Aquella dorada y culta movida

Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951) une a su condición de poeta, en su momento uno de los más jóvenes integrantes de la generación «novísima», la dedicación a la novela, el ensayo y la autobiografía, siendo las suyas unas memorias de lógica indagación en el propio yo, pero tam-bién muestra de un evocado entorno socio-cultural. Ya había abordado el testimonialismo autorreferencial en «Patria y sexo» (2004) y «Los días de la noche» (2005), crónicas de adolescencia, servicio militar y festivas expansiones nocturnas. Recientemente ha regresado, con sabia conciencia de balance vital y arraigado estoicismo, a las jornadas del pasado con dos volúmenes, «El fin de los palacios de invierno» (2015), recuerdos de infancia y juventud, y «Dorados días de sol y noche», que ahora presenta como renovado asedio a sus primeras vivencias literarias y homoeróticas durante el tardofranquismo, la Transición política y la Movida madrileña. Años de experimentación personal, tanteo de modelos estéticos y afinamiento de la sensibilidad poética. Encontramos aquí magistrales semblanzas, como las de Juan Gil-Albert, Jaime Gil de Biedma, Rosa Chacel o Leopoldo María Panero; hilarantes episodios como el extravagante Congreso de Escritores en Canarias, en 1976; o, al año siguiente, un espléndido verano en Capri; sin olvidar los dimes y diretes del mundillo literario, las declaradas admiraciones por Cernuda o el grupo poético de «Cántico», la libertad cultural de aquellos primeros años democráticos o las referencias ya más actuales que corroboran, desde la distancia del tiempo pasado, la personalidad de este dandy esteta, un punto decadente, tocado de refinado malditismo, sensible ternura y socarrón humor. Y todo ello con la convicción del noctívago empedernido: «La noche eran muchas personas sugestivas. Y era más: placer, belleza, cultura, libros, proyecto de vida, sensualidad a flor de labio». (pág. 65). Una gratificante, emotiva y documentada evocación.