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Las contradicciones del joven Karl Marx

Raoul Peck, el director de «No soy tu negro», documental que estuvo nominado a los Oscar, aborda los primeros años del autor de «El manifiesto comunista» en un «biopic». El filme describe el agitado ambiente social de la época y narra cómo se fraguó su amistad con Friedrich Engels
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Raoul Peck, el director de «No soy tu negro», documental que estuvo nominado a los Oscar, aborda los primeros años del autor de «El manifiesto comunista» en un «biopic». El filme describe el agitado ambiente social de la época y narra cómo se fraguó su amistad con Friedrich Engels.
Tres de los pensadores que mayor repercusión tuvieron en el siglo XX nacieron en el XIX: Karl Marx (1818), Friedrich Nietzsche (1844) y Sigmund Freud (1856). El más controvertido de los tres, y el que hoy en día todavía conjura más odios y amores incondicionales es, sin duda alguna, el primero. El filósofo que desarrolló el moderno concepto de «plusvalía» continúa suscitando un profundo debate alrededor de su figura y su obra, que nunca estarán despejadas del todo por la dura sombra que proyecta la Revolución Rusa y la política de represión de la Unión Soviética.
En este momento crucial para la Unión Europea y el mundo, con una clase media debilitada por la última crisis económica y una profunda brecha entre la ciudadanía deriva por unas acentuadas desigualdades sociales, el director haitiano Raoul Peck ha rescatado el espectro del autor de «El capital» en «El joven Karl Marx», un «biopic» de una triste y monótona corrección cinematográfica. Una cinta sobre sus primeros años, pero no los relacionados con su formación y crecimiento educativo, sino ese intervalo cronológico que va desde su expulsión de Prusia, motivada por los molestos artículos que publicaba en la prensa, y su llegada a París en 1844, donde se instalaría junto a su mujer, Jenny, de origen aristocrático, y su hijo recién nacido, hasta la publicación de «El manifiesto comunista», que se publicó en Londres en febrero de 1848, en los albores de la tercera oleada de revoluciones –las anteriores fueron las de 1820 y 1830– que recorrieron Europa y que liquidaron, por primera vez con participación de distintas movilizaciones obreras, lo que se ha venido a llamar la Europa de la Restauración.
Un cuatrienio fecundo para él, clave para la evolución de sus ideas y la consolidación de su figura en la Liga de los Justos –rebautizada en 1847 como la Liga de los Comunistas y que adoptó el conocido lema «Trabajadores de todo el mundo, uníos», frase, por cierto, que hay inscrita en la tumba de Marx–. Pero también fue el periodo en el que trabó una amistad fundamental y que fue decisiva: Friedrich Engels, caballero, industrial y uno de los impulsores del comunismo internacional.
El director arranca su relato con la descripción de aquella Europa, contagiada por el sarampión de la revolución, pero que todavía caminaba bajo la batuta del Antiguo Régimen. Un continente convulso, de represiones ideológicas y policiales, de acentuadas diferencias económicas entre sus habitantes, señalada por el imprevisto impacto de la Revolución Industrial, que engendró un nuevo tipo de trabajador en las ciudades, el proletariado, y que había convertido el paisaje urbano en un taciturno conjunto de barriadas hundidas en la pobreza y la miseria. En ese ambiente, surgió Karl Marx, interpretado en este trabajo por August Diehl y retratado con sus contradicciones, arranques de soberbia, mundanas preocupaciones, debilidades indisimuladas y una seca amargura suspendida de los labios. Un titán del ajedrez, con una capacidad para el pensamiento lógico capaz de arruinar el discurso de cualquier adversario, pero que arrastraba la agria imposibilidad de sostener a su familia con el dinero procedente de sus escritos. Justo al revés que Engels, su socio intelectual, hijo de una familia acaudalada, de apariencia apuesta, con tendencia a las amantes y las juegas nocturnas, que gastaba ropas de galán y propenso a gustos burgueses, pero, sin embargo, con un compromiso sin mácula con las personas condenadas a vivir en horario sin tregua por la irrupción de lo que Carlyle denominó la «edad mecánica».
