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¿A qué temía Kertész?

larazon

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Imre Kertész (Budapest, 1929-2016) tenía 72 años cuando le diagnosticaron párkinson. Su deterioro físico y la enfermedad de su mujer le llevaban a sentirse muy cerca del final de su vida, sin embargo, ha muerto hace unos días, cerca de los noventa. Comenzó entonces, en 2001, estos diarios en los que anotaba sus preocupaciones vitales, intelectuales, filosóficas y literarias. Del estado en el que se encontraba en esa época dan fe estas líneas: «Profundísimo agotamiento, llevo semanas sin contactar ni un instante con la creación, con ese ataque repentino (y prodigioso) de felicidad que antes se adueñaba de mí con tanta frecuencia. Depresión. Insomnio». El resultado de su esfuerzo en ese estado de precariedad física y psicológica es este volumen dividido en cuatro partes: Secreto a voces, La última posada (I y II) y El jardín de las trivialidades.

Un ser infeliz

El diario se interrumpe en dos ocasiones para dar paso a su última obra en lo que él llama primer y segundo intento. Kertész tardó trece años en escribir «Sin destino», su gran novela y para muchos la mejor sobre el Holocausto, y ha tardado otros trece en escribir este libro en una época muy difícil que tuvo su momento de iluminación cuando le concedieron el Nobel en 2002. No dejó de torturarse por la imposibilidad de ser feliz y el miedo a la perspectiva de un final que adivinaba penoso y humillante, pero el reconocimiento mundial y la compensación económica le proporcionaron al menos la posibilidad de disfrutar de ciertas comodidades y de viajar.
Si hubiera que buscar una palabra clave en este libro sería «temor»: por su decadencia física, por la posibilidad de que su estilo se deteriore, por la falta de inspiración, por el resurgimiento de los nacionalismos, por el continuo acoso a los judíos y la posibilidad de un nuevo genocidio. En ese temor está la esencia de Kertész, su «judeidad», porque leer a este escritor judío «no asimilado» o no practicante, siempre es volver a Auschwitz o acercarse a la permanente sombra que proyecta sobre el presente. En el verano de 1944 él fue uno más entre el medio millón que hicieron que el húngaro se convirtiera en la lengua más hablada del campo de exterminio. Elige a Arthur Koestler, al que consideraba su pariente espiritual, y a su mujer Cynthia como protagonistas de su novela. El matrimonio se suicidó y Kertész los convierte en un espejo de su propia vida, de la dificultad de sobrevivir cuando se ha desintegrado el propio mundo Vya no hay, a su juicio, nada a lo que pueda llamarse cultura europea.
Una vez más la añoranza por el mundo de ayer vivida por un escritor que es consciente de ser uno de los últimos supervivientes y de la responsabilidad que le atañe. Pero su lenguaje, por el que tanto sufre en estos diarios, y su lucidez, permanecen intactos en este libro que habla de «la inimaginable aridez de la decadencia».

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