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500 años: la edad de los fantasmas

Roger Clarke invita en «La historia de los fantasmas», que edita Siruela, a viajar a través de las manifestaciones de los espectros que influyeron en Henry James, Oscar Wilde o Samuel Johnson. Un recorrido que abarca desde casas encantadas y páramos lejanos hasta la Torre de Londres
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Roger Clarke invita en «La historia de los fantasmas», que edita Siruela, a viajar a través de las manifestaciones de los espectros que influyeron en Henry James, Oscar Wilde o Samuel Johnson
También los fantasmas, como casi todo, obedecen más a aspectos de orden cultural que a asuntos ultraterrenales. Tienen más que ver con la sociedad que habitamos, con sus idiosincrasias, tópicos, prejuicios y folclores heredados, que con manifestaciones de almas insatisfechas y errantes, como aquella famosa que «operizó» Wagner. Relatos de ánimas existen desde la epopeya de Gilgamesh, como viene a subrayar ahora Roger Clarke, que ha glosado quinientos años de fantasmagorías en un volumen donde hace recuento de espectros famosos, sobre todo de esos que han dejado huella literaria. Vienen estas páginas a dejar constancia de algo sustantivo, que no por eso obvio: que los espectros han evolucionado con los hombres. Así, en Babilonia, los muertos permanecían en una especie de limbo primero y precatólico, en un estado entre «lo humano y lo inhumano»; los de Grecia, cuna de nuestra racionalidad moderna, orillaban una fisionomía extraña, alada y patética; los medievales traían consigo una leyenda de cadáveres reanimados y «los jacobeos ya eran demonios que se hacían pasar por humanos». Los que siguieron portaban ya unos atributos nuevos, como muy actuales, y regresaban para corregir faltas, yerros y dar cuenta de injusticias varias. El siglo XVII viene a ser la centuria donde se asocia el fantasma a lo diabólico y en la época victoriana, con su burguesía industrial y urbana, recelosa de romanticismos y de aventuras económicas, pero prendada de la hora del té, comienzan a hablar con los vivos, porque es la época de los espiritistas y los médiums, de los hombres que pretenden reducir todo, incluido lo paranormal, a una numerología matemática.

Un siglo escéptico

El siglo XX comenzó como una prolongación del XIX, hasta que la Guerra de 1914 introdujo una mentalidad nueva que barrió la civilización anterior, que seguía siendo decimonónica aunque se trasladara en automóvil. Albert Einstein marcaba la pauta de lo que sería el tiempo que alboraba y rubricó una frase diáfana, esclarecedora: «Aunque viese un fantasma no me lo creería». El padre de la Teoría de la Relatividad, que hace unos días vio corroborada otra de sus intuiciones magistrales, relegaba los espectros a la cacharrería del melodrama y lo emocional, a esa nueva irrupción fantástica que resultó el cine, que, sin duda, es donde se han dado los «poltergeist» más extraños en estas últimas décadas.
Cada época ha entendido/visto estas visiones según sus parámetros estamentales, porque la ascendencia, la suerte de la alcurnia, siempre ha sido uno de los condicionamientos de la mirada y la comprensión. Emerge aquí una paradoja social y es que las clases bajas y la aristocracia, incluidas las monarquías, con su instrucción elitista y sus gabinetes de antigüedades y rarezas, son las más inclinadas a creer en estas historias, en expandirlas y reunir toda esta rumorología de jinetes decapitados, perros de ojos enrojecidos, vestales de anatomías traslúcidas, ruidos de ultratumba y voces de buhardilla. «A las clases medias –asegura el autor– siempre les ha parecido deplorable la idea de los fantasmas. Los profesionales del escepticismo suelen proceder de este estrato. Nuestro escéptico de clase media diría que a los ricachones les gustan los fantasmas porque es un síntoma de su decadencia, y a los plebeyos, por las carencias de su formación».
Esto queda meridianamente claro en el caso de Gran Bretaña, tierra de mucho páramo y ruinas góticas. En Inglaterra, comenta Clarke, no sin cierta ironía, existen más fantasmas por kilómetro cuadrado que en cualquier otro país del mundo. El excursionista despistado, el vagabundo que avanza por la vida sin saber dónde se mete, puede toparse con centuriones romanos en los bosques que rodean Bembridge, encontrar caballeros espectrales en las marismas de Wolverton o con apartadas abadías normandas por donde deambulan reyes que reniegan de la tumba como trono eterno, como es el caso de la isla de Wight, el último territorio que se convirtió al cristianismo, en el año 686 d. de C, y donde, según predican algunas lenguas, aún camina el último monarca pagano.
Pero los turistas perezosos no necesitan hundirse en ciénagas o yermos alejados de las ciudades. Londres es una capital de lo financiero y de lo fantasmal, lo que no implica ninguna contradicción, porque ambas realidades dan bastante miedo por sí solas. La Torre de Londres arrastra su propia mitología de «Beefeaters» y de inesperadas visitas nocturnas. En sus cimientos se enterró la cabeza cercenada del rey Bran (Clarke comenta que los cuervos de la torre le pertenecen: a saber) y sus edificaciones originales fueron levantadas con unas cuadrillas de obreros que no eran otra cosa que una larga ringla de presos extenuados condenados por la justicia a trabajos forzosos. Aparte de residencia real, por un periodo corto de tiempo, a la construcción también se le dio un uso carcelario y en sus destempladas, frías y oscuras mazmorras fueron arrojados hombres acusados de traición o mujeres de infausto destino, como Ana Bolena. En sus estancias existe aún una sala de triste renombre, «Little Ease», conocida porque en su tétrico espacio ningún reo cabía de pie y tampoco tenía espacio para tumbarse. Todo este pasado de muertes, torturas y asesinatos ha suscitado muchas imaginaciones pusilánimes y los informes de apariciones son igual de antiguas que cualquier otra tradición. En 1957, sin retrotraernos más, un guardia galés daba testimonio de una informe silueta en la Torre de la Sal; otro vigilante se enfrentó con osadía a un oso que aguardaba cerca de la estancia donde se custodian las joyas de la Corona y, de 1882, llega el relato de un soldado atónito ante el espectáculo de luces que le sorprendió en la capilla donde se le dio sepultura a Ana Bolena.
Leyendo a Clarke, uno va percibiendo que los fantasmas son seres de cierta abstracción, pero también inclinados a la comodidad del rito, que gustan bastante de la costumbre, como el currante que acude cada mañana a la misma cafetería para tomarse un cortado. Ellos tienen por hábito sorprender al desconocido, pero en lugares similares, de semejantes características como «la tabena encantada o la casa solariega encantada». El «poltergeist en la bodega de cerveza y la dama blanca en la galería de los trovadores» son dos clásicos. Pero, incluso, en esto hay estrellas, igual que el cine, y «el rey y la reina de los fantasmas británicos siguen siendo Dick Turpin y Ana Bolena. El primero ronda tantas tabernas como palacios y casas solariegas ronda la segunda».
Las guerras, que siempre han debilitado la cordura, han dado mucha literatura fantasmal. A Aquiles se le apareció Patroclo en aquel asedio troyano y Pausanias remitía la noticia temprana de que en la llanura de Maratón todavía podían escucharse relinchos de caballos y verse soldados combatiendo. Algunas fuentes hablan de cómo Teseo luchó contra los persas igual que Santiago Apostol irrumpió en la batalla de Clavijo para socorrer a los cristianos. Esta coincidencia llega hasta la Primera Guerra Mundial, donde varias unidades de infantería afirmaron que en la retirada de Mons, los espíritus de los arqueros de ingleses de la batalla de Agincourt acudieron en ayuda de las tropas británicas y les protegieron de la ofensiva alemana (estos espectros son conocidos como los «ángeles de Mons»). En esta refriega cayó Malcom Leckie, el cuñado de Arthur Conan Doyle. Una de las damas de honor de su segundo matrimonio pondría en contacto al escritor con el ánima de Leckie años más tarde. Un hecho que acabó con el escepticismo del creador de Sherlock Holmes, que se convirtió, a raíz de esto, en un espiritista obsesivo, convulsivo, dando al traste con toda la racionalidad que enseñaba su famoso personaje en «El perro de Baskerville». En esta primera contienda mundial también es famoso un submarino alemán encantado: el «U65». Su tripulación no dejó de ver a los oficiales que habían muerto durante el servicio y al obreraje que falleció en su construcción.