La Perséfone de Engels
Peck no olvida recoger su icónica aventura amorosa con Mary Burns, una valiente obrera irlandesa, analfabeta, pero con aires contestatarios, con la que compartió una intensa y apasionada «unión libre». El director retrata esta relación de una manera demasiado idílica, y, sobre todo, no menciona un detalle importante, a destacar: él jamás dio a conocer su noviazgo con ella, como recalca Tristam Hunt en la biografía «El gentleman comunista». En esta exhaustiva monografía se asegura que «Engels y Mary vivieron enamorados en 1843 y 1844, y aunque, como testimonian las cartas, es cierto que los unía un profundo cariño, conocer a Mary también fue, para Engels, una manera muy útil de acceder al oscuro continente del Manchester industrial. Mary Burns fue su Perséfone, la que lo llevó de la mano y enriqueció la apreciación que él tenía de la sociedad capitalista. Lo acompañó en excursiones por los barrios que, de otro modo, habrían sido inseguros para cualquier forastero; fue una fuente de información sobre las condiciones laborales y doméstica que los trabajadores tenían que soportar. Detrás de la teoría comunista de Engels, la realidad material de Mary».
Pero, precisamente, fue su impecable y enorme conocimiento sobre las distintas clases trabajadoras lo que ganó el respeto de Marx, un hombre difícil, provocador, de fuerte presencia y acusada debilidad física, predispuesto a la bronca y el reto verbal, según indica Peck. Los dos juntos, Engels y Marx, apodado «El moro» por sus rasgos, acometerían una empresa que tendría un enorme calado para Europa y el mundo.
La cinta recoge el pulso que Engels mantuvo con su familia y que Marx sostuvo con las autoridades de Francia. Pero, sobre todo, las disputas, discusiones y debates que mantienen con sus rivales directos, como Weitling, un sastre de inflamada oratoria y vehemente discurso que levantaba ánimos y aplausos entre los obreros con sus ardientes discursos, y el célebre Proudhon (en la cinta aparecen también Bakunin, Feuerbach, y, por supuesto, el pintor Gustave Courbet, también comprometido con las ideas y las luchas de los más desfavorecidos). Gran parte de la película es el tenso pulso, en unas ocasiones evidente y, en otras, de forma tácita y algo disimulada, que Marx y Engels sostuvieron, a veces, sin apenas revelarse, como un sutil juego de provocaciones, con sus adversarios. En estos careos quedan reflejadas las diferentes posturas que existía en el seno de los primeros líderes comunistas, algo que queda muy claro en el caso de Weitling, que vivía en un permanente entusiasmo de organizar un levantamiento violento y que solía regodearse con los excesos de su palabrería durante sus disertaciones. Pero, como le subraya oportunamente Marx, le falta un aparato teórico sólido, firme, que respalde sus aseveraciones, porque sus principios, en demasiadas ocasiones, están sin contrastar por una reflexión seria y crítica. Los lazos con Proudhon también acabaron de romperse de un letal tijeretazo cuando Karl Marx publicó un panfleto letal dirigido contra uno de sus libros más aplaudidos, «La filosofía de la pobreza», y que el impulsor de «la teoría de la alienación» tituló, con la sagacidad que suele brindar la venganza, como «La pobreza de la filosofía».
El golpe que Marx y Engels dieron en la Liga de los Justos es el momento determinante por el reto que les plantea: la redacción de un borrador, una especie de «catecismo revolucionario». Esta empresa acabaría desembocando en «El manifiesto comunista» y su conocido comienzo: «Un espectro recorre Europa, el espectro del comunismo. Y contra este espectro se han conjurado en una alianza las potencias de Europa, el Papa y el zar, Metternich y Guizo...». El historiador Eric Hobsbawm definió este libro como «esa combinación irresistible de seguridad utópica, pasión moral, análisis implacable y, no en última instancia, oscura elocuencia literaria, terminó siendo el panfleto quizá más conocido y, sin duda, el más traducido del siglo XIX». Con este libro impreso se acometerían las revoluciones de 1848, mientras que Marx se entregaba con pasión a su obra definitiva: «El capital».

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