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«El horror», en viñetas

No duró ni un año, pero marcó al autor para siempre: fue el viaje que inspiró «El corazón de las tinieblas»
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La novela gráfica «Kongo» narra el viaje de Joseph Conrad. No duró ni un año, pero marcó al autor para siempre: fue el viaje que inspiró «El corazón de las tinieblas»
«Vi sobre ese rostro de marfil la expresión de sombrío orgullo, de implacable poder, de pavoroso terror... de una intensa e irredimible desesperación». Kurtz, el encargado del puesto colonial avanzado de «El corazón de las tinieblas», es, de todos los personajes de la literatura africanista, el más célebre y sombrío. Pero hubo otro, más luminoso e interesante, a su lado: Marlow. O sea, el propio Joseph Conrad. El escritor inglés de orígenes polacos no hizo sino plasmar en la más leída de sus novelas el viaje real que lo llevó al Congo belga entre abril de 1890, cuando salió de Bruselas, y enero de 1891, cuando regresó a Europa enfermo y hundido anímicamente. Lo que vio en el enorme territorio, un patio de recreo particular del rey Leopoldo II de Bélgica que atrajo a todos los sádicos y buscavidas de Europa, lo espantó. Ese viaje de Conrad es el que narra ahora la apasionante novela gráfica «Kongo» (editorial Dibbuks), escrita por el autor francés Christian Perrissin y dibujada en inquietante blanco y negro por el italiano Tom Tirabosco. «El horror, el horror», susurra Kurtz. Pero Perrissin matiza a LA RAZÓN: «No tengo ninguna fascinación por el personaje de Kurtz, de dónde viene y en lo que se convierte». Lo dice al hilo de la posible influencia de «Apocalypse Now», el filme en el que Coppola tomó prestada la idea de «El corazón de las tinieblas» para llevarse ese «horror» a la Guerra de Vietnam.

Aristócrata y rebelde

A Perrissin sí le interesa, en cambio, el propio Conrad, «cómo este aristócrata polaco, ilustrado, hijo de rebeldes antizaristas, decidió un día marcharse de su Ucrania natal para irse a Marsella y convertirse unos años más tarde en capitán de la marina mercante británica. E incluso después acepta ir al corazón del Congo para remontar el río en un pequeño vapor. ¡Este recorrido es fascinante!». Tal fue la influencia de los libros de Conrad en el guionista francés que, a los 20 años, se presentó voluntario para hacer el servicio militar en la Marina y obtuvo un destino en Tahití. «Desde allí, he navegado durante varias semanas en el océano Pacífico hacia las islas Marquesas y hasta Hawai». Por eso no sorprende que asegure: «Me gustaría desarrollar otras partes de su vida, todo un período rico en encuentros y en aventuras: cuando fue segundo capitán de un vapor y realizó incesantes viajes en los mares de Extremo Oriente, entre Singapur y Bangkok. Eso dio lugar a algunos de sus relatos mas importantes: "La locura de Almayer", "Lord Jim", "Un vagabundo de las islas"...».
Tirabosco, por su parte, reconoce en sus trazos influencias de las páginas de Hugo Pratt, aunque enarbola otras como Hislaire, Comès, Bilal, Boucq, Prado, Mathieu Bonhomme, Taniguchi, Mattotti, Evans y Hellgren. En fin, unos cimientos de los que difícilmente puede salir algo malo. Y razona sobre la elección del blanco y negro: «Tenía miedo de esa "estética de los trópicos"que puede dar el color. Quería algo sombrío y áspero. Es, tal vez, un cliché en otro sentido, el siglo XIX en blanco y negro... Pero, para mí, es el negro del carbón y el blanco del vapor. Christian y yo deseábamos algo a la vez denso y sobre todo no brillante».

