque una actividad que está habitualmente asociada al segmento más joven de la población ahora la disfrutan los mayores.
Cada curso dura un par de días. Mientras los de hacer punto o crochet tiene plazas libres, en éstos no cabe un alfiler. Primero dan unas nociones de lo que es la historia del grafitti y del arte urbano y las técnicas con las que se trabaja para posteriormente poner en práctica todo lo estudiado. Tiene sus latas de spray, sus guantes y mascarillas y los mayores se arremolinan frente a los muros para dejar su impronta. Muchos de ellos trabajan con estenciles, pero eso no les impide hacer sus propias creaciones.
“Ellos nos dicen que cuando se encuentran por la ciudad con un mural ya saben cómo se ha hecho, lo entienden de otra forma. Es como si se convirtieran por un tiempo en niños pintando las paredes, lo vemos como un renacimiento del espíritu”. No están sujetos a normas ni estilos, pintan lo que se les ocurre, lo que quieren, lo que más les gusta. Al principio con cierta dificultad, pero después dejan su impronta y su huella. Y se van perfeccionando.
Cada uno de ellos tiene un “tag”. “Esto lo he hecho yo. Tiene mi firma”, dicen una vez que está el trabajo concluido. Después de pintar, cada uno y cada una vuelve a sus quehaceres, a tender la ropa, a hacer la comida, a limpiar. María, que tiene 83 años, dice que le ha gustado una barbaridad. Y a su lado, otra compañera, de nombre Maria también, asegura haber disfrutado con la experiencia. Tiene 88 años. Son alumnas aplicadas. Están muy atentas a las explicaciones, lo mismo que Beatriz Nunes y Maria Pires, la primera de 87 años y la segunda con ochenta cumplidos.
Aseguran que aunque es la primera vez que hacen algo así, se sienten cómodas. Les ha gustado la experiencia y piensan repetir. “Ha merecido la pena”, dice una mientras la otra asiente con la cabeza. Es gente que procede del campo, de familias grandes con pocos recursos y que encuentran ahora una nueva ocupación que jamás pensaron que pudieran hacer realidad. “Lo mejor de todo es ver la enorme curiosidad que manifiestan, cómo se interesan por todo y cómo aprenden”, asegura Lara Seixo, que siempre está pendiente de que todo marche bien.
Las plantillas las realizan ellos mismos en las clases. El dibujo que quieran, el motivo que más les guste. Muchas de ellas, porque sobre todo hay mujeres, se decantan por las flores, aunque también abundan las manos. Primero empiezan con cierta timidez, como temiendo apretar el spray. Después empiezan a disfrutar.
El caso de Luisa Cortesao ha ocupado ya unos cuantos titulares. Tiene sesenta y cinco años. Era doctora y se dio a conocer involuntariamente cuando una fotógrafa expuso sus fotografías pintados en los trenes. Ella lleva siempre una mochila al hombro. Las latas están dentro. El arte jamás le fue ajeno y es su propia hija quien le ha hecho estar cerca, pues es madre de Rosa Pomar. Ella confiesa que se perdió al primera clase, pero acudió a la segunda. El hecho de crear su propio esténcil fue toda una aventura. ya tenía el molde para sus pinturas: una bruja con una escoba que se ha convertido en su marca, santo y seña.