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Anne Holt, clasicismo polar

larazon

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Además de entretener, una novela policíaca cumple otras funciones: resuelve un crimen levantando los tejados de la sociedad, desvela sus secretos mejor guardados y restaura el orden social y el equilibrio moral trastocado con la muerte. Desde Agatha Christie hasta nuestros días, la novela criminal ha evolucionado del asesinato familiar, cuyo responsable es un miembro de la comunidad incapaz de mantener el orden establecido, al homicidio sin sentido en cuyo acto aparece implicada la sociedad entera. Al detective, normalmente un policía, no le queda más remedio que investigar la vida privada de los implicados, resultando una novela social en la que sale a relucir lo peor de cada uno de ellos.
De Bergman y las suecas
Tras el éxito de la novela polar, los críticos repiten como un latiguillo que estos novelistas revelan lo oscuro y siniestro que puede llegar a ser todo en Escandinavia. Hay algo de exageración y mucho de promoción editorial y, sobre todo, un gran desconocimiento de las sociedades nórdicas, presentadas históricamente como puritanas pero de sexualidad abierta y tolerante. Fluctuando entre dos tópicos, Carl T. Dreyer e Ingmar Bergman para los más entendidos y «las suecas» para la clase popular, emblemas de un pasado extinto.
Hoy, con la debacle del Estado de Bienestar, la emigración «multiculti» y la corrección política, el género policíaco parece ser el más indicado para realizarle un TAC a la sociedad nórdica, aunque la podredumbre que aflore sea similar a la del resto del mundo democrático. Lo prueba Anne Holt, cuyas novelas suelen ser un índice adecuado del malestar en Noruega. La última, «El hijo único», además de ser muy superior a «1222», reseñada en LA RAZÓN, tiene los ingredientes que tanto gustan a sus lectores: una intriga bien urdida y unos personajes trazados con pulso que atraen tanto por su consistencia como por su originalidad. Eso sí, siempre que acierte, pues la saga de la subinspectora lesbiana Hanne Wilhelmsen tiene un largo recorrido y algunas carecen del nervio y la redondez de «El hijo único». Ésta sí tiene ese ritmo lento y agradable de la novela policiaca clásica, tipo «whodunit», y aquello que la subinspectora pide a sus colaboradores: «Escarbar en las vidas privadas de esas personas. Buscar todo lo que haya: movimientos de dinero, amantes, inclinaciones sexuales... disputas familiares. Todo (...). la vida y milagros de la víctima».
En la base de toda novela negra está la curiosidad del investigador por el otro, so pretexto de conocer la verdad de esa sociedad que vive replegada sobre sí misma y que el asesinato pone en evidencia mediante la investigación policial. Lo que busca la detective es descubrir al asesino y saber la verdad, metáforas de su mundo convertido por proyección en el del lector que vive miméticamente su peregrinaje a través de una narración tan bien urdida y de agradable lectura como «El hijo único».