Un escéptico que abrió los ojos

«Kongo» acompaña a Józef Teodor Konrad Korzeniowski, su nombre real, por mar, hasta Boma –la parte más autobiográfica–; luego a pie, un penoso mes de recorrido de 350 kilómetros, hasta Matadi. Ahí arrancará su aventura fluvial como segundo de a bordo del «Roi des Belges» hacia Manyanga, Kinshasa, Bangala, Bolobo, Stanley Falls... «Cuando Conrad parte en el río a bordo del pequeño vapor –prosigue el escritor–, lo que vivirá realmente va a alejarse poco o poco de lo que hace vivir a su álter ego novelesco: Marlow». Conrad no era el capitán, sino el segundo tras al sueco Rasmus Koch. «Era considerado como un simple pasajero, y esta pasividad, el desdén que le profesaban, le minaba». El viaje, sin embargo, sirvió para abrirle los ojos: «Todo lo que descubría de la colonización belga, en las antípodas de lo que se imaginó en Bruselas, le asqueaba al máximo. Conrad, que había vivido su infancia en Ucrania, una región de Polonia anexionada desde hacía más de 70 años por Rusia, era escéptico por naturaleza. En el fondo de sí mismo, comprendía lo que los habitantes del Congo podían sentir frente al ocupante europeo». En «En el corazón de las tinieblas», éste es un aspecto más matizado: «Marlow es un inglés de pura raza que, aunque se indigne por el comportamiento brutal de ciertos colonos, acepta la idea de que una potencia "civilizada"tenga el deber de aportar sus luces al resto del mundo». Hay otro punto en que la novela y el viaje real difieren: Conrad no encontró nunca a Kurtz, un personaje inventado a partir de modelos reales: Henry Stanley, Edmund Barttelot, Léon Rom y Guillaume van Kerckhoven».
Cuesta saber a ciencia cierta qué es testimonio directo y qué narración imaginada en Conrad: «Difícilmente se puede distinguir –matiza Perrissin–. Pero cuando se leen otros testimonios de personas que han viajado por el río en la misma época, resulta edificante». Y cita a George W. Williams, un abogado afro-americano que fue al Congo buscando una tierra prometida para sus compatriotas y regresó horrorizado. Williams denunció por escrito lo que allí ocurría y fue el primero en calificarlo como «crímenes contra la humanidad». Si bien Perrissin reconoce que, «para mí, la mayor dificultad ha sido delimitar la relativamente compleja personalidad de Conrad, hacer de él un personaje de cómic. Para ello, aprendí a conocer al hombre más allá de lo que vivió en el Congo. He leído y releído todos sus relatos y todas las biografías que se le han dedicado. Son miles de páginas apasionantes». Y aun así, Conrad se revela resistente al etiquetado. Un hombre de principios morales que protesta contra las injusticias de las que es testigo, pero atado a un contrato y a individuos detestables. La experiencia marcó su vida y terminó con su carrera de marino: «Probablemente nunca se repuso de este viaje, ni moral ni físicamente. Después de seis meses en el Congo, Conrad, que no tenía más que 33 años, quedó completamente aniquilado por las fiebres y la disentería».

EL GENOCIDIO DE LEOPOLDO II

Editado con interesantes notas históricas al final, «Kongo» es también un viaje al escenario de uno de los genocidios más crueles y olvidados del siglo XX: las compañías contratadas por Leopoldo II (en la imagen) explotaron el tráfico de marfil, primero, y de caucho, después, sirviéndose de mano de obra indígena esclavizada. Poblados arrasados, abusos de todo tipo, ejecuciones, torturas, amputaciones, muertes por agotamiento y hambrunas causadas por el expolio y el abuso de la mano de obra (los hombres no podían atender sus sembrados y las familias morían de hambre)... Se estima que unos tres millones de personas perecieron en los años en que el Congo fue territorio personal de Leopoldo II (que no del Estado belga: el monarca lo compró con su fortuna personal y le sacó enormes beneficios). En las páginas de «Kongo» vemos a cadáveres amontonados en mitad de la selva, colonos capaces de negociar por un collar de cobre aunque le cueste la cabeza a su propietaria, el egoísmo y la avaricia depredadora del hombre blanco. Todo bien conocido gracias al informe de 1903 –y la carta abierta previa a Leopoldo II, de 1890– de Roger Casement, irlandés que llegó a cónsul de Inglaterra y que aparece en esta novela gráfica.