Pura literatura

Si los fantasmas siguen entre nosotros es gracias a los escritores. Clarke recoge el caso de la mansión de Hinton Ampner. En 1771, Mary Ricketts, apesadumbrada por los sucesos terroríficos que presenció, abandonó este hogar. La historia de lo que vivió inspiró a Henry James, que tradujo literariamente los hechos en «Otra vuelta de tuerca» (al levantarse, la tarima de la casa, apareció el cráneo de un niño encerrado en una caja). También explica el caso de Mary Veal, que visitó a los vivos en 1705, en especial a una amiga suya en su domicilio de Canterbury. Oscar Wilde dio sepultura a los espectros en «El fantasma de Canterbury», donde un pragmático norteamericano recomienda al espectro que engrase sus cadenas. Nacía la modernidad.

LOS ESPECTROS DE AYER NO VISTEN DE PRADA

Los vivos no son los únicos que se complacen en la moda. Los fantasmas sienten la misma inclinación que los presentes hacia la ropa, a pesar de haber atravesado el umbral hacia el más allá. Cada fantasma viste según los hábitos de su tiempo, así que los caballeros que sienten la tentación de pasear por esta vida cuando han pasado a la otra, siguen presumiendo de sus tradicionales ropajes. Los caballeros del siglo XVII suelen aparecerse con sus levitas y sus adornos, o, en el caso de pertenecer a una clase trabajadora y humilde, con los andrajos y ropas vulgares que les caracterizaba en sus respectivos siglos. Suele mencionarse la pertinaz cabezonería de las ánimas por manifestarse de blanco, como novias impeacables o vírgenes vestales. Una inclinación que, faltaría más, cuenta con una explicación todo lo sensata que puede ser para estos casos: que los muertos suelen aparecerse a los vivos con la mortaja, que es su último hábito. Ese sudario blanco con el que solía arroparse a los cadáveres antes de introducirlos en un ataúd y darlos sepultura. Los más escépticos, esas almas intolerantes y descreídas que esbozan una leve sonrisa con estos temas, solían argumentar que para qué iban a necesitar ropa los fantasmas si apenas eran una luz en unos casos y, por qué no la actualizaban con cada época; vamos que por qué hoy un espectro de Nueva York no podía vestir de Prada.

EL ORIGEN DEL ESPIRITISMO

El espiritismo nació en Nueva York (¿dónde si no?). Fueron las hermanas Maggie y Kate Fox quienes inventaron las sesiones en 1848. Después de que Kate sintiera una mano fría sobre su hombro de «Mr. Splitfoot» (como llamaron a este fantasma –es uno de los apelativos de Satanás–), decidió hablar con él. Hasta ese momento, nadie se había atrevido a hablar con los espectros, de los que la gente, con toda lógica, tendía a huir. A partir de ahí comenzó una práctica que se ha extendido por todos los continentes y que, junto a los poltergeist (en la foto, una imagen de una película de igual nombre), se ha vuelto bastante popular.